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Los biógrafos no conocen la vida sexual íntima de su propia esposa, pero creen conocer la de Stendhal o la de Faulkner. Sobre la de Kafka sólo me atrevería a decir lo siguiente: la vida erótica (no muy fácil) de su época se parecía poco a la nuestra: las chicas de entonces no hacían el amor antes de casarse; a un soltero no le quedaban más que dos posibilidades: las mujeres casadas de buena familia o las mujeres fáciles de clases inferiores: vendedoras, criadas y, naturalmente, prostitutas.

La imaginación de las novelas de Brod se alimentaba de la primera fuente; de ahí su erotismo exaltado, romántico (cuernos dramáticos, suicidios, celos patológicos) y asexuado: «Las mujeres se equivocan al creer que un hombre auténtico sólo otorga importancia a la posesión física. No es más que un símbolo y está lejos de igualar en importancia al sentimiento que la transfigura. Todo el amor del hombre está destinado a ganarse la benevolencia (en el verdadero sentido de la palabra) y la bondad de la mujer» (El reino encantado del amor).

La imaginación erótica de las novelas de Kafka, por el contrario, nace casi exclusivamente de la otra fuente: «Pasé por delante del burdel como por delante de la casa de la amada» (diario, 1910, frase censurada por Brod).

Las novelas del siglo XIX, aunque supieran analizar magistralmente todas las estrategias amorosas, ocultaban la sexualidad y el acto sexual en sí. En las primeras décadas de nuestro siglo, la sexualidad surgió de las brumas de la pasión romántica. Kafka fue uno de los primeros (con Joyce, por supuesto) en descubrirla en sus novelas. No desvela la sexualidad como terreno de juego destinado a un restringido grupo de libertinos (como en el siglo XVIII), sino como realidad a la vez trivial y fundamental de la vida de cada cual. Kafka desvela los aspectos existenciales de la sexualidad: la sexualidad oponiéndose al amor; la extrañeza del otro como condición, como exigencia de la sexualidad; la ambigüedad de la sexualidad: sus aspectos excitantes que al mismo tiempo repugnan; su terrible insignificancia que de ninguna manera disminuye su espantoso poder, etc.

Brod era un romántico. Por el contrario, en el origen de las novelas de Kafka creo detectar un profundo antirromanticismo; se manifiesta por todas partes: tanto en la manera en la que Kafka ve la sociedad como en su manera de construir una frase; pero tal vez su origen esté en la visión que Kafka tuvo de la sexualidad.

6

Al joven Karl Rossmann (protagonista de América) le expulsan de la casa paterna y le envían a América por un triste incidente sexual con una criada que «le ha convertido en padre». Antes del coito: «¡Karl, oh Karl mío!», exclamaba la criada, «mientras que él no veía absolutamente nada sintiéndose incómodo entre tantas sábanas y almohadas calientes que ella parecía haber amontonado expresamente para él…». Luego, ella «lo sacudía, auscultaba el latido de su corazón y ofrecía su pecho para una auscultación similar». A continuación, ella «hurgó entre sus piernas, de un modo tan asqueroso que, forcejeando con las almohadas, Karl consiguió poner a descubierto la cabeza y el cuello». Por fin, «empujó luego el vientre algunas veces contra él, que se sintió invadido por la sensación de que ella formaba parte de su propio ser, y quizá fue ése el motivo del tremendo desamparo que entonces le embargó».

Esta modesta cópula es el motivo de todo lo que ocurrirá después en la novela. Es deprimente tomar conciencia de que nuestro destino tiene por causa algo absolutamente insignificante. Pero cualquier revelación de una inesperada insignificancia es al mismo tiempo fuente de comicidad. Post coitum omne animal triste. Kafka fue el primero en describir la comicidad de semejante tristeza.

La comicidad de la sexualidad: idea tan inaceptable para los puritanos como para los neolibertinos. Pienso en D.H. Lawrence, cantor de Eros, evangelista del coito, quien, en El amante de Lady Chatterley, intenta rehabilitar la sexualidad convirtiéndola en lírica. Pero la sexualidad lírica es todavía mucho más risible que la sentimentalidad lírica del siglo pasado.

La joya erótica de América es Brunelda. Fascinó a Federico Fellini. Durante mucho tiempo, soñó con convertir América en película, y, en Intervista, nos presenta la escena del casting para esta película soñada: se presentan varias candidatas increíbles para el papel de Brunelda, elegidas por Fellini con el exuberante placer que todos conocemos. (Pero insisto: ese placer exuberante fue también el de Kafka. ¡Porque Kafka no sufrió por nosotros! ¡Se divirtió por nosotros!)

Brunelda, la antigua cantante, «tan delicada», que tiene «gota en las piernas». Brunelda, «desmesuradamente gorda», con manilas regordetas y papada. Brunelda, quien, sentada con las piernas abiertas, «con grandes esfuerzos y sufrimientos, y descansando con frecuencia», se inclina para «coger el borde superior de sus medias». Brunelda, que se levanta el vestido y, con el dobladillo, seca los ojos de Robinson que llora. Brunelda, incapaz de subir dos o tres peldaños y a quien hay que transportar -espectáculo que impresionó de tal forma a Robinson que, durante toda su vida, recordará: «¡Ah, qué hermosa era, ah, dioses, qué hermosa era esa mujer!»-. Brunelda, de pie en la bañera, desnuda, lavada por Delamarche, quejándose y gimiendo. Brunelda, acostada en la misma bañera, furiosa y dando puñetazos en el agua. Brunelda, a la que dos hombres tardarán dos horas en bajar por la escalera y depositar en una silla de ruedas que Karl empujará por la ciudad hacia un lugar misterioso, probablemente un burdel. Brunelda, en ese vehículo, va enteramente cubierta por un chal, de tal manera que un guardia la toma por un saco de patatas.

Lo nuevo en este esbozo de la gran fealdad es que es atractiva; mórbidamente atractiva, ridículamente atractiva, pero atractiva al fin; Brunelda es un monstruo de sexualidad en el límite de lo repugnante y lo excitante, y los gritos de admiración de los hombres no sólo son cómicos (son cómicos, por supuesto, ¡la sexualidad es cómica!), sino que son a la vez del todo verdaderos. No es de extrañar que Brod, adorador romántico de las mujeres, para quien el coito no era realidad sino «símbolo del sentimiento», no haya podido encontrar nada verdadero en Brunelda, ni la sombra de una experiencia real, sino tan sólo la descripción de «horribles castigos destinados a aquellos que no siguen el buen camino».

7

La escena erótica más hermosa que Kafka ha escrito jamás se encuentra en el tercer capítulo de El castillo: el acto de amor entre K. y Frieda. Apenas una hora después de haber visto por primera vez a «esa rubita insignificante», K. la abraza detrás del mostrador «entre charcos de cerveza y otras inmundicias que cubrían el suelo». La suciedad: inseparable de la sexualidad, de su esencia.

Pero, inmediatamente después, en el mismo párrafo, Kafka nos insinúa la poesía de la sexualidad: «Allí pasaron horas, horas de alientos comunes, de latidos comunes, horas en las que K. tenía continuamente el sentimiento de extraviarse, o aun de que estaba más lejos en el mundo ajeno que nadie antes que él, en un mundo ajeno en el que ni siquiera el aire tenía elemento alguno del aire natal, en el que uno tenía que asfixiarse de pura extrañeza y en el que nada podía hacerse, en medio de insensatas seducciones, sino seguir yendo, seguir extraviándose».