En aquellos primeros minutos del despertar, siempre creía que aún seguía viva. Imaginaba escenas de cuando nos encontrásemos de nuevo. Tardaba cinco o diez minutos en recordar que había muerto. No me había pasado aquello con Osano ni con Artie. En realidad, pensaba en ellos muy pocas veces. ¿Me preocupaba más por ella? Pero, entonces, si sentía eso hacia Janelle, ¿por qué aquella risa nerviosa cuando Alice me comunicó la noticia por teléfono? ¿Por qué el día en que me había enterado de su muerte me había reído solo tres o cuatro veces? Y ahora comprendo que quizás fuese porque estaba furioso con ella por morirse. A su tiempo, si ella hubiese vivido, la hubiese olvidado. Pero su artimaña le permitiría acosarme toda la vida.
Cuando vi a Alice unas semanas después de la muerte de Janelle, me enteré de que el derrame cerebral se debía a un defecto congénito del que Janelle quizás no estuviese enterada.
Recordé lo furioso que me ponía cuando ella llegaba tarde, o las pocas veces que se olvidó del día en que habíamos quedado en vernos. Yo estaba absolutamente seguro de que se trataba de olvidos freudianos, de que su inconsciente deseaba rechazarme. Pero Alice me explicó que esto le sucedía muy a menudo a Janelle, y que poco antes de su muerte, la cosa había empeorado. Se relacionaba sin duda con el aneurisma progresivo, con el fatal deterioro de su cerebro. Y luego recordé aquella última noche que había pasado con ella, en la que me había preguntado si la amaba y yo le había contestado con tanta insolencia. Y pensé que si pudiese preguntármelo ahora, habría reaccionado de un modo muy distinto. Que ella podía ser y decir y hacer lo que desease, que yo aceptaría cualquier cosa que ella quisiese ser. Que sólo la idea de poder verla, de que estuviese en algún sitio al que yo pudiese ir, que pudiese oír su voz o su risa podría hacerme feliz. «Oh, vamos, entonces», pude oírle preguntar, satisfecha pero furiosa también, «dime, ¿es lo más importante para ti?» Ella quería ser lo más importante para mí, y para todas aquellas personas a las que conocía, a ser posible para el mundo entero. Tenía una inmensa sed de afecto. Pensé en acres comentarios para que ella me los hiciese tumbada en la cama, con el cerebro destrozado mientras yo la contemplaba afligido. Ella diría: «¿No es así como me querías? ¿No es así como quieren los hombres a las mujeres? Creí que esto sería lo ideal para ti». Pero luego comprendí que ella jamás habría sido tan cruel, ni tan vulgar. Y luego comprendí algo extraño: mis recuerdos de ella nunca tenían que ver con nuestras relaciones sexuales.
Sé que sueño con ella muchas veces de noche, pero nunca recuerdo tales sueños. Sólo me despierto pensando en ella como si aún siguiese viva.
Estaba al final mismo del Strip, a la sombra de las montañas de Nevada, contemplando el inmenso nido de resplandeciente neón que era el corazón de Las Vegas. Jugaría aquella noche, y por la mañana temprano cogería el avión a Nueva York. La noche siguiente dormiría con mi familia, en mi casa, y trabajaría en mis libros en mi habitación solitaria. Estaría seguro.
Crucé las puertas del casino del Xanadú. Estaba helado por el aire frío. Dos putas negras pasaron deslizándose cogidas del brazo, sus enmarañadas pelucas resplandecientes; una chocolate oscuro, la otra de un castaño claro. Luego putas blancas de botas y pantalones cortos, ofreciendo sus muslos de un blanco opalino, pero con rostros espectrales y huesudos, deslustrados por la luz de los candelabros y los años de cocaína. En las mesas de fieltro verde del veintiuno, una larga hilera de talladores alzaron las manos y las mostraron en el aire.
Crucé el casino hacia el sector de bacarrá. Cuando me aproximaba al recinto cerrado por la baranda gris, la multitud que había frente a mí se dispersó para extenderse por el sector de dados, y vi despejada la zona de bacarrá.
