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Poirot no replicó. La miró con expresión inocente e inquisitiva, calculada para producir un nuevo lujo de información. En su fuero interno se estaba divirtiendo al contar las veces que repetía las palabras «desde luego».

—Y, desde luego —siguió ella—, con la autopsia y todo lo demás, saldrán a relucir muchas cosas, ¿verdad? Me refiero a los sirvientes. Los criados están enterados siempre de muchas interioridades, ¿no le parece? Y, desde luego, es completamente imposible impedirles que se entreguen a la murmuración, ¿verdad? Beatrice, la criada de los Oldfield, fue despedida casi inmediatamente después del entierro... Siempre me pareció una cosa rara... en especial, si se piensa en las dificultades con que se tropieza hoy para encontrar servidumbre. Da la impresión de que el doctor Oldfield tuviera miedo de que ella supiera demasiado.

—Me estoy convenciendo de que existen suficientes motivos para iniciar una investigación —dijo solemne Poirot.

La señorita Leatheran se estremeció con aparente repugnancia.

—No es muy agradable la idea —dijo—. Pensar que nuestro apacible pueblecito aparecerá en los periódicos... y en toda la publicidad que se dará al caso...

—¿Eso le preocupa?

—Un poco. Estoy algo chapada a la antigua.

—Y, como dice usted, posiblemente todo se reducirá a unas cuantas habladurías.

—Bueno... yo no diría tanto. Pues sepa usted que hay mucha verdad en el refrán de que cuando el río suena, agua lleva.

—Yo estaba pensando exactamente lo mismo —admitió Poirot.

El detective se levantó.

—¿Puedo fiarme de su discreción, mademoiselle?

—¡Oh, desde luego! No diré ni una palabra a nadie.

Poirot sonrió y se despidió.

En el vestíbulo, al recoger el sombrero de manos de una doncella, dijo:

—He venido a investigar las circunstancias que concurrieron en la muerte de la señora Oldfield, pero te agradeceré que guardes la más estricta reserva sobre ello.

Gladys, que así se llamaba la chica, casi se desplomó sobre el paragüero. Respirando con excitación, preguntó:

—Oh, señor, ¿entonces fue el doctor quien lo hizo?

—Así lo has creído desde hace tiempo, ¿no es cierto?

—Bueno, señor; no he sido yo quien lo ha creído. Fue Beatrice. Estaba allí cuando murió la señora Oldfield.

—Y ella cree que hubo... —Poirot seleccionó cuidadosamente las melodramáticas palabras— «juego sucio».

Gladys afirmó agitadamente:

—Sí; eso cree. Y dice que la enfermera también está convencida de lo mismo. La enfermera Harrison. Quería mucho a la señora Oldfield y tuvo un disgusto terrible cuando se murió. Beatrice dice que la enfermera Harrison sabía algo, porque después de ocurrir el fallecimiento se puso decididamente frente al doctor, cosa que no hubiera hecho de no haber sucedido algo irregular, ¿no le parece?

—¿Dónde está ahora la enfermera Harrison?

—Cuida de la anciana señorita Bristow... en las afueras del pueblo. Encontrará la casa con facilidad. Tiene un porche delantero sostenido por columnas.

4

Poco después, Hércules Poirot estaba sentado frente a la persona que, sin duda alguna, sabía más cosas que nadie sobre las circunstancias que dieron origen a los rumores.

La enfermera Harrison era una mujer, guapa todavía, cuya edad rondaba los cuarenta años. Tenía las serenas facciones de una madonna, con ojos oscuros, grandes y de expresión afable. Escuchó atentamente al detective y luego dijo con lentitud:

—Sí; ya sabía que circulaban por ahí esos desagradables rumores. He hecho lo que he podido para impedirlo, pero ha sido inútil. A la gente le encantan estas emociones.

—Pero debe de haber ocurrido algo que haya dado lugar a esas habladurías, ¿verdad? —preguntó Poirot.

El detective notó que la expresión de zozobra reflejada en la cara de ella se acentuaba aún más. Pero la mujer se limitó a negar con la cabeza.

—Tal vez —sugirió Poirot— el doctor Oldfield y su esposa no se llevaran bien y eso dio lugar a los rumores.

La enfermera Harrison volvió a sacudir la cabeza con decisión.

—No. El doctor Oldfield fue siempre muy amable y paciente con su esposa.

—¿Estaba realmente muy enamorado de ella?

La mujer titubeó.

—No... no lo podría asegurar. La señora Oldfield era una mujer muy difícil de manejar; no estaba contenta de nada y hacía constantes peticiones de simpatía y atención que no siempre estaban justificadas.

—¿Quiere usted decir que la señora exageraba su condición?

La enfermera asintió.

—Sí... su propia salud era, mayormente, cosa de su propia imaginación.

—Y, sin embargo —observó Poirot con gravedad—, falleció...

—Sí; ya lo sé... ya lo sé...

El detective la contempló durante unos instantes. Veía su turbada confusión y su palpable incertidumbre.

—Creo... estoy seguro —dijo Poirot— de que usted sabe lo que, en principio, dio lugar a todas estas historias.

La enfermera Harrison se sonrojó.

—Bueno... —dijo—, tal vez lo pueda conjeturar. Creo que fue la criada, Beatrice, quien inició los rumores y me figuro qué fue lo que le puso tal idea en la cabeza.

—¿De veras?

La mujer habló con alguna incoherencia.

—Fue algo que tuve ocasión de escuchar... un fragmento de conversación entre el doctor Oldfield y la señorita Moncrieffe. Y estoy completamente segura de que Beatrice lo oyó también, aunque supongo que ella no lo admitiría nunca.

—¿Cuál fue esa conversación?

La enfermera calló durante uno instante, como si comprobara la fidelidad de su memoria. Luego dijo:

—Ocurrió tres semanas antes del ataque que causó la muerte de la señora Oldfield. Ellos se encontraban en el comedor y yo bajaba la escalera cuando oí que Jean Moncrieffe decía: «¿Cuánto va a durar esto? No estoy dispuesta a esperar más.» Y el doctor le contestó: «Ya queda poco, querida, te lo juro.» Ella repitió: «No puedo soportar esta espera. ¿Crees que todo irá bien?» «Desde luego. Nada puede salir mal. Dentro de un año, por estas fechas, estaremos casados», respondió él.

La mujer hizo una pausa.

—Ésta fue la primera noticia que tuve, monsieur Poirot, de que había algo entre el doctor y la señorita Moncrieffe. Yo sabía que él sentía gran admiración por ella y que ambos eran muy buenos amigos, pero nada más. Volví a subir la escalera... sufrí una fuerte impresión..., pero me había dado cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta y desde entonces pienso que Beatrice debió de estar escuchando. Como podrá usted ver, lo que hablaron podía tomarse en dos sentidos. Podía significar tan sólo que el doctor sabía que su esposa estaba muy enferma y no podría sobrevivir mucho más... y no tengo ninguna duda de que esto fue lo que quiso decir..., pero para alguien como Beatrice debió parecer la cosa diferente... como si el doctor y Jean Moncrieffe estuvieran... bueno... estuvieran planeando deliberadamente librarse de la señora Oldfield.

—¿Y no lo cree así usted misma?

—No... no; desde luego que no.

Poirot la miró escrutadoramente.

—Enfermera Harrison —dijo—-, ¿sabe usted alguna cosa más? ¿Algo que todavía no me haya dicho?

Ella enrojeció y dijo con violencia:

—No, no; de veras que no. ¿Qué más podría saber?

—No lo sé. Pero creo que debe de haber... algo.

Ella sacudió la cabeza. La expresión turbada de antes volvió a reflejarse en su cara.

Hércules Poirot comentó:

—Es posible que el Ministerio de la Gobernación ordene la exhumación del cadáver de la señora Oldfield.

—¡Oh, no! —la enfermera parecía horrorizada—. ¡Qué cosa más terrible!