– Con las mujeres tú no tienes un porcentaje a tu favor -decía Gronevelt-. Y uno nunca debe prescindir del porcentaje.
Y así Cully pensó: bueno, quizás no con Gronevelt, pero hay muchos otros peces gordos en la ciudad a los que Charlie podría enganchar.
Al principio había pensado que era la falta de experiencia técnica de la chica. Después de todo, era muy joven y no era ninguna especialista. Pero en los últimos meses, le había enseñado unas cuantas cosas y la chica se desenvolvía mucho mejor que al principio. No había duda. En fin, no podía enganchar a Gronevelt, lo cual habría sido ideal para todos ellos, y ahora tendría que utilizarla de un modo más general. Así pues, en los meses siguientes, Cully se dedicó a conectarla. Le preparó citas de fin de semana con los tipos más importantes que aparecieron por Las Vegas, le enseñó a no aceptar dinero de ellos y a no irse siempre con ellos a la cama. Le explicó su razonamiento:
– Tienes que buscar sólo la gran ocasión. Alguien que se enamore de ti y que te dé gran cantidad de dinero y te compre muchos regalos. Pero no lo harán si creen que pueden soltarte un par de billetes de cien sólo por joderte. Tienes que jugar tus cartas con mucha habilidad. De hecho, a veces puede ser mucho mejor no joder con ellos la primera noche. Como en los viejos tiempos. Pero si lo haces, tienes que hacer ver que lo has hecho porque te subyugaron.
A Cully no le sorprendió el que Charlie aceptase hacer cuanto le decía. Ya la primera noche había detectado el masoquismo que es tan frecuente en las mujeres guapas.
Estaba familiarizado con él. La falta de sentido de la dignidad y del propio valor, el deseo de complacer a alguien que creía que se interesaba realmente por ella. Era, por supuesto, un truco de chulo, y Cully no era un chulo, pero hacía esto por el bien de ella.
Charlie Brown tenía otra virtud. Cully nunca había visto a nadie que comiese tanto como ella. La primera vez que no se reprimió comiendo, dejó a Cully asombrado. Se comió un filete con patatas cocidas, una langosta con patatas fritas, pastel, helado. Después ayudó a limpiar la bandeja de Cully. Se dedicó luego a exhibir sus cualidades como comedora, y algunos hombres, algunos de los peces gordos, se sentían orgullosos de esta cualidad suya. Les encantaba llevarla a cenar y verla comer enormes cantidades de comida, lo cual nunca parecía embarazarla, ni disminuía su hambre ni añadía jamás un centímetro de grasa a su silueta.
Charlie compró un coche, algunos caballos para montar; compró la casa en la que tenía alquilado el apartamento y le dio a Cully dinero para que se lo ingresara en el banco. Cully abrió una cuenta especial. Tenía un asesor fiscal sólo para los asuntos de ella. La incluyó en la nómina del casino del hotel para que pudiese demostrar una fuente de ingresos. Jamás tocó un céntimo del dinero de ella. Pero en unos cuantos años, ella se acostó con todos los encargados de los casinos importantes de Las Vegas y con algunos propietarios de hotel. Se jodió a peces gordos de Texas, Nueva York y California, y Cully estaba pensando en la posibilidad de echársela a Fummiro. Pero cuando se lo sugirió a Gronevelt, éste, sin darle ninguna razón, dijo:
– No, no, Fummiro no.
Cully le preguntó por qué, y Gronevelt le dijo:
– Hay algo raro en esa chica. No la arriesgues con los verdaderos peces gordos.
Cully aceptó esta opinión.
Pero el mejor golpe que consiguió Cully con Charlie Brown fue el juez Brianca, el juez federal de Las Vegas. Cully preparó el encuentro. Charlie esperaría en una de las habitaciones del hotel, el juez entraría por la entrada trasera de la suite de Cully y pasaría a la habitación de Charlie. El juez Brianca acudía fielmente todas las semanas. Y cuando Cully empezó a pedirle favores, ambos supieron cuál iba a ser el precio.
