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– ¿Por qué no publicas el discurso -le dije- para que se enteren? La revista Esquire lo aceptaría, ¿no crees?

– Claro -respondió Osano-. Es posible que cuando me instale en la clínica trabaje sobre él y lo revise para publicarlo.

Acabé pasando una semana entera con Osano en la clínica de la Duke University. En esa semana vi más gordos, y estoy hablando de individuos de ciento a ciento cuarenta kilos, que en toda mi vida. Desde aquella semana, no he vuelto a confiar nunca en una chica que lleve capa, porque todas las gordas que pasan de los ochenta kilos se creen que pueden ocultarlo envolviéndose en una especie de manta mexicana o en un capote de gendarme francés. Lo que realmente parecían aquellas amenazantes masas bajando por la calle era odiosos y atiborrados Supermanes o Zorros.

El centro médico de la Duke University no era, en modo alguno, un centro de adelgazamiento de orientación cosmética. Lo que se proponía era curar en serio el daño que pudiese hacer al organismo un largo período de gordura excesiva. Se hacían a los clientes todo tipo de análisis, pruebas y radiografías. En fin, yo me quedé con Osano y me cercioré de que iba a los restaurantes donde servían la dieta de arroz.

Y me di cuenta por primera vez de la suerte que yo tenía. Por mucho que comiese, nunca engordaba un kilo. La primera semana fue algo que nunca olvidaré. Vi a tres chicas de ciento veinte kilos saltar de un trampolín. Luego, vi a un tipo que debía pesar doscientos kilos, al que tuvieron que bajar a la estación de ferrocarril para pesarle en la báscula. Había algo realmente triste en aquella inmensa masa que arrastraba los pies en el anochecer, como un elefante camino del cementerio, donde sabe seguro que va a morir.

Osano tenía una suite de varias habitaciones en el Hollyday Inn, cerca del edificio del centro médico de la universidad. Paraban allí muchos pacientes y se reunían para pasear o jugar a las cartas, o simplemente sentarse juntos a intentar iniciar una aventura amorosa. Había muchas críticas y chismorreos. Un chaval de cien kilos se había llevado a su chica de ciento cuarenta a Nueva Orleans a pasar el fin de semana. Desgraciadamente, los restaurantes de Nueva Orleans eran tan buenos que se pasaron dos días comiendo y volvieron con cinco kilos más. Lo que me pareció más curioso fue que esos cinco kilos se consideraron mayor pecado que su supuesta inmoralidad.

Luego, una noche, Osano y yo, a las cuatro de la madrugada, oímos los gritos de un hombre agonizando y despertamos sobresaltados. Tumbado en el césped, junto a las ventanas de nuestro dormitorio, estaba uno de los pacientes, un hombre que había conseguido al fin situarse en los ochenta kilos. Parecía que se estaba muriendo. Acudía gente, hasta que llegó un médico de la clínica. Se lo llevaron en una ambulancia. Al día siguiente nos enteramos de lo ocurrido. El paciente había vaciado todas las máquinas de chocolatinas del hotel. Contaron los envoltorios que había en el césped y eran ciento dieciséis. A nadie le pareció esto extraño, y el tipo se recuperó y siguió el tratamiento.

– Lo vas a pasar muy bien aquí -le dije a Osano-. Hay mucho material.

– No -dijo Osano-. Se puede escribir una tragedia sobre gente flaca, pero jamás podrás escribir una tragedia con los gordos. ¿Recuerdas lo popular que era la tuberculosis? Podías llorar pensando en Camille, pero, ¿cómo vas a poder llorar por ciento veinte kilos de grasa? Es trágico, pero no quedaría bien. El arte tiene sus limitaciones.

Al día siguiente, era el último día de los análisis y pruebas de Osano y yo pensaba regresar en avión aquella noche. Osano se había portado muy bien. Había mantenido rigurosamente la dieta de arroz y estaba muy contento de que yo me hubiese quedado a hacerle compañía. Cuando él se fue al centro médico a por los resultados de los análisis, yo hice las maletas y esperé a que volviese al hotel. Tardó cuatro horas en aparecer. Estaba muy nervioso. Sus ojos verdes chispeaban con su viejo brillo y su viejo color.

– ¿Todo bien? -le dije.

– Como Dios -dijo Osano.

Por un segundo, no me inspiró confianza. Parecía demasiado bien, demasiado feliz.

– Todo perfectamente, no podría ser mejor. Puedes volver a casa esta noche y he de decirte que eres un verdadero amigo. Nadie haría lo que hiciste tú. Comer ese arroz día tras día, y, peor aún, ver a esas tías de ciento veinte kilos pasar al lado meneando el culo. Te perdono todos los pecados que hayas podido cometer contra mí.

Por un momento sus ojos se suavizaron, aunque con un tono de gran seriedad. Se pintó en su rostro una expresión amable.

– Te perdono -me dijo-. Recuérdalo, tienes tu tanto de culpa y quiero que lo sepas.

Luego hizo algo que muy pocas veces había hecho desde que nos conocíamos: darme un abrazo. Yo sabía que a él no le gustaba nada que le tocasen, salvo las mujeres, y que odiaba el sentimentalismo. Me sorprendió, pero no pregunté lo que quería decir con lo de que me perdonaba, porque Osano era muy listo. En realidad, no había conocido a nadie tan listo como él y, de algún modo, sabía la razón por la que yo no le había llamado para el trabajo del guión de los estudios TriCultura y de Jeff Wagon. Él me había perdonado y eso estaba muy bien, era muy propio de Osano. Era sin duda un gran hombre. El único problema era que yo aún no me había perdonado a mí mismo.

Dejé la Duke University aquella noche y volví a Nueva York.

Una semana después, me llamó Charlie Brown. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono. Tenía una voz dulce y suave, inocente, infantil.

– Merlyn, tienes que ayudarme -dijo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Osano está muriéndose, está en el hospital. Ven, por favor, ven.

50

Charlie había llevado ya a Osano al St. Vincent Hospital, así que quedé en ir allí. Cuando llegué, Osano estaba en una habitación particular, y Charlie le acompañaba sentada en la cama, de modo que Osano pudiese apoyarle la mano en el regazo. Charlie apoyaba su mano en el estómago de Osano, quien no estaba cubierto ni por las sábanas ni por la chaqueta del pijama. En realidad, el pijama del hospital de Osano estaba roto en pedazos en el suelo. Esa hazaña debía haberle puesto de buen humor porque estaba sentado en la cama y parecía muy contento. Y, desde luego, a mí no me dio tan mala impresión. En realidad, parecía algo más delgado y todo.

Eché un vistazo a la habitación. No había aparatos para transfusiones, ni enfermeras especiales de servicio permanente, y había visto en el pasillo que no se trataba, ni mucho menos, de una unidad de cuidados intensivos. Me sorprendió el gran alivio que sentí, pensé que Charlie había cometido un error y que Osano no estaba, en realidad, muriéndose.

– Hola, Merlyn -dijo Osano fríamente-. Debes ser un verdadero mago. ¿Cómo supiste que estaba aquí? Era un secreto.

No quise andar fingiendo, ni contarle cuentos, así que dije inmediatamente:

– Me lo dijo Charlie Brown.

Quizás ella hubiese quedado en no decirlo, pero yo no tenía ganas de mentir.

Charlie se limitó a sonreír al ver el ceño de Osano.

– Ya te dije que era una cosa sólo entre tú y yo. O sólo mía -le dijo Osano-. Según tú quisieses. Pero nadie más.

– Sé que querías que viniese Merlyn -dijo Charlie con aire ausente.

– De acuerdo -dijo él con un suspiro-. Has estado todo el día aquí, Charlie, ¿por qué no te vas al cine, o a echar un polvo, o a tomar un helado, o diez platos chinos? En fin, tómate la noche libre y ya nos veremos por la mañana.

– Bien, como quieras -dijo Charlie.

Se levantó de la cama. Se quedó de pie muy cerca de Osano y éste, con un movimiento que no era en realidad lascivo, como si estuviese recordándose a sí mismo cómo era aquello, le metió la mano por debajo del vestido y le acarició la parte interior de los muslos. Luego, ella inclinó la cabeza sobre la cama para besarlo.

En la cara de Osano, cuando su mano acarició aquella cálida piel bajo el vestido, asomó una expresión de paz y de satisfacción como si aquello le reafirmase en alguna creencia sagrada.