—¿Me perdona un momento? —dijo Poirot.
Salió de la habitación y telefoneó al sargento Grey, detective de la policía de Berkshire.
Cuando volvió tomó asiento y tanto él como la enfermera Harrison guardaron silencio.
Con la imaginación veía Poirot la cara de una muchacha pelirroja y la que con su voz clara y fuerte decía: «No estoy de acuerdo con usted.» Jean Moncrieffe no deseaba que se hiciera la autopsia. Dio una excusa bastante plausible, pero el hecho subsistía. Una muchacha competente, eficiente... resuelta. Enamorada de un hombre ligado a una esposa enferma y quejumbrosa, cuya vida podía durar años y años, ya que, según lo dicho por la enfermera Harrison, sus males eran principalmente imaginarios.
Hércules Poirot suspiró.
—¿En qué piensa usted? —preguntó la enfermera.
—Lo malo de estas cosas... —contestó Poirot.
—No creo de ninguna forma que él supiera algo del asunto.
—No. Estoy seguro de que él no sabía nada.
Se abrió la puerta y entró el sargento Grey. En la mano llevaba un objeto envuelto en un pañuelo de seda. Lo desenvolvió y lo depositó cuidadosamente. Era un estuche esmaltado, de brillante color de rosa.
—Ése es el que vi —exclamó la enfermera Harrison.
—Lo hemos encontrado en el fondo de un cajón de la cómoda que hay en la habitación de la señorita Moncrieffe, dentro de una cajita de pañuelos. Por lo que veo, no hay huellas digitales en él, pero he de tener especial cuidado.
Con el pañuelo sobre la mano, apretó el resorte y la cajita se abrió.
—Esto no es polvo para la cara —elijo Grey.
Tomó un poco con la punta del dedo y lo probó con la lengua.
—No sabe a nada en particular.
—El arsénico blanco no tiene gusto alguno —dijo Hércules Poirot.
—Lo analizaremos en seguida —anunció Grey. Miró a la enfermera Harrison—. ¿Puede usted jurar que ésta es la misma caja?
—Sí. Estoy segura. Ése es el estuche que vi en poder de la señorita Moncrieffe cuando bajé al dispensario, una semana antes de que muriera la señora Oldfield.
El sargento Grey suspiró. Miró a Poirot e hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Poirot tocó el timbre.
—Digan a mi criado que venga, por favor.
George, el perfecto sirviente, discreto y callado, entró y miró inquisitivamente a su señor. Hércules Poirot dijo:
—Ha identificado usted este estuche de polvos, señorita Harrison, como el que vio en poder de la señorita Moncrieffe, hace cosa de un año. Se sorprenderá de saber que esta cajita, en particular, fue vendida por los Almacenes Woolworth hace unas pocas semanas y que, además, es de un modelo y color que solamente se ha fabricado durante los tres últimos meses.
La enfermera dio un respingo y miró fijamente a Poirot con sus ojos grandes y oscuros.
—¿Ha visto este estuche antes de ahora, George? —preguntó el detective.
George dio un paso adelante.
—Sí, señor. Yo vi cómo esta persona, la enfermera Harrison, lo compraba en los Almacenes Woolworth el viernes, día dieciocho. Siguiendo las instrucciones que me dio usted fui detrás de esta señorita para vigilar sus movimientos. Tomó un autobús el día que he mencionado y fue a Darmington, donde compró esta cajita. Después volvió a su casa. Más tarde, el mismo día, se dirigió hacia donde se hospeda la señorita Moncrieffe. De acuerdo con las instrucciones que tenia ya estaba yo en dicha casa. Vi cómo ella entraba en el dormitorio de la señorita Moncrieffe y escondía el estuche en el fondo de uno de los cajones de la cómoda. Lo pude ver muy bien por una rendija de la puerta. Después esta señora salió de allí creyendo que nadie la había visto. Puede decirse que en este pueblo nadie cierra la puerta de la calle y entonces estaba anocheciendo.
Poirot se dirigió a la enfermera Harrison con voz dura y en tono mordaz.
—¿Puede usted explicar estos hechos, enfermera Harrison? Creo que no. No había arsénico en esa cajita cuando salió de los Almacenes Woolworth, pero sí lo contenía cuando salió de la casa de la señorita Bristow —y añadió suavemente—: No fue usted muy prudente al guardar una reserva de arsénico en su poder.
La mujer sepultó la cara entre las manos. Con voz baja y empañada, dijo:
—Es verdad... todo es verdad... yo la maté. Y todo para nada... nada... estaba loca...
7
—Debo pedirle que me perdone, monsieur Poirot —dijo Jean Moncrieffe—. Estaba muy enojada con usted... terriblemente enojada. Me parecía que estaba usted empeorando las cosas.
Poirot sonrió.
—Eso es lo que hice al empezar —dijo—. Era como en la vieja leyenda de la hidra de Lerna. Cada vez que se cortaba una cabeza nacían dos en su lugar. Al principio, los rumores crecían y se multiplicaban. Pero, al igual que mi tocayo Hércules, mi objetivo era llegar a la primera cabeza... a la original. ¿Quién empezó las habladurías? No me costó mucho tiempo el descubrir que tal persona fue la enfermera Harrison. Fui a verla... parecía ser una mujer agradable... inteligente y simpática. Pero a poco de hablar conmigo cometió una gran equivocación: repitió una conversación que oyó, sostenida entre usted y el doctor; mas esa conversación era falsa. Psicológicamente era inverosímil. Si usted y el doctor habían planeado matar a la señora Oldfield, eran ambos bastante inteligentes y equilibrados para no hablar de ello en una habitación con una puerta abierta y donde podían ser fácilmente oídos por cualquiera que bajara la escalera o estuviera en la cocina. Además, las palabras que le atribuía a usted no encajaban con su modo de ser. Eran las palabras de una mujer mucho más vieja y de un tipo completamente diferente. Eran palabras que podían haber sido imaginadas por la enfermera Harrison para ser utilizadas por ella misma en circunstancias parecidas.
»Por entonces —continuó Poirot— ya había considerado yo el asunto como una cuestión simple en extremo. Me había dado cuenta de que la enfermera Harrison era una mujer no muy vieja y todavía hermosa..., había tenido un contacto constante con el doctor Oldfield durante cerca de tres años. El doctor la apreciaba mucho y le estaba agradecido por su tacto y simpatía. Ella se hizo la ilusión de que si la señora Oldfield moría, el doctor le rogaría, con seguridad, que se casara con él. Pero, en lugar de ello, después de la muerte de la mujer se enteró que el doctor estaba enamorado de usted. Sin perder momento, guiada por la cólera y los celos, empezó a esparcir el rumor de que el doctor Oldfield había envenenado a su esposa. Así era cómo yo había visto la situación en principio —prosiguió el detective—. Era el caso de una mujer celosa y de un rumor falso; pero el conocido refrán de que cuando el río suena, agua lleva, me venía a la cabeza una y otra vez. Me pregunté si la enfermera Harrison había hecho algo más que esparcir un rumor. Algunas cosas que ella dijo sonaban un poco extrañamente. Me contó que la enfermedad de la señora Oldfield era, en su mayor parte, imaginaria... que en realidad no sufría muchos dolores. Pero el propio doctor no tenía ninguna duda acerca de la realidad de la dolencia que padecía su esposa. Su muerte no le había sorprendido. Consultó a otro médico antes de ocurrir el fallecimiento y su colega había convenido en la gravedad de su estado. A modo de ensayo, adelanté la propuesta de la exhumación... La enfermera Harrison se asustó terriblemente ante tal idea. Pero luego, casi de repente, los celos y el odio se apoderaron de ella. Aunque encontraran arsénico, ninguna sospecha recaía sobre su persona. El doctor y Jean Moncrieffe serían quienes pagarían las consecuencias. No quedaba más que una esperanza —agregó Poirot—. Hacer que la enfermera Harrison se pasara de lista. Si existiera una posibilidad de que Jean Moncrieffe pudiera escapar, me figuré que la Harrison no dejaría piedra por remover con tal de verla complicada en el crimen. Di instrucciones a mi fiel George; el más discreto de los hombres y a quien ella no conocía. Debía seguirla sin perderla de vista. Y de esta forma... todo acabó bien.