Repitió este sistema con un miembro de la comisión de juego y fueron las cualidades especiales de Charlie las que lograron todo eso. Su encantadora inocencia, su cuerpo maravilloso. Era muy curioso. El juez Brianca se la llevaba en sus viajes de vacaciones a pescar. Algunos de los banqueros se la llevaron en viajes de negocios para joder con ella cuando no estaban ocupados. Cuando estaban ocupados, ella se iba de compras; cuando estaban calientes, jodían con ella. Ella no necesitaba que la galanteasen con palabras tiernas, y sólo admitía dinero para las compras. Tenía la habilidad de hacerles creer que estaba enamorada de ellos, que le parecía maravilloso estar con ellos y hacer el amor con ellos, y esto sin pedir nada a cambio. Lo único que tenían que hacer era llamarla o llamar a Cully.
El único problema de Charlie era que en casa era muy desordenada. Por entonces, su amiga Sarah se había trasladado de Salt Lake City a su apartamento, y Cully la había «conectado» también después de un período de adiestramiento. A veces, cuando iba a su apartamento, se enfadaba por el desorden reinante, y una mañana se enfureció tanto después de ver la cocina que las sacó a patadas de la cama, las hizo lavar y limpiar los cacharros del fregadero y poner cortinas nuevas. Lo hicieron a regañadientes, pero cuando las sacó a cenar estuvieron tan afectuosas que pasaron la noche los tres juntos en el apartamento de él.
Charlie Brown era la chica soñada de Las Vegas, y luego, al final, cuando Cully más la necesitaba, desapareció con Osano. Cully nunca comprendió esto. Cuando volvió parecía la misma, pero Cully sabía que si Osano volvía a llamarla alguna vez, ella dejaría Las Vegas.
Cully fue durante mucho tiempo la mano derecha devota y leal de Gronevelt. Luego, empezó a pensar en sustituirle.
La semilla de la traición quedó sembrada en la mente de Cully cuando le hicieron comprar diez acciones del Hotel Xanadú y su casino.
Le citaron en la suite de Gronevelt y allí conoció a Johnny Santadio. Santadio era un hombre de unos cuarenta años, sobria pero elegantemente vestido, al estilo inglés. Tenía un aire seco y militar. Se había pasado cuatro años en West Point. Su padre, uno de los grandes dirigentes de la mafia de Nueva York, utilizó sus relaciones políticas para asegurar a su hijo el ingreso en la academia militar.
Padre e hijo eran patriotas. Hasta que el padre se vio obligado a ocultarse para evitar una citación del congreso. El FBI le presionó entonces reteniendo a su hijo Johnny como rehén y comunicándole que acosarían al hijo hasta que el padre se entregase. El viejo Santadio se entregó y compareció ante un comité del congreso, pero entonces Johnny Santadio dejó West Point.
Johnny Santadio jamás había sido condenado por ningún delito. Nunca le habían detenido. Pero el mero hecho de ser hijo de quien era bastaba para que le negasen permiso para adquirir acciones del Hotel Xanadú. Se lo impedía la comisión de juego de Nevada.
A Cully le impresionó Johnny Santadio. Era tranquilo, hablaba bien y podría haber pasado incluso por ex alumno de una universidad distinguida, vástago de una vieja familia yanqui. Ni siquiera parecía italiano. Estaban los tres solos en la habitación y Gronevelt inició la conversación diciéndole a Cully.
– ¿Te gustaría tener algunas acciones del hotel?
– Claro -dijo Cully-. Te daré mi marcador.
Johnny Santadio sonrió. Era una sonrisa suave, dulce casi.
– Por lo que me ha dicho Gronevelt de ti -dijo Santadio-, tienes tan buen carácter que yo aportaré el dinero de tus acciones.
Cully entendió inmediatamente. Haría de testaferro de Santadio.
– Por mí vale -dijo Cully.
– ¿Estás lo bastante limpio para conseguir el permiso de la comisión de juego? -dijo Santadio.
– Claro -dijo Cully-. A menos que tengan una ley que prohíba tirarse tías.
Esta vez Santadio no sonrió. Se limitó a esperar a que Cully acabase de hablar y luego dijo:
– Yo te prestaré dinero para las acciones. Firmarás una nota por lo que yo aporte. La nota dirá que tienes que pagar el seis por ciento de interés y lo pagarás. Pero te doy mi palabra de que no perderás nada pagando ese interés. ¿Lo entiendes?