Janelle nos presentó. Indicó que era el propietario del coche. Admiré el coche y él dijo que admiraba muchísimo mi libro y que estaba deseando ver la película. Janelle explicó algo de su trabajo en unos estudios, en un puesto ejecutivo. Quería que yo supiese que no estaba saliendo simplemente con un chico rico que tenía un Rolls Royce, sino que aquello formaba parte de su vida profesional en el cine.
– ¿Cómo bajaste hasta aquí? -dijo Janelle-. No me digas que por fin conduces.
– No -dije-. Tomé un taxi.
– ¿Y cómo es que haces cola? -dijo Janelle.
La miré y dije que yo no tenía hermosas amistades con tarjetas de la Academia para poder pasar.
Se dio cuenta de que bromeaba. Siempre que íbamos al cine ella utilizaba su tarjeta de la Academia para pasar.
– Tú no utilizarías esa tarjeta aunque la tuvieses -dijo.
Luego se volvió a su amigo y dijo:
– Ése es el tipo de droga en que está él.
Pero había en su voz un leve matiz de orgullo. Le encantaba que yo no hiciese cosas así, aunque ella las hiciese.
Me di cuenta de que Janelle estaba conmovida, le daba pena que yo tuviese que coger un taxi para ir al cine solo, y me viese obligado a esperar en la cola como un palurdo. Estaba edificando un escenario romántico. Yo era su marido, desolado y hundido, que miraba por la ventana y veía a su antigua esposa y a sus hijos felices con un nuevo marido. Había lágrimas en sus ojos castaños con motas doradas.
Yo sabía que tenía la mejor mano. Aquel tipo guapo del Rolls Royce no sabía que iba a perder. Pero me puse a trabajar con él. Le metí en conversación sobre su trabajo y empezó a parlotear. Fingí mucho interés y él se enrolló con los cuentos habituales de Hollywood, y advertí que Janelle se ponía nerviosa e irritable. Ella sabía que era un imbécil, pero no quería que lo supiera yo. Y luego empecé a admirar su Rolls Royce, y el tipo realmente se animó. En cinco minutos, supe más de un Rolls Royce de lo que quería saber. Seguí admirando el coche y luego utilicé el viejo chiste de Doran que Janelle sabía y lo repetí palabra por palabra. Primero hice que el tipo me dijera cuánto costaba y luego dije:
– Por ese dinero debe volar y todo.
A Janelle le fastidiaba aquel chiste.
Pero el tipo se rió y dijo que tenía mucha gracia.
Janelle se ruborizó. Me miró y entonces vi que la cola se movía y que tenía que ocupar mi puesto. Dije al tipo que me alegraba mucho de conocerle y a Janelle que era muy agradable volver a verla.
Dos horas y media después, salí del cine y vi el Mercedes de Janelle aparcado enfrente. Entré.
– Hola, Janelle -dije-. ¿Cómo te libraste de él?
– Eres un hijo de puta -dijo ella.
Me eché a reír y le di un beso. Fuimos a mi hotel y pasamos allí la noche.
Estuvo muy cariñosa aquella noche. En una ocasión, me preguntó:
– ¿Sabías que volvería a por ti?
– Sí -dije yo.
– Cabrón -dijo ella.
Fue una noche maravillosa; pero por la mañana era como si nada hubiese sucedido. Nos despedimos.
Me preguntó cuántos días estaría en la ciudad. Le dije que tres días más y que luego volvería a Nueva York.
– ¿Me llamarás? -dijo.
Dije que no creía que tuviese tiempo.
– No para vernos, sólo llámame -dijo.
– Lo haré -dije yo.
Lo hice, pero ella no estaba. Me contestó su máquina de acento francés. Dejé recado y volví a Nueva York.
En realidad, la última vez que vi a Janelle fue un accidente. Estaba en mi suite del Hotel Beverly Hills, me quedaba una hora antes de irme a cenar con unos amigos y no pude resistir el impulso de llamarla. Ella aceptó verme para tomar un trago en el bar La Dolce Vita, que quedaba sólo a cinco minutos del hotel. Bajé inmediatamente y ella llegó al cabo de unos minutos. Nos sentamos en la barra y tomamos un trago y charlamos despreocupadamente, como si fuésemos sólo conocidos. Se giró en el taburete para que el camarero le diera fuego, y al hacerlo me pegó con el pie ligeramente en la pierna, ni siquiera lo bastante para ensuciarme los pantalones, y dijo:
– Oh, perdona.
