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¿Por qué me afectaba así la muerte de mi hermano? Era muy simple, muy normal, supongo. Pero era un individuo verdaderamente virtuoso. Y no se me ocurre ninguna otra persona que haya conocido en este mundo de la que pueda decir lo mismo.

Me habló a veces de los combates que tenía que librar en su trabajo contra las presiones administrativas y la corrupción, los intentos de suavizar los informes sobre los aditivos que, según demostraban sus pruebas, eran peligrosos. Siempre se negó a ceder a estas presiones. Pero las cosas que contaba nunca eran como esas historias aburridas que cuentan algunos de cómo se niegan a dejarse corromper. Porque él lo explicaba sin indignación, con total indiferencia. No le sorprendía desagradablemente que hombres ricos insistiesen en envenenar a sus semejantes para obtener beneficios. Tampoco le sorprendía nunca agradablemente el ser capaz de mantenerse firme frente a la corrupción; él siempre dejaba muy patente que no se sentía obligado a luchar por lo justo.

Y no tenía ningún delirio de grandeza respecto a lo magnífica que era su lucha. Podrían perfectamente eludirle. Recordaba yo las historias que me contó de cómo otros químicos del departamento hacían pruebas oficiales y daban informes favorables. Pero mi hermano nunca lo hizo. Siempre se reía cuando me contaba tales historias. Sabía que el mundo estaba corrompido. Sabía que su propia virtud carecía de valor. No la ensalzaba.

Él simplemente se negaba a ceder. Lo mismo que un hombre se niega a ceder un ojo, una pierna; si él hubiese sido Adán, se habría negado a ceder una costilla. O eso parecía. Y era así en todo. Yo sabía que él nunca había sido infiel a su mujer, aunque era realmente un hombre guapo y el ver a una chica guapa le hacía sonreír con placer; y él pocas veces sonreía. Amaba la inteligencia en el hombre y en la mujer. Sin embargo, tampoco esto le seducía como seduce a tantos. Jamás aceptó dinero ni favores. Nunca pedía piedad a sus sentimientos o a su destino. Sin embargo, jamás juzgaba a los demás, al menos exteriormente. Hablaba muy poco, escuchaba siempre, porque ése era su placer. Exigía un mínimo muy limitado a la vida.

Y, demonios, lo que me destroza el corazón ahora es que recuerdo que aun de niño era virtuoso. Jamás hacía trampas en un partido, jamás robó en una tienda, nunca engañó a una chica. Nunca presumía ni mentía. Yo envidiaba su pureza entonces y la envidio ahora.

Y murió. Una vida trágica y derrotada, según parecía, y yo envidiaba su vida. Por primera vez, comprendí el consuelo que la gente halla en la religión, esas personas que creen en un dios justo. Mucho me hubiese confortado creer entonces que a mi hermano no iba a negársele su justa recompensa, pero sabía que todo aquello era cuento. Yo estaba vivo. Oh, que yo estuviese vivo, y fuese rico y famoso, y gozase de todos los placeres de la carne en este mundo; que yo fuese quien triunfaba sin aproximarme siquiera a ser el hombre que era él, y sin embargo tuviera que morir él tan ignominiosamente.

Cenizas, cenizas, cenizas; lloré como nunca había llorado por mi padre perdido y mi madre perdida, por amores perdidos y por todas y cada una de las demás derrotas.

Y así, al menos, tuve la decencia de sentir angustia ante su muerte.

Decidme, cualquiera: ¿por qué tiene que ser así todo? Me resulta insoportable mirar la cara de mi hermano muerto. ¿Por qué no era yo el que estaba tendido en aquel ataúd, por qué no me arrastraban a mí los diablos del infierno? Nunca había visto la cara de mi hermano tan firme, tan equilibrada, tan serena; pero estaba gris, como empolvada con polvo de granito. Y luego llegaron sus cinco hijos, vestidos de luto, y se arrodillaron junto al ataúd para decir sus últimas oraciones. Yo sentí que se me destrozaba el corazón. Las lágrimas brotaban contra mi voluntad. Salí de allí.

