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Poirot asintió de nuevo y comentó:

—Sí; ya conozco a esa clase de mujeres. Se quejaría, posiblemente, de que no la cuidaba; de que se la despreciaba... de que su marido estaba cansado de ella y de que se alegraría cuando muriera.

La cara de Oldfield reflejó la verdad encerrada en las conjeturas del detective.

—Lo ha comprendido usted exactamente —dijo, sonriendo.

Poirot prosiguió:

—¿La cuidó alguna enfermera? ¿O una señora de compañía? ¿O, tal vez, una criada de confianza?

—Una enfermera fija. Una mujer muy sensata y competente. No creo que sea ella quien haya empezado las habladurías.

Le bon Dieu ha dado lengua hasta a las personas más sensatas y competentes... y no siempre la emplean con cordura. ¡No tengo ninguna duda de que la enfermera habló, de que hablaron los criados, y de que habló todo el mundo! Ahí tiene usted todos los materiales que se requieren para iniciar un sabroso escándalo pueblerino. Y ahora le voy a preguntar otra cosa. ¿Quién es ella?

—No lo comprendo —el doctor Oldfield enrojeció a impulsos de su irritación.

Poirot comentó suavemente:

—Yo creo que me ha entendido muy bien. Le estoy preguntando por la dama con quien su nombre se ha visto mezclado.

El doctor Oldfield se levantó. La expresión de su cara era fría y dura.

—No existe ninguna dama en el caso —dijo—. Siento mucho, monsieur Poirot, haberle hecho perder tanto tiempo.

Se dirigió hacia la puerta.

—Yo también lo siento —observó Poirot—. Su caso me interesa. Me hubiera gustado ayudarle, pero no puedo hacer nada, a menos que me cuente usted toda la verdad.

—Ya se la he dicho...

—No...

El médico se detuvo y dio la vuelta.

—¿Por qué insiste en que hay una mujer relacionada con el asunto?

Mon cher docteur, ¿cree acaso que no conozco la mentalidad femenina? Las murmuraciones de los pueblos se basan siempre en las relaciones entre un hombre y una mujer. Si un hombre envenena a su esposa con el fin de poder hacer un viaje al Polo Norte, o para disfrutar de la paz que depara la vida de soltero... no hay cuidado de que sus convecinos se tomen el menor interés por él. Pero cuando están convencidos de que el asesinato se cometió con el fin de que el hombre pudiera casarse con otra mujer, las habladurías crecen y circulan. Eso es psicología elemental.

Oldfield replicó con irritación:

—¡Yo no soy responsable de lo que piensen un hatajo de malditos murmuradores!

—Desde luego que no.

Poirot prosiguió:

—Por consiguiente, debe usted volver a tomar asiento y contestar a la pregunta que le hice antes.

Lentamente, casi con repugnancia, el médico volvió a ocupar su asiento.

Ruborizado en extremo, dijo:

—Me figuro que tal vez hayan hablado acerca de la señorita Moncrieffe. Jean Moncrieffe es mi ayudante; una muchacha muy agradable.

—¿Ha trabajado durante mucho tiempo con usted?

—Tres años.

—¿Le resultaba simpática a su esposa?

—Ejem..., pues no; no del todo.

—¿Estaba celosa de ella?

—¡Hubiera sido absurdo!

Poirot sonrió.

—Los celos de las mujeres casadas son proverbiales. Pero le diré algo más. Basándome en mi experiencia puedo asegurar que los celos, por inmotivados y extravagantes que parezcan, siempre están fundados en hechos reales. Existe un aforismo comercial que dice que el cliente siempre tiene razón, ¿verdad? Pues bien, lo mismo ocurre con el marido o la esposa que sienten celos. Por pequeñas e inconcretas que sean las pruebas, fundamentalmente siempre tienen razón.

El doctor Oldfield replicó con enérgico y seguro acento:

—¡Simplezas! En ninguna ocasión le dije a Jean Moncrieffe cosa alguna que no pudiera oír mi esposa.

