Una semana después, Gronevelt llamó a Cully a su oficina.
– Tengo el informe del médico -dijo-. Me aconseja que me retire. Pero antes de hacerlo quiero probar una cosa. He dicho a mi banco que pongan un millón de dólares en mi cuenta corriente, y voy a probar suerte en las otras mesas de la ciudad. Me gustaría que vinieras conmigo y me acompañaras hasta que me quedase sin nada o doblase el millón.
Cully no podía creerlo.
– ¿Vas a ir contra el porcentaje? -dijo.
– Me gustaría probar una vez más -dijo Gronevelt-. Yo de joven fui un gran jugador. Si alguien puede con el porcentaje, yo también puedo. Y si yo no puedo con el porcentaje, nadie puede. Lo pasaremos muy bien, y puedo permitirme gastar ese millón de pavos.
Cully estaba atónito. La fe de Gronevelt en el porcentaje había sido algo inquebrantable desde que le conocía. Cully recordaba un período de la historia del Hotel Xanadú en que durante tres meses seguidos las tres mesas de dados del casino habían perdido dinero todas las noches. Los jugadores estaban haciéndose ricos. Cully estaba seguro de que pasaba algo. Había despedido a todo el personal del sector de dados. Gronevelt había hecho analizar por unos laboratorios científicos todos los dados. De nada sirvió. Cully y el encargado del casino estaban seguros de que había alguien que tenía un nuevo instrumento científico para controlar el movimiento de los dados. No podía haber otra explicación. Sólo Gronevelt mantuvo la calma.
– No hay que preocuparse -dijo-. El porcentaje funcionará.
Y desde luego, al cabo de tres meses, los dados rodaron con la misma insistencia a favor de la casa. El sector de dados ganó en todas las mesas todas las noches durante tres meses. A fin de año, estaban igualadas las cosas. Gronevelt, tomando un trago para celebrarlo con Cully, le había dicho:
– Puedes perder la fe en todo, en la religión y en Dios, en las mujeres y en el amor, en el bien y en el mal, en la paz y en la guerra. En lo que quieras. Pero el porcentaje siempre responderá.
Durante la semana siguiente, mientras Gronevelt jugaba, Cully pensaba constantemente en esto. No había visto jugar a nadie tan bien como jugaba Gronevelt. En la mesa de dados hacía todas las puestas que reducían el porcentaje de la casa. Parecía adivinar el flujo y el reflujo de la suerte. Cuando los dados se enfriaban, cambiaba. Cuando los dados se calentaban, presionaba hasta el límite. En la mesa de bacarrá era capaz de oler cuándo el «zapato» iría a banca y cuando iría a jugador y obraba en consecuencia. En el veintiuno, bajaba sus puestas a cinco dólares cuando el tallador tenía una racha de suerte y las elevaba hasta el límite en el caso inverso.
A mediados de semana, Gronevelt ganaba quinientos mil dólares. A final de semana ganaba seiscientos mil. Y así siguió, con Cully a su lado. Cenaban juntos y sólo jugaban hasta medianoche. Gronevelt decía que había que estar en buena forma para jugar. Uno no podía excederse. Tenías que dormir el tiempo necesario. Había que vigilar la dieta y joder sólo una vez cada tres o cuatro noches.
Hacia la mitad de la segunda semana, Gronevelt, pese a toda su habilidad, empezó a perder. Los porcentajes le aplastaban. Y al final de la segunda semana había perdido su millón de dólares. Cuando hizo su última puesta y perdió, se volvió a Cully y le sonrió. Parecía muy satisfecho. Lo que a Cully le pareció mala señal.
– Es la única forma de vivir -dijo Gronevelt-. Hay que vivir yendo con el porcentaje. Si no, la vida no merece la pena. Nunca lo olvides -insistió-. Hagas lo que hagas en la vida, utiliza al porcentaje como tu dios.
48
En mi último viaje a California para hacer la versión final del guión para TriCultura, me encontré con Osano en el vestíbulo del Hotel Beverly Hills. Me sorprendió tanto su aspecto físico que al principio no me di cuenta de que estaba con él Charlie Brown. Osano debía haber engordado unos doce kilos, y tenía una gran barriga que abultaba bajo la vieja chaqueta de tenis. Tenía la cara congestionada y salpicada de pequeñas manchas blancas de grasa. Los ojos verdes, tan chispeantes en otros tiempos, tenían ahora un tono desvaído, pálido, como grisáceo, y al caminar hacia mí me di cuenta de que aquel extraño contoneo de su paso se había agudizado.
Tomamos unas copas en el Polo Lounge. Charlie, como siempre, atraía las miradas de todos los hombres del local. Esto no era sólo por su belleza y por su cara inocente (había abundancia de ambas cosas en Beverly Hills), sino por algo que había en su atuendo, en su modo de caminar y de mirar alrededor que indicaba que era fácilmente accesible.
– Tengo un aspecto terrible, ¿verdad? -dijo Osano.
– Te he visto peor -dije yo.
– Demonios, también yo me he visto peor -dijo él-. Tú eres un cabrón con suerte, puedes comer lo que quieras y no engordas nada.
– Pero no soy tan bueno en eso como Charlie -dije.
Sonreí a Charlie y Charlie me sonrió.
– Cogemos el avión de la tarde -dijo Osano-. Eddie Lancer creía que podría conseguirme trabajo para hacer un guión, pero la cosa no resultó, así que me largo de aquí. Creo que iré a una clínica de adelgazamiento a ponerme en forma y a terminar mi novela.
– ¿Cómo va la novela? -pregunté.
– Magníficamente -dijo Osano-. Ya tengo dos mil páginas, sólo me faltan doscientas.
No supe qué decirle. Por entonces, él ya tenía fama de no cumplir sus compromisos con los directores de revistas y los editores, incluso tratándose de libros de ensayo. La novela era su última esperanza.
– Creo que deberías concentrarte exclusivamente en quinientas páginas -dije- y acabar de una vez ese libro. Eso resolvería todos tus problemas.
– Sí, tienes razón -dijo Osano-. Pero no puedo precipitarme. Esta novela es para mí el premio Nobel, muchacho. En cuanto la termine.
Miré a Charlie Brown para ver si le impresionaba, pero me dio la sensación de que ni siquiera sabía lo que era el premio Nobel.
– Es una suerte tener un editor así -le dije a Osano-. Llevan esperando diez años ese libro.
Osano se echó a reír.
– Sí, son los editores con más clase de Norteamérica. Me han adelantado cien grandes y no han visto una página. Tienen auténtica clase. No son como todos esos mierdas del cine.
– Volveré a Nueva York de aquí a una semana -dije-. Te llamaré cuando llegue y a ver si cenamos juntos. ¿Cuál es tu número de teléfono?
– El mismo -dijo Osano.
– Pues llamé allí y no contesta nunca nadie -dije.
– Sí -dijo Osano-. Es que estuve en México trabajando en mi libro. Comiendo esas alubias con crepas, que llaman tacos. Por eso estoy tan gordo. Charlie Brown no engordó ni un gramo y comió diez veces más que yo.
Le dio una palmada y un pellizco a Charlie Brown en el hombro.
– Charlie Brown -añadió-, si mueres antes que yo, pediré que te hagan la autopsia para descubrir cómo consigues estar tan flaca.
Ella me sonrió.
– Eso me recuerda que tengo hambre -dijo.
Entonces, sólo por animar un poco las cosas, pedí de comer para los tres. Yo tomé una ensalada sencilla y Osano una tortilla francesa y Charlie Brown pidió una hamburguesa con patatas fritas, un filete con verdura, una ensalada, y de postre un helado de tres pisos coronado de piña. Osano y yo gozábamos contemplando a la gente que miraba comer a Charlie. No podían creerlo. Un par de tipos que había al lado, comentaban en voz alta, con el propósito de atraer nuestra atención para tener una excusa y poder ligarse a Charlie. Pero Osano y Charlie les ignoraron.
Pagué la cuenta y al irme le prometí a Osano llamarle en cuanto llegase a Nueva York.
– Sería magnífico -dijo Osano-. He aceptado hablar en esa convención feminista del mes que viene, y necesitaré que me prestes un poco de apoyo moral tú, Merlyn. ¿Qué te parece si cenamos juntos esa noche y luego vamos a la convención?
Dudé un momento. No me interesaba en realidad ningún tipo de convención, y además me preocupaba un poco el que Osano se metiera en líos y yo tuviese que sacarle de ellos. Pero le dije que de acuerdo, que iría.