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Movía los dedos convulsivamente, estrujando fuertemente la gorra.

Al fin dijo con voz baja y turbada:

—Ejem... perdone, señor..., ¿no es cierto que es usted detective...? ¿Es usted el señor Hércules Poirot? —pronunció el nombre con todo cuidado.

—Eso es —contestó Poirot.

El color de la cara del joven creció en intensidad.

—Leí un artículo sobre usted en un periódico.

—¿De veras?

La cara del muchacho era ahora de color escarlata. Había en sus ojos una expresión de angustia y de súplica a la vez. Hércules Poirot acudió en su ayuda.

—¿De veras? —repitió—. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Las palabras salieron entonces como un torrente de la boca del joven.

—Temo que considerará esto como una desfachatez por mi parte, señor. Pero ya que por casualidad ha venido usted a este pueblo... bueno... es una oportunidad que no puedo desaprovechar. Y más, sabiendo quién es usted y de qué forma tan admirable resuelve los casos. De cualquier modo, me dije, creo que debo consultarle. No hay ningún inconveniente en ello, ¿verdad?

Poirot sacudió la cabeza.

—¿Necesita usted que le ayude en algo? —preguntó.

El joven asintió y con voz ronca dijo:

—Se trata... se trata de una muchacha. Quisiera saber si... si se encargaría usted de buscarla por mi cuenta.

—¿Buscarla? ¿Es que ha desaparecido?

—Eso es, señor.

Poirot se irguió en su asiento y dijo con sequedad:

—Sí; tal vez le podría ayudar. Pero a quien debe usted acudir es a la policía. Ellos se ocupan en estas cosas y tienen a su disposición más medios que yo.

El muchacho restregó los pies en el suelo y con acento indeciso, observó:

—No puedo hacer eso, señor. No se trata de una cosa así. A decir verdad, es algo extraordinario.

Poirot le miró fijamente y luego le indicó una silla.

Eh bien; si es así, siéntese... ¿Cómo se llama usted?

—Williamson, señor. Ted Williamson.

—Siéntese, Ted. Cuénteme todo lo que ocurrió.

—Gracias, señor.

Acercó una silla y se sentó cuidadosamente en el borde de ella. Sus ojos tenían todavía aquella expresión perruna de súplica.

—Cuénteme —repitió Poirot.

Ted Williamson aspiró profundamente el aire.

—Pues verá usted, señor. Ocurrió de esta forma. Yo no la vi más que aquella vez. Y no sé nada más de ella, ni siquiera su nombre. Pero todo ha sido muy raro; la devolución de mi carta y todo lo demás...

—Empiece por el principio —interrumpió Poirot—. No se dé prisa, cuénteme las cosas tal como sucedieron, sin descuidarse nada.

—Sí, señor. Bueno..., tal vez conocerá usted Grasslawn, señor: esa gran finca de recreo que hay junto al río, una vez pasado el puente que lo cruza.

—No tengo ni la menor idea.

—Pertenece a sir George Sanderfield, quien la utiliza durante el verano para pasar los fines de semana y para organizar partidas de caza o de pesca. Acostumbra traer gente alegre y divertida; gente de teatro y cosas parecidas. Y esto ocurrió el pasado mes de junio... la radio se estropeó y me llamaron para que la arreglara.

Poirot asintió con la cabeza.

—Así es que fui a ver lo que pasaba —continuó el joven—. El dueño de la casa y los invitados estaban en el río; la cocinera había salido y el mayordomo fue a servir las bebidas en la lancha donde paseaba su señor y los demás. En la casa sólo había quedado aquella muchacha. Era la doncella de una de las invitadas. Me hizo entrar y me llevó hasta donde estaba la radio. Ella se quedó allí mientras yo trabajaba. Así es que nos pusimos a charlar... Se llamaba Nita, según me dijo, y era la doncella de una bailarina rusa que había sido invitada por sir George.

—¿De qué nacionalidad era? ¿Inglesa?