—Tal vez. Pero eso no altera la veracidad de cuanto le acabo de decir —Hércules Poirot se inclinó hacia delante y con voz apremiante añadió—: Doctor Oldfield, voy a hacer cuanto pueda en este caso. Pero necesito que me sea usted absolutamente franco, sin preocuparse de las apariencias convencionales o sus propios sentimientos. ¿No es verdad que dejó de gustarle su mujer desde cierto tiempo antes de que muriera?

El médico no replicó en seguida.

—Eh... este asunto acabará conmigo —dijo al fin—. Pero debo tener esperanza. De cualquier forma, presiento que será usted capaz de hacer algo por mí. Seré sincero con usted, monsieur Poirot. Mi mujer no me gustó nunca. Según creo, fui para ella un buen marido, pero jamás estuve enamorado.

—¿Y por lo que respecta a esa muchacha?

Un tenue sudor cubrió la frente del médico.

—Le... le hubiera pedido que se casara conmigo hace tiempo, a no ser por todo el escándalo y las habladurías que se han producido —confesó.

Poirot se recostó en su asiento.

—¡Por fin hemos llegado a los hechos verdaderos! —comentó—. Eh bien, doctor Oldfield: me encargaré de su caso. Pero recuerde que lo que sacaré a la luz será la verdad pura y simple.

Oldfield contestó con amargura:

—¡No será la verdad lo que me perjudique!

Titubeó un instante y luego añadió:

—Sepa usted que estuve considerando la posibilidad de presentar una demanda por difamación. Si pudiera atribuir una acusación concreta a alguien, tal vez mi nombre fuera vindicado. Algunas veces he pensado en ello... mas en otras creo que tal proceder sólo serviría para empeorar las cosas; dar mayor publicidad al asunto y hacer que la gente dijera: «No se ha podido probar nada, pero cuando el río suena...»

Miró a Poirot.

—Dígame, con franqueza, ¿hay algún modo de poder salir de esta pesadilla?

—Siempre existe una manera adecuada —contestó el detective.

2

—Nos vamos al campo, George —dijo Hércules Poirot a su criado.

—¿De veras, señor? —replicó el imperturbable George.

—Y el objeto de nuestro viaje es destruir un monstruo de nueve cabezas.

—¿De veras, señor? ¿Algo parecido al monstruo de Loch Ness?

—No tan palpable como eso. No me refiero a un animal de carne y hueso, George.

—No le comprendí, señor.

—Sería mucho más fácil si el monstruo fuera un ser real. No hay nada tan intangible y tan elusivo como el origen de una calumnia.

—Desde luego, señor. A veces es difícil precisar cómo empiezan esas cosas.

—Exactamente.

Hércules Poirot no se hospedó en casa del doctor Oldfield. Lo hizo en la posada del pueblo. A la mañana siguiente de su llegada, tuvo su primera entrevista con Jean Moncrieffe.

Era una muchacha alta de cabello cobrizo y de firmes ojos azules. Daba la sensación de estar siempre vigilante y en guardia contra los demás.

—De modo que el doctor Oldfield acudió a usted... Ya sabía que pensaba hacerlo.

Su tono carecía de entusiasmo.

—¿No le parece bien, acaso? —le preguntó Hércules Poirot.

Los ojos de ella se fijaron en los del detective.

—¿Qué puede usted hacer en este caso? —inquirió.

—Debe existir una manera de abordar la situación —replicó Poirot sosegadamente.

—¿De qué forma? —la muchacha profirió estas palabras con desdén— Quizá querrá ir a visitar a todas las viejas murmuradoras y decirles: «Por favor, cesen de hablar así. No es conveniente para el pobre Oldfield.» Y ellas le contestarían: «Le aseguro que nunca creí esa patraña.» Ahí está precisamente lo malo de esta cuestión. No espere que le digan: «¿No se le ocurrió nunca que la muerte de la señora Oldfield no fue lo que pareció?» No; lo que dirán será: «Desde luego, yo no creo esa historia acerca del doctor Oldfield y su mujer. Estoy segura de que él no hubiera hecho tal cosa, aunque la verdad es que, tal vez, no cuidó de ella como debiera y, además, no me parece muy prudente tener como ayudante a una muchacha tan joven... y no es que quiera decir que exista algo equívoco entre los dos. ¡Oh, no! estoy completamente segura de que no hay nada de eso...»