Por alguna razón, esto me destrozó el corazón. Cuando ella alzó los ojos después de haber encendido el cigarrillo, dije:
– No hagas eso.
Y pude ver lágrimas en sus ojos.
Figuraba en la literatura sobre las rupturas, los últimos momentos tiernos de sentimiento, los últimos temblores de un palpitar agonizante, el último rubor de una mejilla rosada antes de la muerte: entonces no lo pensé así.
Nos dimos la mano, dejamos el bar y fuimos a mi suite. Llamé a mis amigos para cancelar mi cita. Janelle y yo cenamos en la suite. Yo me tumbé en el sofá y ella adoptó su postura favorita, sentada sobre las piernas y el cuerpo apoyado en el mío de modo que estuviésemos siempre en contacto. De ese modo, podía bajar la vista hacia mi cara y mirarme a los ojos y ver si la mentía. Ella aún creía poder leer la cara de la gente. Pero también desde mi posición, mirando hacia arriba, podía yo ver el perfil delicioso que formaba su cuello al enlazar con la barbilla y la perfecta triangulación de su rostro.
Estuvimos así un rato y luego, mirándome fijamente a los ojos, dijo:
– ¿Aún me quieres?
– No -dije-, pero me resulta doloroso estar sin ti.
Ella guardó silencio un rato y repitió con un extraño énfasis:
– Hablo en serio, de veras, ¿aún me quieres?
Y entonces dije muy en serio:
– Por supuesto -y era verdad, pero lo dije de tal modo que indicaba que, aunque la amaba, daba igual; que no podríamos volver a ser los mismos nunca, y que no volvería a estar a su merced, y vi que ella lo captaba de inmediato.
– ¿Por qué lo dices de ese modo? -dijo ella-. ¿Aún no me has perdonado las peleas que tuvimos?
– Te lo perdono todo -dije-, excepto que te acostaras con Osano.
– Pero si eso no significó nada -dijo-. Sólo me fui a la cama con él y nada más. Realmente no significó nada.
– Me da igual -dije-. Nunca te lo perdonaré.
Ella lo pensó de nuevo y fue a por otro vaso de vino, y después de beber un poco, nos acostamos. La magia de su carne aún tenía su poder. Me pregunté si el romanticismo estúpido y las historias de amor no tendrían una base científica, me pregunté si no podría ser cierto el que una persona se encuentre con otra persona del sexo opuesto que tenga unas células similares y que unas y otras se comuniquen y reaccionen entre sí favorablemente. Pensé que quizás no tuviese nada que ver con el poder o la clase o la inteligencia, con la virtud o el pecado, que fuese sólo una reacción científica de células similares y que entonces sería fácil entender la magia de la cama.
Estábamos desnudos en la cama, haciendo el amor, cuando de pronto Janelle se incorporó y se apartó de mí.
– Tengo que irme a casa -dijo.
No era uno de sus actos deliberados de castigo. Comprendí que le resultaba insoportable seguir allí. Su cuerpo parecía arrugarse, sus pechos se hacían más lisos, su rostro enflaquecía con la tensión como si hubiese sufrido un golpe terrible, y me miró directamente a los ojos sin la menor tentativa de disculparse o excusarse, sin ningún propósito de tranquilizar mi yo herido. Dijo de nuevo con la misma sencillez de antes:
– Tengo que irme a casa.
No me atreví a tocarla para tranquilizarla. Empecé a vestirme y dije:
– De acuerdo. Entiendo. Bajaré contigo hasta el coche.
– No -dijo ella; ya estaba vestida-. No tienes por qué hacerlo.
Y me di cuenta de que ella no podía soportar estar conmigo, que quería perderme de vista. La dejé irse. No nos dimos siquiera un beso de despedida. Intentó sonreírme antes de volverse, pero no pudo.
Cerré la puerta, eché el pestillo y me metí en la cama. Pese al hecho de que había quedado interrumpido todo a la mitad, descubrí que no me quedaba ninguna excitación sexual. La repulsión que ella sentía por mí había matado todo deseo, pero mi ego no se sentía herido. Creía comprender realmente lo que había ocurrido, y me sentía tan aliviado como ella. Caí dormido casi de inmediato, sin sueño; hacía muchos años que no dormía tan bien.