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—Es conmovedor... sí; muy conmovedor.

Hércules Poirot asintió.

—Es un cuento de la Arcadia, ¿no le parece? ¿Qué puede usted decirme de aquella muchacha, señora?

Katrina Samoushenka suspiró.

—Tuve una doncella... Juanita. Era bonita y alegre. Le ocurrió lo que a menudo sucede a los favoritos de los dioses. Murió en plena juventud.

Eran las mismas palabras que empleó Poirot... palabras finales, irrevocables. Ahora las oía en boca de otra persona... pero persistió en su empeño.

—¿Murió?

—Sí, murió.

El detective calló durante unos instantes.

—A pesar de ello, hay una cosa que no acabo de entender —dijo—. Cuando le pregunté a sir George Sanderfield sobre la doncella que tuvo usted, pareció asustarse. ¿Por qué causa?

Una ligera expresión de disgusto pasó por la cara de la bailarina.

—Se refirió usted solamente a una de mis doncellas. Pensaría que se trataba de Marie... la chica que tomé a mi servicio cuando se fue Juanita. Creo que intentó hacerle un chantaje, basándose en algo sucio que descubrió acerca de él. Era una muchacha odiosa... curiosa; siempre estaba fisgoneando los cajones cerrados y las cartas dirigidas a los demás.

—Eso lo explica todo —murmuró Poirot.

Al cabo de unos momentos prosiguió con insistencia.

—Juanita se apellidaba Valetta y murió en Pisa a causa de una operación de apendicitis, ¿no es eso?

Se dio cuenta de la indecisión que, aunque débil y casi imperceptible, hubo en la inclinación de cabeza que hizo la bailarina.

—Sí; eso es... —contestó ella.

Poirot comentó con aire pensativo.

—Sin embargo..., existe una pequeña discrepancia. Su familia se refirió a ella llamándola Bianca, no Juanita.

Katrina encogió sus delgados hombros.

—Bianca... Juanita... ¿Qué importa eso? —dijo—. Supongo que su verdadero nombre era Bianca, pero ella debió pensar que Juanita era mucho más romántico y decidió llamarse así.

—¿Lo cree usted?

Calló y luego, cambiando de entonación, dijo:

—Pues yo creo que hay otra explicación mucho más convincente.

—¿Cuál?

Poirot se inclinó hacia delante.

—La muchacha que conoció Ted Williamson tenía el cabello como dos alas de oro; así lo describió él cuando vino a verme.

Se inclinó un poco más y sus dedos tocaron, rozándolos, los cabellos ondulados de Katrina.

—¿Alas de oro? ¿Astas de oro? Todo se reduce al punto de vista con que la miren; tanto puede ser un demonio como un ángel. Debe ser usted ambas cosas a la vez. ¿O acaso son las astas doradas de la cierva herida...?

Katrina murmuró:

—La cierva herida... —y su voz tenía la entonación del que no abriga ninguna esperanza.

Poirot continuó:

—Desde el principio, la descripción que de usted me hizo Ted Williamson me tuvo preocupado... me trajo algo a la memoria. Y ese algo era usted... danzando sobre sus pies de bronce, entre el bosque. ¿Quiere que le diga lo que pienso sobre esto, señorita? Creo que hubo un fin de semana en que fue usted sola a Grasslawn, pues entonces no tenía ninguna doncella a su servicio, ya que Bianca Valetta había vuelto a Italia y todavía no había tenido ocasión de contratar otra chica. Por entonces ya se resentía usted de su enfermedad actual y se quedó en casa, cierto día, cuando los demás salieron para hacer una excursión por el río que duró toda la jornada. Sonó el timbre de la puerta; fue usted a abrir y vio... ¿es necesario que se lo diga? Vio usted a un joven, tan sencillo como un niño y tan hermoso como un dios. Y entonces inventó usted una muchacha para él... No Juanita, sino Incógnita... y durante unas pocas horas paseó usted con él por la Arcadia...

Se produjo una larga pausa, al final de la cual, Katrina habló con voz helada y enronquecida.

