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—Bueno; todo lo que puedo decirle es que no la recuerdo. No creo que Katrina trajera ninguna doncella. Debe estar usted equivocado.

Hércules Poirot sacudió la cabeza. No creía estarlo.

5

Con los ojos pequeños e inteligentes, Marie Hellin dirigió una rápida mirada a Poirot, y con la misma rapidez apartó la vista.

—Lo recuerdo perfectamente, monsieur —su voz era suave y de tono uniforme—. Madame Samoushenka me tomó a su servicio en la última semana de junio. La doncella anterior tuvo que marcharse precipitadamente.

—¿No pudo enterarse usted de la causa de la marcha?

—Se fue... de pronto... eso es todo lo que sé. Tal vez se puso enferma... o algo parecido. Madame no lo dijo.

—¿Qué tal genio tenía su señora? —preguntó Poirot.

—Muy raro. Tan pronto lloraba como reía. En ocasiones estaba tan desalentada que ni comía. Pero en otras se mostraba alegre a más no poder. Las bailarinas son así. Es lo que se llama tener temperamento.

—¿Y sir George?

Marie pareció ponerse en guardia. Un destello desagradable brilló en sus ojos.

—¿Sir George Sanderfield? ¿Le gustaría saberlo? Tal vez sea eso lo que quiere usted saber en realidad. Lo otro tan sólo fue un pretexto, ¿verdad? Le podría decir algunas cosas curiosas acerca de sir George; le podría contar, por ejemplo...

Poirot la interrumpió.

—No es necesario.

Ella lo miró fijamente, con la boca abierta. En sus ojos se reflejó la desilusión y el enojo que aquello le causaba.

6

—Siempre opiné que usted lo sabe todo, Alexis Pavlovitch.

Hércules Poirot pronunció estas palabras con su tono más adulador.

Estaba pensando que este tercer «trabajo» de Hércules había necesitado más viajes y entrevistas de lo que en principio imaginó. Aquel insignificante asunto de la doncella desaparecida estaba resultando uno de los más largos y difíciles problemas que Poirot tuvo que afrontar. Cada una de las pistas, después de investigada, no conducía a parte alguna.

Sus indagaciones le habían llevado aquella noche al «Samovar», un restaurante de París cuyo dueño, el conde Alexis Pavlovitch, se vanagloriaba de conocer todo lo que ocurría en el mundillo artístico.

El ruso asintió con aire complacido.

—Sí, sí; amigo mío; Lo sé todo... siempre estoy enterado de todo. ¿Quiere usted saber dónde fue la pequeña Samoushenka, la exquisita bailarina? ¡Ah! ¡Qué maravilla de criatura! —se besó las puntas de los dedos—. ¡Qué fuego... qué pasión! Hubiera llegado lejos... hubiera sido la mejor bailarina de estos días. Pero todo acabó de repente. Se fue... al fin del mundo. Y pronto, ¡demasiado pronto!, se olvidarán de ella.

—¿Dónde está ahora? —preguntó el detective?

—En Suiza. En Vagray les Alpes. Donde van los que contraen esa traicionera tosecilla que los consume poco a poco. Morirá; sí, ¡morirá! Es una fatalista y morirá sin duda alguna.

El carraspeo de Poirot rompió aquel trágico encanto. Necesitaba información.

—¿No se acordará usted, por casualidad, de una doncella que tenía mademoiselle Katrina? ¿Una chica llamada Nita Valetta?

—¿Valetta? ¿Valetta? En cierta ocasión vi que la acompañaba una doncella... en la estación, cuando Katrina se fue a Londres. Era italiana; de Pisa, ¿verdad? Sí; estoy seguro de que era italiana y procedía de Pisa.

Poirot gimió:

—En este caso, tendré que hacer un viaje a Pisa.

7

En el cementerio de Pisa, Hércules Poirot se detuvo y miró la tumba que tenía ante sí.

Allí era, pues, donde finalizaba su búsqueda... ante aquel humilde montón de tierra. Debajo de él descansaba la alegre criatura que perturbó el corazón y la imaginación de un sencillo mecánico inglés.

¿Tal vez era el mejor fin para aquel rápido y extraño idilio? De esta forma, la muchacha viviría siempre en la memoria del joven tal como la vio durante aquellas pocas horas de una tarde de junio. El antagonismo de las nacionalidades opuestas, de los diferentes modos de vivir; las penas y las desilusiones... todo desaparecería para siempre.

Hércules sacudió la cabeza con tristeza. Recordó la conversación que había sostenido con la familia Valetta. La madre, de ancha cara campesina; el padre, fuerte y rígido contra el choque del dolor recién sentido; la hermana, morena y de duros labios...

—Todo ocurrió tan de repente, signor, tan de repente... Aunque en los últimos años sufrió varios ataques. El médico dijo que no había alternativa... que la apendicitis debía ser operada inmediatamente. Se la llevó al hospital y allí... sí, sí; murió cuando todavía se encontraba bajo los efectos de la anestesia. No recobró el conocimiento.

La madre sollozó.

—Bianca fue siempre una muchacha muy lista. Ha sido una lástima que muriera tan joven.

Hércules Poirot murmuró para sí mismo:

—Murió en plena juventud...

Éste era el mensaje que debía dar al joven que solicitó su ayuda con tanta confianza.

«Ella no era para usted, amigo mío. Murió en plena juventud.»

Su búsqueda había terminado... aquí, donde la torre inclinada se destacaba contra el cielo y las primeras flores de la primavera se abrían pálidas y tímidas, como promesas de la vida y alegría que vendría después.

¿Fue la propia primavera lo que le hizo sentir una rebeldía interna y una fuerte aversión a aceptar aquel veredicto final? ¿O había algo más? Algo que forcejeaba en el fondo de su cerebro... palabras... una frase... un nombre. ¿Acaso no terminaría el asunto de forma tan clara? ¿No encajaría todo de manera tan patente?

Hércules Poirot suspiró. Debía emprender otro viaje para dejar las cosas aclaradas por completo. Debía ir a Vagray les Alpes.

8

Aquí, pensó, es donde en realidad termina el mundo. Aquí, en este repecho lleno de nieve... en estos lechos protegidos del viento donde yacen los que luchan contra una muerte insidiosa...

Por fin encontró a Katrina Samoushenka. Cuando la vio, tendida en su lecho, con sus mejillas hundidas sobre las que se distinguía una mancha de vivido color rojo; con las manos largas y enflaquecidas posadas sobre la colcha, un recuerdo le vino a la memoria. No se acordaba de su nombre, pero la había visto bailar... había sido arrastrado y fascinado por aquel supremo arte, capaz de hacer olvidar cualquier otra expresión estética.

Recordaba a Michel Novgin, el Cazador, saltando y girando en aquel desaforado y fantástico bosque que el cerebro de Ambrose Vander había concebido. Y recordaba a la hermosa y veloz Cierva, eternamente perseguida, eternamente deseable... una adorada y adorable criatura, con cuernos en la cabeza y centelleantes pies de bronce. Recordó su colapso final, herida de muerte; y a Michel Novgin, de pie, aturdido, con el cuerpo inanimado de la Cierva en sus brazos.

Katrina Samoushenka miró al detective ligeramente perpleja.

—Creo que no nos habíamos conocido antes de ahora, ¿verdad? ¿Qué desea de mí? —preguntó.

Hércules Poirot hizo una pequeña reverencia.

—Antes que nada, señora, deseo darle las gracias... por el arte con que me fascinó en cierta ocasión, haciéndome pasar una velada llena de belleza.

Ella sonrió tenuemente.

—Pero también he venido para tratar de otras cosas. He buscado durante mucho tiempo a cierta doncella que tuvo usted, señora. Se llamaba Nita.

—¿Nita?

La joven la miró fijamente. Sus ojos se abrieron con expresión asustada.

—¿Qué sabe usted acerca de... Nita? —preguntó.

—Se lo diré.

Poirot relató los sucesos ocurridos aquella noche, cuando se le estropeó el coche, y cómo Ted Williamson se había quedado allí de pie, dándole vueltas a la gorra entre sus manos y contando con frases entrecortadas todo su amor y su pena. Ella escuchó atentamente y cuando Poirot calló, dijo: