Al principio me opuse a ir al club nocturno, pero al final fuimos y estuvimos bebiendo en el Polo Lounge, donde, para su satisfacción, sometí nuestra relación a las miradas de sus amigos y los míos. Vi a Doran en una mesa y a Jeff Wagon en otra, y los dos se sonrieron. Janelle les saludó alegremente y luego se volvió a mí y dijo:
– ¿No es maravilloso ir a un sitio a echar un trago y ver a todos tus viejos y queridos amigos?
Sonreí a mi vez y dije:
– Es maravilloso.
La llevé a casa antes de la medianoche. Ella me dio un golpecito en el hombro con su bastón y dijo:
– Lo hiciste muy bien.
– Gracias -dije.
– ¿Me llamarás? -dijo.
– Sí -le contesté.
Fue una noche magnífica, de todos modos. Disfruté con la doble actitud del maître, el portero, e incluso los del aparcamiento; al menos ahora Janelle había salido a la luz.
Llegó un momento, poco después de esto, en que comencé a amar a Janelle como persona. Es decir, no se trataba sólo de que quisiera acostarme con ella, ni contemplar sus ojos castaños y desmayarme; o devorar su boca rosada, y todo lo demás, como el estar despierto toda la noche contándole historias. Dios mío, contándole toda mi vida, y ella contándome la suya. En suma, llegó un momento en que comprendí que su única función no era hacerme feliz, hacerme disfrutar de ella, me di cuenta de que mi tarea era hacerla a ella un poco más feliz de lo que era, y no enfadarme cuando ella no me hacía feliz a mí.
No quiero decir que me convirtiese en uno de esos tipos que se enamoran de una chica porque les hace desgraciados. Eso es algo que en realidad nunca entendí. Siempre fui partidario de cumplir mi parte en el trato, en la vida, en la literatura, en el matrimonio, en el amor, incluso como padre.
Y no quiero decir que aprendiese a hacerla feliz dándole un regalo, que era para mí un placer. O animándola cuando estaba deprimida, que era simplemente retirar obstáculos del camino para que ella pudiese dedicarse a la tarea de hacerme feliz a mí.
Pero lo curioso es que cuando ella ya me había traicionado, cuando empezamos a odiarnos un poco, cuando tuvimos pruebas de la culpabilidad mutua, empecé a amarla como persona.
Era realmente buena. A veces, solía decirme como una niña: «Soy una buena persona», y lo era de verdad. Era muy honrada en todas las cosas importantes. Por supuesto, se acostaba con otros tíos y también con mujeres, pero qué demonios, nadie es perfecto. A pesar de eso, le gustaban los mismos libros que a mí, las mismas películas, la misma gente. Cuando me mentía, lo hacía para no herirme. Y cuando me decía la verdad, lo hacía, en parte, para herirme (tenía una hermosa veta vengativa y yo amaba incluso eso), pero también porque tenía miedo de que me enterase de la verdad de una forma que me hiriese más.
Y, claro está, con el paso del tiempo, tuve que hacerme a la idea de que ella llevaba una vida dañosa en muchos sentidos. Una vida complicada. Pero quién no.
Así que finalmente habían desaparecido toda la falsedad y la ilusión de nuestras relaciones. Éramos verdaderos amigos y yo la amaba como persona. Admiraba su coraje, su indestructibilidad pese a las decepciones de su vida profesional, y a todas las traiciones de su vida personal. Lo entendía todo. La aceptaba en todos los sentidos.
¿Por qué demonios no lo pasábamos pues tan maravillosamente como antes? ¿Por qué no eran tan magníficas como habían sido las relaciones sexuales, aunque fuesen aún mejores que con ninguna otra? ¿Por qué no nos extasiábamos el uno con el otro como antes?
Magia-magia, negra o blanca. Hechicería, conjuros, brujas y alquimia. ¿Sería realmente cierto que el girar de las estrellas decide nuestro destino y la sangre de la luna encera las vidas y las marchita? ¿Sería cierto que las innumerables galaxias deciden nuestro destino día tras día en la tierra? ¿Es sencillamente verdad que no podemos ser felices sin falsas ilusiones?
Al parecer, en toda relación amorosa llega un momento en que a la mujer le irrita que su amante sea demasiado feliz. Por supuesto, ella sabe que es la causa de que él sea feliz. Y sabe que es su placer, su trabajo incluso, lo que lo consigue. Pero finalmente llega a la conclusión de que, de algún modo, el hijo de puta se está aprovechando. Sobre todo si la mujer no está casada y el hombre sí. Porque entonces la relación es una solución al problema de él, pero no resuelve los de ella.
Y llega un momento en que uno de los dos necesita una pelea antes de hacer el amor. Janelle había alcanzado esta etapa. Yo normalmente conseguía eludirla, pero a veces también tenía ganas de pelea; normalmente, cuando ella se enfadaba porque yo estaba casado y no le hacía ninguna promesa de compromiso permanente.
Estábamos en su casa de Malibú después del cine. Era tarde. Desde nuestro dormitorio se veía el océano, sobre el que había una larga mancha de luz lunar que era como un mechón de cabello rubio.
– Vamos a la cama -dije.
Estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella. Siempre estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella.
– Por Dios, hombre -dijo ella-. Siempre quieres joder.
– No -dije yo-. Quiero hacer el amor contigo.
Tan sentimental me había vuelto.
Me miró con frialdad, pero sus ojos marrones relampagueaban de cólera.
– Tú y tu maldita inocencia -dijo-. Eres un leproso sin campanilla.
– Graham Greene -dije.
– Vete a la mierda -dijo ella, pero se echó a reír.
Y lo que había llevado a todo esto era que yo nunca mentía. Y ella quería que mintiese. Quería que le soltase todas las bobadas que dicen los hombres casados a las chicas con las que se acuestan. Como, por ejemplo, «mi mujer y yo vamos a divorciarnos». Como «mi mujer y yo llevamos años sin joder». Como «mi mujer y yo dormimos separados». Como «mi mujer y yo hemos llegado a un acuerdo». Como «mi mujer y yo no somos felices juntos». Puesto que, en mi caso, ninguna de estas cosas era cierta, no las decía. Yo amaba a mi mujer, compartíamos el mismo dormitorio, teníamos relaciones sexuales, éramos felices. Tenía lo mejor de ambos mundos y no estaba dispuesto a perderlo. Tanto peor para mí.
En una ocasión, Janelle dijo riéndose que ella estaba muy bien para un rato. Así que fue y llenó la bañera de agua caliente. Siempre nos bañábamos juntos antes de acostarnos. Ella me lavaba a mí y yo la lavaba a ella y jugábamos un poco y luego salíamos y nos secábamos uno a otro con grandes toallas. Luego, nos abrazábamos desnudos entre las sábanas.
Pero esta vez ella encendió un cigarrillo antes de acostarse. Era una señal de peligro. Quería pelea. Se había derramado de su bolso un tubo de píldoras energéticas y esto me había fastidiado, así que yo también estaba un poco predispuesto. Ya no me sentía tan amoroso. El ver el tubo de píldoras energéticas había destapado todo un mundo de fantasías. Ahora que sabía que era amante de otra mujer, ahora que sabía que se acostaba con otros hombres cuando yo volvía con mi familia a Nueva York, yo no la amaba tanto, y las píldoras energéticas me hicieron pensar que las necesitaba para hacer el amor conmigo porque andaba jodiendo con otra gente. Así que se me quitaron las ganas. Ella lo advirtió.
– No sabía que leyeras a Graham Greene -dije-. Eso del leproso sin campanilla está muy bien. Lo reservaste para mí, ¿eh?
Fijó sus ojos marrones en el humo del cigarrillo. Tenía el rubio pelo suelto sobre su rostro delicadamente bello.
– Es verdad, sabes -dijo-. Tú puedes irte a casa y joder con tu mujer y vale. Pero si yo tengo otros amantes, me consideras una puta. Ya no me quieres.
– Aún te quiero -dije.
– No me quieres tanto -dijo.
– Te quiero lo bastante como para querer hacer el amor contigo y no sólo joderte.