—En un aspecto, al menos, le he contado la verdad. Le he relatado el final exacto de la historia. Nita morirá en plena juventud.

—¡Ah, no! —Hércules Poirot se transformó.

Golpeó la mesa con la mano. De pronto se convirtió en una persona prosaica, mundana y práctica.

—¡Eso es completamente innecesario! —exclamó—. Usted no necesita morirse. Puede usted luchar por su vida con tanto éxito como pudiera hacerlo otro cualquiera, ¿no es eso?

Ella sacudió la cabeza... triste, sin esperanza.

—¿Y qué vida me espera?

—No la vida del teatro, compréndalo. Pero recuerde que hay otra clase de vida. Veamos, señorita, sea usted franca. ¿Fue su padre en realidad un gran duque, un príncipe o por lo menos, un general?

Ella rió repentinamente.

—¡Conducía un camión en Leningrado! —confesó.

—¡Muy bien! ¿Y por qué no puede ser usted la esposa de un simple mecánico de pueblo? ¿Y tener hijos hermosos como dioses, con pies que, tal vez, bailen como usted hizo antes...?

Katrina retuvo el aliento.

—¡Pero esa idea es fantástica!

—De todas formas —dijo Poirot con evidente satisfacción—, yo creo que se convertirá en realidad.

Capítulo IV

El jabalí de Erimantea

1

Puesto que las incidencias del tercer «trabajo» de Hércules lo habían llevado a Suiza, Poirot pensó que, una vez allí, podía aprovechar la ocasión y visitar ciertos lugares que hasta entonces le eran desconocidos.

Pasó un agradable par de días en Chamonix; se detuvo otros tantos en Montreux y luego se dirigió hacia Aldermatt, un lugar que le habían alabado en gran manera varios amigos suyos.

Aldermatt, sin embargo, le produjo una impresión deprimente. Estaba al final de un valle, rodeado de altísimas montañas coronadas de nieve. Le parecía, contra toda lógica, que allí se respiraba con dificultad.

—Aquí no es posible quedarse —se dijo Poirot—. Pero en aquel momento vio un funicular y pensó—: Decididamente, es necesario que suba más arriba.

El funicular, según pudo comprobar, ascendía primero hasta Les Avines, luego hasta Caurouchet y, finalmente, hasta Rochers Nieges, a diez mil pies sobre el nivel del mar.

Poirot no se proponía subir a tal altura. Les Avines, según pensó, serían suficientes para él.

Pero no contaba con un elemento, como es el azar, que tan importante papel juega en la vida. Había arrancado ya el funicular, cuando el revisor se acercó a Poirot y le pidió el billete. Después de haberlo examinado y taladrado con unas pinzas de aspecto amenazador, se lo devolvió haciendo al propio tiempo una reverencia. Poirot notó entonces que, junto al billete, tenía ahora en la mano un pequeño papel doblado.

Las cejas del detective se levantaron ligeramente. Poco después, con toda parsimonia, desplegó el papelito, que resultó ser una nota escrita con lápiz y a toda prisa.

«Es imposible —decía— confundir esos bigotes. Reciba mi afectuoso saludo, apreciado colega. Tal vez querrá usted ayudarme. Es posible que haya leído algo sobre el caso Salley. Se cree que el asesino, Marrascaud, ha concertado una cita con varios miembros de su banda en Rochers Nieges... ¡no podían escoger sitio mejor, por lo visto! Desde luego, todo puede ser una alarma infundada, pero los informes que nos han dado son dignos de confianza. Siempre hay alguien que se va de la lengua, ¿no es cierto? Por lo tanto, abra bien los ojos, amigo mío. Póngase en contacto con el inspector Drouet, que no pretende llegar a la altura alcanzada por Hércules Poirot. Es muy importante que se detenga a Marrascaud... y que se le arreste vivo. No es un hombre, es un jabalí salvaje. Uno de los asesinos más peligrosos que existen. No me atreví a hablar con usted en Aldermatt, pues podríamos ser vistos. Tendrá las manos más libres si todos creen que es usted un simple turista. ¡Buena caza! Su viejo amigo... Lementeuil.»