—No, señor. Debía ser francesa, según creo. Tenía un acento muy curioso, pero hablaba bien el inglés. Ella... se mostró amigable desde el principio, y por ello, al cabo de un rato, le pregunté si podría salir aquella noche para ir al cine, pero me contestó que su señora la necesitaría. Sin embargo, dijo que podría salir a primera hora de la tarde, porque los demás no regresarían del río hasta el anochecer. En resumen, aquella tarde hice fiesta sin pedir permiso, lo que por poco me cuesta el empleo, y nos fuimos a dar un paseo por la orilla del río.

Se detuvo, una ligera sonrisa distendió sus labios, mientras sus ojos, con expresión soñadora, parecían rememorar aquellos momentos.

—Era bonita, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Era la cosa más preciosa que pueda usted imaginar. Su pelo era como el oro... lo llevaba recogido a ambos lados, como dos alas. Y tenía una manera tan fácil y alegre de andar, que daba gloria verla. Yo... no... bueno... me enamoré de ella sin más preámbulos, señor. No tengo por qué ocultarlo.

Poirot hizo un nuevo gesto afirmativo con la cabeza y el muchacho prosiguió:

—La chica me dijo que su señora volvería dentro de una quincena y quedamos de acuerdo para vernos otra vez —hizo una pausa—. Pero no volvió nunca más. La esperé en el sitio convenido, pero no vino; hasta que decidí ir hasta la casa y preguntar por ella. Me dijeron que la bailarina rusa estaba allí y su doncella también. Fueron a buscarla, pero cuando llegó vi que no era Nita. Era una muchacha morena y de aspecto desenvuelto y descarado. Se llamaba Marie. «¿Quería usted verme?», me dijo con acento gazmoño. Debió darse cuenta de mi sorpresa. Le pregunté si era la doncella de la señora rusa y le dije algo acerca de que ella no era la que yo conocí antes. Entonces empezó a reír y me contestó que la última doncella había sido despedida súbitamente hacía pocos días. «¿Despedida?», pregunté—. «¿Y por qué?» La chica se encogió de hombros y extendió las manos. «¿Cómo quiere que lo sepa?», dijo. «No estaba yo allí.»

«Pues bien, señor: todo aquello me dejó desconcertado. De momento no supe qué decir, pero después me armé de valor y me las arreglé para ver otra vez a Marie con el fin de pedirle que me diera la dirección de Nita. No le dejé sospechar siquiera que desconocía incluso su apellido. Le prometí que le haría un regalo si me proporcionaba las señas que me interesaban, pues Marie era de las que no trabajaban en balde. Me facilitó la dirección, unas señas de North London, y escribí a Nita. Pero a los pocos días me devolvieron la carta, indicando que el destinatario no vivía ya allí.

Ted Williamson calló. Sus ojos fijos de profundo color azul se clavaron en Poirot.

—¿Se ha dado cuenta, señor? —preguntó—. No es un caso para la policía. Pero necesito encontrarla, aunque no sé ni por dónde empezar. Si... si pudiera hacerlo usted por mí... —el color de su cara subió de tono—. Tengo... tengo algo guardado. Puedo disponer de cinco libras... o de diez acaso.

—No necesitamos, de momento, discutir el aspecto monetario de la cuestión. Primero, recapacite sobre este punto... Esa muchacha, Nita..., ¿sabe su nombre de usted y dónde trabaja?

—Sí, señor.

—¿Pudo ponerse en contacto con usted, si lo hubiera deseado?

Ted respondió con lentitud.

—Sí, señor.

—¿No cree, entonces, tal vez...?

El joven le interrumpió.

—Quiere usted decir que yo me enamoré de ella, pero que ella no me corresponde, ¿verdad? Quizá sea cierto en un sentido... Pero yo le gustaba... le gustaba... aquello no fue un mero pasatiempo para ella. He recapacitado sobre todo esto y tengo la seguridad de que debe existir un motivo para lo que ha ocurrido. Ya sabe usted que estaba mezclada con una pandilla bastante divertida. Debió de encontrarse en algún apuro... ya sabe a qué me refiero.

—¿Cree usted que se vio envuelta en circunstancias deshonrosas para ella? ¿Por culpa de usted?

—Mía, no, señor —Ted enrojeció—. Entre ella y yo no hubo nada censurable.

Poirot lo miró con aspecto pensativo y murmuró:

—Y si lo que usted supone es cierto... ¿todavía desea encontrarla?