Me esperaban cuatro «santos» de corbata negra. El croupier que dirigía el juego alzó la mano derecha para detener al banquero que tenía el «zapato». Me miró rápidamente, y sonrió al reconocerme. Luego, sin bajar la mano, entonó:
– Una carta para jugador.
Los supervisores, dos pálidos Jehovás, se inclinaron hacia adelante.
Me alejé a echar un vistazo al casino. Sentí una oleada de aire oxigenado y me pregunté si el senil y tullido Gronevelt, desde sus solitarias habitaciones de arriba, habría pulsado sus botones mágicos para mantener despierta a toda aquella gente. ¿Y si hubiese pulsado el botón para que Cully y todos los demás murieran?
Allí de pie, absolutamente inmóvil, en el centro del casino, busqué con la mirada, para empezar a jugar, una mesa que me trajese suerte.
55
«Sufro, pero aun así no vivo. Soy una X de una ecuación indeterminada. Soy una especie de fantasma en vida que ha perdido todo principio y todo fin».
Leí esto en el orfanato cuando tenía quince o dieciséis años, y creo que Dostoievski lo escribió para mostrar la ilimitada desesperación de la humanidad y quizás para infundir terror en los corazones de todos y moverles a creer en Dios. Pero entonces, de niño, cuando lo leí, fue un rayo de luz. Me confortó. Si era un fantasma, no podía asustarme. Pensé que aquella X y su ecuación indeterminada eran un escudo mágico. Y ahora, tras permanecer tan cautamente vivo, tras superar todos los peligros y los sufrimientos, no podía utilizar ya mi viejo truco de proyectarme hacia adelante en el tiempo. Mi propia vida ya no era tan dolorosa y el futuro no podía salvarme. Estaba rodeado de innumerables mesas de azar y no me hacía ya ninguna ilusión. Ahora ya conocía el hecho elemental de que pese a los cuidadosos planes que hiciera, por muy astuto que fuese, pese a mis mentiras o a mis buenas acciones, no podía ganar en realidad.
Aceptaba por fin el hecho de que ya no era un mago. Pero, qué demonios, aún seguía vivo y no podía decir lo mismo de mi hermano Artie ni de Janelle ni de Osano. Ni de Cully ni de Malomar ni del pobre Jordan. Ahora comprendía a Jordan. Era muy simple: la vida era demasiado para él. Pero no para mí. Sólo se mueren los tontos.
¿Era yo un monstruo por no lamentarme, por desear tanto seguir vivo? ¿Hasta el punto de poder sacrificar a mi único hermano, mi único principio, y luego a Osano y a Janelle y a Cully, y nunca sufrir por ellos y sólo llorar por uno? ¿Hasta el punto de que el mundo que yo mismo había construido pudiese consolarme?
Cómo nos reímos del hombre primitivo por su inquietud y su terror ante todos esos trucos de charlatán de la naturaleza, y cómo nos aterran, sin embargo, a nosotros los miedos y los sentimientos de culpabilidad que rugen en nuestras propias cabezas. Lo que consideramos nuestra sensibilidad no es más que una etapa evolutiva superior del terror de un pobre y torpe animal. Sufrimos por nada. Nuestro propio deseo de muerte es nuestra única tragedia verdadera.
Merlin, Merlin. Sin duda han pasado ya mil años y al fin debes despertar en tu cueva, ponerte tu gorro cónico tachonado de estrellas y salir a un mundo nuevo y extraño. Y, pobre cabrón, con tu astuta magia, ¿te sirvió de algo dormir esos mil años, con tu hechicera en su tumba, y nuestros dos Arturos convertidos en polvo?
¿O tienes aún un último encantamiento que pueda funcionar? Una apuesta arriesgada; pero ¿qué es eso para un tahúr? Yo aún tengo un montón de fichas negras y un anhelo de terror.
Sufro, pero aún vivo. Es cierto que quizá sea un fantasma en vida, pero conozco mi principio y conozco mi fin. Es cierto que soy una X en una ecuación indeterminada, la X que aterrará a la humanidad en su viaje a través de un millón de galaxias. Pero no importa. Esa X es la roca en la que me apoyo.
Mario Puzo