Pero, ay, la angustia no es tan importante como para perdurar. Al salir al aire fresco, me di cuenta de que yo estaba vivo. Que cenaría bien al día siguiente, que en su momento tendría de nuevo entre mis brazos a una mujer amante, escribiría una historia y pasearía por la playa. Sólo aquellos a quienes más amamos pueden causar nuestra muerte, y sólo de ellos debemos preocuparnos. Nuestros enemigos jamás podrán hacernos daño. Y en el meollo de la virtud de mi hermano estaba el hecho de que él no temía ni a sus enemigos ni a aquellos a los que amaba. Tanto peor para él. La virtud es su propia recompensa y los que mueren son tontos.

Pero después, semanas más tarde, oí otras historias. Cómo al principio de su matrimonio, cuando su mujer se puso muy enferma, él había ido a casa de los suegros llorando y suplicando dinero para poder curar a su mujer. Cómo, cuando llegó el ataque final al corazón y su mujer intentó hacerle la respiración boca a boca, él la apartó cansinamente unos momentos antes de morir. Pero, ¿qué significado tenía en realidad aquel gesto final? ¿Que la vida se había hecho demasiado pesada para él, que le resultaba demasiado duro soportar su virtud? Recordé por un instante otra vez a Jordan, ¿también él era un nombre virtuoso?

Los elogios fúnebres que se hacen de los suicidas suelen condenar al mundo y reprocharle la muerte de éstos. Pero pudiera ser que aquellos que se matan crean que no hay culpa alguna, en ninguna parte, que algunos organismos deben morir. Y quizás lo vean más claramente que sus atribulados amantes y amigos…

Pero, sin duda, todo esto era demasiado peligroso. Extinguí mi dolor y mi razón y enarbolé todos mis pecados como escudo. Pecaría, tendría cuidado y viviría eternamente.

LIBRO SÉPTIMO

45

Una semana después, llamé a Janelle para darle las gracias por llevarme al avión. Me contestó la voz de su contestador automático, disfrazada con acento francés, pidiéndome que dejase el recado.

Cuando hablé, surgió su verdadera voz.

– ¿De quién te escondes? -le pregunté.

Janelle se echó a reír.

– Si supieras cómo sonaba tu voz -dijo-. Tan amarga…

Me eché a reír también.

– Me escondía de tu amigo Osano -dijo-. No deja de llamarme.

Sentí algo desagradable en el estómago. No me sorprendía. Pero apreciaba mucho a Osano y él sabía lo que yo sentía por Janelle. Me fastidiaba la idea de que él me hiciese aquello. Y luego, en realidad, no me importaba nada. Ya no era importante.

– Quizá sólo quisiera saber dónde estoy -dije.

– No -dijo Janelle-. Después de que te dejé en el avión, le llamé y le conté lo que había pasado. Estaba preocupado por ti, pero le dije que estabas perfectamente. ¿Lo estás?

– Sí -dije.

No me preguntó nada de lo que había pasado al llegar a casa. Me gustó este detalle. Porque ella sabía que no me agradaba hablar de ello. Y yo sabía que jamás le contaría a Osano lo que había pasado la mañana en que recibí la noticia de la muerte de Artie, cómo me había desmoronado.

Intenté actuar fríamente.

– ¿Por qué te ocultas de él? Cuando estuvimos juntos te encantó su compañía en la cena. Creí que aprovecharías la oportunidad de volver a verle.

Hubo una pausa al otro lado, y luego oí una voz que indicaba que estaba furiosa. Su tono se volvió muy sereno. Las palabras muy precisas. Como si estuviese tensando un arco para lanzarme las palabras como flechas.

– Eso es verdad -dijo-, y la primera vez que llamó me encantó y salimos juntos a cenar. Lo pasamos muy bien.

Incrédulo ante la respuesta que me daba, dije, movido por un resto de celos:

– ¿Te fuiste a la cama con él?

Se produjo de nuevo la pausa. Casi pude oír el chasquido del arco al lanzar la flecha.

– Sí -dijo.

Ninguno de los dos añadió nada. Me sentía muy mal, pero teníamos nuestras reglas. Ya no podíamos hacernos reproches. Sólo tomar venganza.

Vil, pero maquinalmente, dije: