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– Me siento muy mal -dijo Janelle-. No sé lo que me pasa, pero estoy muy enferma.

Le dio su número y la dirección, y dejó caer el teléfono. Consiguió subirse a la cama y, sorprendentemente, de pronto se sintió mejor. Se avergonzaba casi de haber llamado, porque en realidad no le pasaba nada grave. Luego, sintió otro terrible golpe que pareció estremecer todo su cuerpo. Su visión disminuyó y se redujo a un foco único. De nuevo se quedó atónita sin poder creer lo que le estaba pasando. Apenas podía ver los extremos de la habitación. Recordó que Joel le había dado un poco de cocaína y que aún la tenía en el bolso y salió tambaleándose hasta la sala para deshacerse de ella, pero en mitad de la sala su cuerpo se estremeció de dolor. Se le aflojó el esfínter y, a través de la niebla de una semiinconsciencia, comprendió que se había hecho encima. Con un gran esfuerzo, se quitó las bragas, limpió el suelo, las metió bajo el sofá, y luego se dio cuenta de que llevaba los pendientes; no quería que nadie se los robase. Le llevó lo que parecía muchísimo tiempo quitárselos; luego entró tambaleándose en la cocina y los echó al fondo de la parte superior del armario, que estaba cubierta de polvo, donde nadie miraría nunca.

Aún estaba consciente cuando llegaron los del servicio médico, percibió más o menos que la examinaban y que uno de los médicos miraba en su bolso y encontraba la cocaína. Creyeron que se trataba de un caso de sobredosis. Uno de los recién llegados la interrogó.

– ¿Cuántas drogas ha tomado usted esta noche?

– Ninguna -dijo ella desafiante.

– Vamos -dijo el médico-, intentamos salvarle la vida.

Y fue esa frase lo que salvó realmente a Janelle. Pasó a interpretar un papel que había interpretado ya. Utilizó una frase que utilizaba siempre para burlarse de lo que otros estimaban en mucho.

– Oh, por favor -dijo.

El Oh, por favor con un tono despectivo para demostrar que el que le salvasen la vida era la menor de sus preocupaciones y, en realidad, algo que ni siquiera debía tomarse en consideración.

No se desmayó en el viaje en ambulancia, y percibió claramente que la metían en la cama de la blanca habitación del hospital, pero por entonces todo aquello no le estaba pasando a ella. Estaba pasándole a alguien que ella había creado y que no era verdad. Podía salirse de aquello siempre que quisiese. Ahora estaba segura. En aquel momento sintió otro terrible golpe y perdió el conocimiento.

Al día siguiente de Año Nuevo recibí una llamada de Alice. Me sorprendió un poco oír su voz. En realidad, no la reconocí hasta que me dijo su nombre. Lo primero que relampagueó en mi mente fue que Janelle necesitaba ayuda en algún sentido.

– Merlyn, pensé que te importaría saberlo -dijo Alice-. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero pensé que debía decirte lo que ha sucedido.

Hizo una pausa, su voz era vacilante. Yo no dije nada, así que siguió:

– Tengo malas noticias sobre Janelle. Está en el hospital. Tuvo un derrame cerebral.

No capté lo que me decía, o mi mente se limitó a rechazar los hechos. Los registró sólo como una enfermedad.

– ¿Cómo está? -pregunté-. ¿Fue muy grave?

De nuevo aquella pausa y luego Alice dijo:

– Vive mecánicamente. Los análisis no muestran ninguna actividad cerebral.

Yo estaba muy tranquilo, pero aun así no lo captaba realmente.

– ¿Quieres decir que va a morir? -dije-. ¿Es eso lo que me dices?

– No, no es eso lo que te digo -dijo Alice-. Quizá se recupere, quizá puedan mantenerla viva. Ha venido su familia y serán ellos los que tomen las decisiones. ¿Quieres venir? Puedes estar en mi casa.

– No -dije yo-. No puedo.

No podía realmente.

– ¿Me llamarás mañana y me dirás lo que sucede? -añadí-. Iré si puedo ayudar en algo, pero en otro caso no.

Hubo un largo silencio, y luego Alice dijo con voz quebrada:

– Merlyn, me senté a su lado y está tan guapa como si no le hubiese pasado nada. Le cogí una mano y estaba caliente. Parece como si estuviese durmiendo. Pero los médicos dicen que no le funciona el cerebro. Merlyn, ¿se equivocarán? ¿Podrá mejorar?

En aquel momento, tuve la seguridad de que todo era un error, de que Janelle se recuperaría. Cully había dicho una vez que un hombre podía convencerse de cualquier cosa que desease y eso fue lo que hice.

– Alice, a veces los médicos se equivocan. Puede mejorar. No hay que perder las esperanzas.

– Está bien -dijo Alice; ahora estaba llorando-. Oh, Merlyn, es tan terrible. Está allí en la cama tendida, durmiendo, como una princesa encantada, y yo sigo pensando que puede suceder algo mágico, que se pondrá bien. No soporto la idea de vivir sin ella. Y no puedo dejarla así. Ella no soportaría vivir de ese modo. Si ellos no quisieran poner fin a esto, yo lo haré. No la dejaré vivir así.

Oh, qué oportunidad tan magnífica de convertirme en un héroe. Una princesa de cuento de hadas muerta en un encantamiento, y Merlin el Mago que sabía cómo despertarla. Pero ni siquiera me ofrecí a ayudarla en su propósito.

– Hay que esperar y ver lo que pasa -dije-. Llámame, ¿de acuerdo?

– Bien -dijo Alice-. Simplemente pensé que te importaría saberlo. Pensé que quizás quisieras venir.

– En realidad, hace mucho tiempo que no la he visto ni hablado con ella -dije; luego recordé a Janelle preguntando: «¿Me negarías?» y yo diciendo entre risas: «Con todo el corazón».

– Te quería más que a ningún otro hombre -dijo Alice.

Pero no dijo «más que a nadie», pensé. Dejaba a las mujeres.

– Quizás se ponga bien -dije-. ¿Volverás a llamarme?

– Sí -dijo Alice.

Su voz estaba más calmada ya. Había empezado a percibir mi rechazo y esto la desconcertaba.

– Te llamaré en cuanto pase algo -dijo. Luego colgó.

Y yo me eché a reír. No sé por qué me reía, sencillamente me reía. No podía creerlo. Debía ser una de las bromas de Janelle. Era demasiado ofensivamente dramático, algo sobre lo que yo sabía que ella había fantaseado; sin duda había montado ella aquella pequeña comedia. Y sabía algo: nunca miraría su rostro vacío, su belleza abandonada por el cerebro que había tras ella. Nunca jamás contemplaría aquello, porque me volvería de piedra. No sentía ningún dolor, ninguna sensación de pérdida. Era demasiado cauto para eso. Demasiado astuto. Estuve paseando el resto del día, cavilando. De cuando en cuando me reía, y luego me sorprendía con la cara contraída en una especie de mueca, como alguien que tuviera un secreto deseo culpable que se hubiese cumplido, o alguien que por fin está atrapado para siempre.

Alice me llamó al día siguiente, tarde ya.

– Ahora está perfectamente -dijo.

Por un momento, pensé que lo decía en serio, que Janelle se había recuperado, que todo había sido un error. Pero luego añadió:

– Desconectamos. Le retiramos las máquinas y ha muerto.

Los dos guardamos un largo silencio. Luego, me preguntó:

– ¿Vendrás al funeral? Se hará un homenaje póstumo en el cine. Vendrán todos sus amigos. Habrá una fiesta con champán y todos sus amigos pronunciarán discursos hablando de ella. ¿Vendrás?

– No -dije-. Iré dentro de un par de semanas a verte, si no te importa, pero ahora no puedo.

Hubo otro largo silencio, como si ella intentase controlar su cólera, y luego dijo:

– Janelle me dijo una vez que confiase en ti, así que lo hago. Siempre que quieras venir, te veré.

Y luego colgó.

El Hotel Xanadú se alzaba ante mí, su marquesina de un millón de dólares de luces brillantes ahogaba las solitarias montañas que quedaban tras él. Entré, soñando con aquellos días y meses y años felices que había pasado viendo a Janelle. Desde su muerte había pensado en ella casi todos los días. Algunas mañanas me despertaba pensando en ella, imaginando su aspecto, lo afectuosa que podía ser a veces y lo irascible que podía ser al mismo tiempo.