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El rubor volvió a crecer de punto en la cara de Ted.

—Sí; lo deseo, y no hay más que hablar. Quiero casarme con ella, si accede. Y no me importa absolutamente nada la clase de lío en que haya podido verse envuelta. Si se decidiera usted a buscarla...

Hércules Poirot sonrió y dijo para sí mismo:

—«Cabellos como alas de oro.» Sí, creo que éste es el tercer «trabajo» de Hércules... Si la memoria no me falla, creo que aquello ocurrió en Arcadia.

2

Poirot miró con aspecto pensativo el trozo de papel en que Ted Williamson había escrito laboriosamente un nombre y una dirección.

Señorita Valetta; 17, Upper Renfrew Lane, número 15.

Dudaba de que pudiera conseguir algo en aquellas señas. Es más, estaba seguro de que no se enteraría de muchas cosas. Pero había sido la única pista que Ted le pudo ofrecer.

Upper Renfrew Lane era una calle apartada pero respetable. Una mujer corpulenta, de ojos legañosos, abrió la puerta del número 17 cuando llamó Poirot.

—¿La señorita Valetta?

—Se marchó hace mucho tiempo.

El detective avanzó un paso cuando vio que la puerta iba a cerrarse otra vez.

—¿Tal vez podría usted facilitarme su dirección actual?

—No puedo decírsela, pues no dejó ninguna.

—¿Cuándo se marchó?

—Este verano pasado.

—¿Podría decirme exactamente cuándo?

Un alegre tintineo surgió de la mano derecha de Poirot, donde dos medias coronas chocaban entre sí con buena camaradería.

La mujer de los ojos legañosos se suavizó de una forma casi mágica. Derrochó afabilidad.

—No sabe lo que me gustaría poder ayudarle, señor. Déjeme que recuerde. Agosto... no, fue antes... Julio... eso es, julio. Durante la primera semana de julio. Se marchó precipitadamente. Creo que regresó a Italia.

—Entonces, ¿era italiana?

—Eso es, señor.

—Estuvo al servicio de una bailarina rusa, ¿verdad?

—Ni más ni menos. Madame Semoulina o algo parecido. Actuaba en el Thespiam, en ese ballet que ha tenido tanto éxito. Era una de las estrellas principales.

—¿Sabe usted por qué causa perdió su empleo la señorita Valetta?

La mujer titubeó un momento antes de contestar.

—Lo siento, pero no lo sé.

—La despidieron, ¿verdad?

—Bueno... creo que hubo un poco de jaleo. Pero, de todas formas, la señorita Valetta no dejó entrever nada de lo que ocurrió. No era de las que se van de la lengua; aunque parecía estar fuera de sí por lo que le había pasado. Tenía un genio endiablado, como de buena italiana; sus ojos negros centelleaban y la miraba a una como si fuera a meterle un cuchillo entre las costillas. Yo no me hubiera atrevido a ponerme frente a ella cuando tenía uno de sus arrebatos.

—¿Y está usted completamente segura de que no sabe la dirección actual de la señorita Valetta?

Las medias coronas volvieron a sonar incitantemente. La respuesta llegó con acento verídico.

—Quisiera saberlo, pues tendría mucho gusto en decírselo. Pero ya ve... se marchó de pronto y así quedó la cosa.

—Sí; así quedó la cosa...

3

Ambrose Vandel tuvo que dejar a la fuerza la entusiasta descripción de un decorado que estaba preparando para un nuevo ballet y facilitó sin rodeos los informes que le pedían.

—¿Sanderfield? ¿George Sanderfield? Un sujeto desagradable. Forrado de billetes, pero dicen que es un bribón. ¡Una buena pieza...! ¿Algo con una bailarina? Desde luego... tuvo un asunto con Katrina. Katrina Samoushenka. Seguramente la habrá visto usted bailar. Es... es deliciosa. «El cisne de Tounela»... debe haberlo visto usted. Y eso de Debussy ¿o de Mannine?... La biche au bois. Ella bailó Con Michel Novgin. También es un magnífico bailarín, ¿no es cierto?

