(«Cultura de excesos»; es una excelente fórmula. La tendencia de la novela en las últimas fases de su modernidad: en Europa: cotidianidad llevada al extremo; análisis sofisticado de lo gris sobre fondo gris; fuera de Europa: acumulación de las más excepcionales coincidencias; colores sobre colores. Peligro: tedio de lo gris en Europa, monotonía de lo pintoresco fuera de Europa.)
Las novelas creadas por debajo del paralelo treinta y cinco, aunque sean algo ajenas al gusto europeo, son la prolongación de la historia de la novela europea, de su forma, de su espíritu, y están incluso sorprendentemente cercanas a sus fuentes primeras; en ningún otro lugar la vieja savia rabelesiana corre hoy tan alegremente como por las obras de esos novelistas no europeos.
El día en que Panurgo dejará de hacer reír
Lo cual me obliga a volver una última vez a Panurgo. En Pantagruel, se enamora de una señora a la que quiere hacer suya a toda costa. En la iglesia, durante la misa (¿no es ésto todo un sacrilegio?), le dirige escabrosas obscenidades (que hoy, en Norteamérica, le costarían ciento trece años de prisión por acoso sexual) y, cuando ella se niega a escucharlo, él se venga esparciéndole en la ropa la secreción sexual de una perra en celo. Al salir de la iglesia, todos los perros de los alrededores (seiscientos mil catorce, según cuenta Rabelais) corren tras ella y le mean encima. Recuerdo mis veinte años en un dormitorio de obreros, con mi Rabelais checo en la cama. A los obreros curiosos de saber qué era ese libraco tan gordo tuve que leerles varias veces esta historia, que, muy pronto, conocieron de memoria. Aunque fueran personas con una moral campesina más bien conservadora, no había, en su risa, la mínima condena para con el acosador verbal y urinario; adoraron a Panurgo hasta el punto de colocarle tal nombre a uno de nuestros compañeros; no, no a un mujeriego, sino a un joven conocido por su ingenuidad y su hiperbólica castidad, quien, bajo la ducha, sentía vergüenza de que le vieran desnudo. Oigo aún sus gritos como si fuera ayer: «Panurc (era nuestra pronunciación checa de este nombre), ¡a la ducha! ¡Si no, te lavamos con meadas de perro!».
Sigo oyendo esa hermosa risa que se burla del pudor de su compañero pero que expresaba a la vez por ese pudor una ternura casi maravillada. Estaban encantados con las obscenidades que Panurgo dirigía a la señora en la iglesia, pero estaban igualmente encantados con el castigo que le infligía la castidad de la señora, quien, a su vez, para el mayor regocijo de mis compañeros, quedaba castigada por la orina de los perros. ¿Con quién habían simpatizado? ¿Con el pudor? ¿Con el impudor? ¿Con Panurgo? ¿Con la señora? ¿Con esos perros que tuvieron el envidiable privilegio de orinar encima de una belleza?
El humor: el rayo divino que descubre el mundo en su ambigüedad moral y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás; el humor: la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas; el extraño placer que proviene de la certeza de que no hay certeza.
Pero el humor, recordando a Octavio Paz, es «la gran invención del espíritu moderno». No está ahí desde siempre, y tampoco para siempre.
Con el corazón en un puño, pienso en el día en que Panurgo dejará de hacer reír.
Segunda Parte. La sombra castradora de San Garta
1
En el origen de la imagen de Kafka, hoy compartida más o menos por todo el mundo, hay una novela. Max Brod la escribió inmediatamente después de la muerte de Kafka, y la publicó en 1926. Saboreen el título: El reino encantado del amor. Esta novela clave es una novela en clave. En su protagonista, el escritor alemán de Praga llamado Nowy, reconocemos el autorretrato halagador de Brod (adorado por las mujeres, envidiado por los literatos). Nowy-Brod le pone los cuernos a un hombre que, mediante malvadas intrigas muy rebuscadas, consigue llevarlo a la cárcel durante cuatro años. Nos encontramos de golpe en una historia tramada con las más inverosímiles coincidencias (los personajes, por pura casualidad, se encuentran en alta mar en un barco, en una calle de Haifa, en una calle de Viena), asistimos a la lucha entre los buenos (Nowy y su amante) y los malos (el cornudo, tan vulgar que merece serlo, y un crítico literario que vapulea sistemáticamente los hermosos libros de Nowy), nos conmueven los melodramáticos cambios de situación (la protagonista se suicida porque ya no puede soportar la vida entre el cornudo y el que le pone los cuernos), admiramos la sensibilidad del alma de Nowy-Brod que se desmaya por cualquier cosa.
Esta novela habría sido olvidada antes de que se escribiera de no estar el personaje de Garta. Porque Garta, amigo íntimo de Nowy, es el retrato de Kafka. Sin esta clave, este personaje sería el menos interesante de toda la historia de las letras; está caracterizado como un «santo de nuestro tiempo», pero incluso poco sabríamos acerca del ministerio de su santidad de no ser porque, de vez en cuando, Nowy-Brod, en sus dificultades amorosas, pide a su amigo un consejo que éste es incapaz de darle, al no tener, en su calidad de santo, experiencia alguna en este terreno.
Admirable paradoja: toda la imagen de Kafka y todo el destino póstumo de su obra son por primera vez concebidos y dibujados en esta novela ingenua, en ese bodrio, en esa tabulación caricaturescamente novelesca, que, en lo estético, se sitúa exactamente en el polo opuesto del arte de Kafka.
2
Algunas citas de la novela: Garta «era un santo de nuestro tiempo, un verdadero santo». «Uno de sus rasgos de superioridad consistía en permanecer independiente, libre y santamente razonable frente a todas las mitologías, aunque en el fondo estuviese emparentado con ellas.» «Quería la pureza absoluta, no podía querer otra cosa…»
Las palabras «santo», «santamente», «mitología», «pureza» no se deben a la retórica; hay que tomarlas al pie de la letra: «De todos los sabios y los profetas que pisaron la tierra, fue el más silencioso […]. ¡Tal vez le hubiera bastado la sola confianza en sí mismo para ser el guía de la humanidad! No, no era un guía, no se dirigía al pueblo, ni a discípulos, como otros guías espirituales de los hombres. Guardaba silencio; ¿acaso porque había penetrado más profundamente en el gran misterio? Lo que emprendió era sin duda todavía más difícil que lo que quería Buda, ya que si lo hubiera logrado habría sido para siempre».
Y también: «Todos los fundadores de religiones estuvieron seguros de sí mismos; uno de ellos, no obstante -quién sabe si el más sincero-, LaoTsé, se sumió en la sombra de su propio movimiento. Garta hizo sin duda lo mismo».
Garta está presentado como alguien que escribe. Nowy «había aceptado ser el albacea de Garta en lo que se refería a sus obras. Garta se lo había pedido, pero con la extraña condición de que lo destruyera todo». Nowy «intuía la razón de esta última voluntad. Garta no anunciaba una nueva religión, quería vivir su fe. Exigía de sí mismo el esfuerzo último. Como no lo había alcanzado, sus escritos (pobres escalones que debían ayudarle a ascender hacia las cimas) no tenían para él valor alguno».
No obstante, Nowy-Brod no quiso obedecer a la voluntad de su amigo porque, según él, «aun en estado de simples borradores, los escritos de Garta aportan a los hombres que vagan en la noche el presentimiento del bien superior e irreemplazable hacia el que tienden».
Sí, hay de todo.
3
Sin Brod, hoy ni siquiera conoceríamos el nombre de Kafka. Inmediatamente después de la muerte de su amigo, Brod hizo que se publicaran sus tres novelas. Sin repercusión alguna. Entonces comprendió que, para imponer la obra de Kafka, debía emprender una verdadera y larga guerra. Imponer una obra quiere decir presentarla, interpretarla. Por parte de Brod se trataba de una auténtica ofensiva de artillero: los prólogos: para El proceso (1925), para El castillo (1926), para América (1927), para Descripción de una lucha (1936), para el diario y las cartas (1937), para los cuentos (1946); para las Conversaciones con Janouch (1952); luego, las adaptaciones teatrales: de El castillo (1953) y de América (1957); pero sobre todo cuatro importantes libros de interpretación (¡fíjense bien en los títulos!): Franz Kafka, biografía (1937), La fe y la enseñanza de Kafka (1946), Franz Kafka, el que señala el camino (1951) y La desesperación y la salvación en la obra de Franz Kafka (1959).