—¿Era amiga de George Sanderfield?

—Sí; solía pasar los fines de semana en la finca que él tiene junto al río. Creo que da unas fiestas espléndidas.

—¿Le sería posible, mon chéri, presentarme a mademoiselle Samoushenka?

—Pero, mi querido amigo, ¡si la chica ya no está en Londres! Se fue a París o a cualquier otro lado, con bastante precipitación por cierto. Dijeron que era una espía bolchevique o algo así. Yo, personalmente no lo creo; pero ya sabe usted cuánto gusta a la gente decir cosas como éstas. Katrina siempre pretendió ser una rusa blanca... su padre fue un príncipe o un gran duque... ¡lo de siempre! Viste mucho más —Vandel hizo una pausa y volvió a la conversación que más le absorbía— como le iba diciendo, si quiere usted captar el esprit de Bathsheba, debe profundizar adecuadamente en la tradición semítica. Yo lo expreso con...

Y siguió charlando animadamente.

4

La entrevista que Hércules Poirot concertó con sir George Sanderfield no empezó bajo buenos auspicios.

La «buena pieza», como había dicho Ambrose Vandel, estaba ligeramente mosqueado por aquella visita. Sir George era un hombre bajo y fornido, de cabello basto y pescuezo grueso y grasiento.

—Bien, monsieur Poirot —dijo—. ¿En qué puedo servirle? Creo que... no nos conocíamos antes de ahora.

—No. No habíamos sido presentados.

—Bueno. ¿De qué se trata? Le confieso que siento gran curiosidad por saberlo.

—Oh; no es nada de particular... una simple información.

El otro soltó una risita nerviosa.

—Quiere que le dé algún informe de carácter reservado, ¿verdad? No sabía que le interesaban los negocios.

—No se trata de los affaires. Es una cuestión relacionada con una dama.

—Ah; una mujer.

Sir George se inclinó en el sillón y pareció descansar. Su voz tenía ahora un tono más tranquilo.

—Según creo —dijo Poirot—, conocía usted a mademoiselle Katrina Samoushenka.

Sanderfield rió.

—Sí. Una criatura encantadora. Es una lástima que se haya ido de Londres.

—¿Cuándo se marchó?

—Pues, francamente, no lo sé. Supongo que se enfadaría con la Dirección. Era una temperamental... un genio muy ruso. Siento no poder ayudarle, pero no tengo ni la más mínima idea de dónde debe estar ahora. No he sabido más de ella.

Su voz tenía un acento de despedida cuando se levantó.

—Pero no es a mademoiselle Samoushenka a quien me interesa encontrar —observó Poirot.

—¿De veras?

—No; se trata de su doncella.

—¿Su doncella? —Sanderfield miró fijamente al detective.

—¿Tal vez... la recuerda usted? —preguntó Poirot.

Sanderfield volvió a mostrar el desasosiego de antes.

—¡Válgame Dios! —dijo con afectación—. No; ¿cómo había de acordarme de ella? Recuerdo que tenía una, desde luego... era una chica de cuidado. Servil y fisgona. Yo en su lugar no haría caso de una de las palabras que dijera esa muchacha. Es una mentirosa innata.

—Por lo que se ve, recuerda usted muchas cosas de ella —murmuró Poirot.

Sanderfield se apresuró a contestar:

—Tan sólo la impresión que me causó; nada más... Ni siquiera recuerdo su nombre... Déjeme ver... Marie, no sé qué... En fin, temo que no le podré ayudar a encontrarla. Lo siento.

Poirot comentó:

—En el «Thepsian Theatre» me dijeron que se llama Marie Hellin y hasta me facilitaron su dirección. Pero yo me refiero, sir George, a la doncella que tuvo mademoiselle Samoushenka antes de Marie Hellin. Estoy hablando de Nita Valetta.

Sanderfield miró extrañado a Poirot.

—No la recuerdo en absoluto. Marie fue la única que conocí. Una muchacha morena de mirada desagradable.

—La chica a que hago mención estuvo en Grasslawn en el pasado mes de junio.

Sanderfield contestó con un gesto huraño: