Hércules Poirot se acarició el bigote con aspecto pensativo. No había duda; era imposible confundir los bigotes de Hércules Poirot. ¿Y qué querían de él? Había leído en los periódicos todo lo referente al caso Salley; el asesinato a sangre fría de un conocido «bookmaker» de los hipódromos de París. Se sabía quién era el asesino. Marrascaud, el jefe de una banda que operaba en las carreras de caballos. Se sospechaba que había cometido otros asesinatos, pero esta vez su culpabilidad se probó cumplidamente. Desapareció de París y, según se creía, salió de Francia. La policía de todos los países europeos estaba sobre aviso.
De manera que Marrascaud había concertado una cita en Rochers Nieges...
Poirot sacudió lentamente la cabeza, perplejo. Porque Rochers Nieges estaba por encima de la línea de las nieves eternas. Había allí un hotel; pero el funicular era su único medio de comunicación con el resto del mundo, pues estaba emplazado en un estrecho resalte de la montaña, suspendido sobre el valle. El hotel se abría en junio aunque raramente se veía a nadie por allí hasta julio o agosto. Era un sitio muy poco provisto de entradas y salidas. Si un hombre llegaba acosado a Rochers Nieges, podía considerarse cogido en una trampa. Un lugar inverosímil para ser elegido como punto de reunión de una banda de criminales.
Y, sin embargo, si Lementeuil decía que los informes eran dignos de confianza, posiblemente tendría razón. Hércules Poirot sentía gran aprecio hacia el comisario de policía suizo. Sabía que era un hombre eficiente y entendido en su oficio.
Alguna razón desconocida llevaba Marrascaud para acudir a una cita en un sitio tan apartado de la civilización.
Poirot suspiró. Cazar a un asesino despiadado no era la idea que tenía formada acerca de cómo debían ser unas vacaciones. El trabajo, meramente especulativo, llevado a cabo en un cómodo sillón, se adaptaba mejor a sus métodos. Pero atrapar a un jabalí salvaje en la ladera de una montaña no era cosa que le sedujera en extremo.
Un jabalí salvaje; éste era el término empleado por Lementeuil. Aquélla sí que era una coincidencia extraña...
—El cuarto «trabajo» de Hércules —se dijo—. El jabalí de Erimantea.
Tranquilo, sin ostentación, pasó revista a sus compañeros de viaje.
En el asiento opuesto se sentaba un turista americano. El corte de sus ropas y de su abrigo, el saco que llevaba, unido a su actitud de amistosa confianza; su ingenua admiración por el paisaje que contemplaba y la guía que consultaba de vez en cuando, lo proclamaban como un americano pueblerino que visitaba a Europa por primera vez. Dentro de unos instantes, pensó Poirot, empezará a charlar. Su anhelante expresión perruna era suficientemente inconfundible.
Al otro lado del coche, un hombre alto, de aspecto distinguido, cabellos blancos y nariz aguileña, estaba leyendo un libro alemán. Tenía los dedos fuertes y ágiles de un médico o un cirujano.
Más alejados, se sentaban tres hombres que parecían cortados por el mismo patrón. Hombres de piernas arqueadas que daban clara idea de su afición por los caballos. Estaban jugando a las cartas. Posiblemente al cabo de un rato sugirieran que un extraño tomara parte en el juego. Y de ser así, el nuevo jugador ganaría varias manos al principio, pero después se le volvería la suerte de espaldas.
No había nada de extraordinario en aquellos tres hombres. La única cosa rara en ellos era el sitio en que se encontraban.
Podía habérseles visto en un tren, camino de cualquier parte donde se celebran carreras de caballos... o en barco de carga y pasaje. Pero en un funicular casi vacío... ¡no!
El último ocupante del coche era una mujer. Alta y vestida de negro. Tenía hermosas facciones; una cara que podía expresar las emociones más variadas, pero que entonces parecía congelada por una extraña falta de expresión. No miraba a nadie. Dedicaba toda su atención al valle que se vela allá abajo.
Tal como Poirot había supuesto, al cabo de un rato empezó a charlar el americano. Dijo que se llamaba Schwartz y visitaba Europa por primera vez. El paisaje era magnífico. Le había gustado mucho el castillo de Chillón. No le agradaba París como ciudad... todo muy caro. Había visitado el «Folies Bergére», el Louvre y Notre Dame... y se había percatado de que en ninguno de los restaurantes y cafés en que había estado se tocaba buen hot jazz. Opinaba que los Campos Elíseos eran muy buenos; le gustaron mucho las fuentes, especialmente cuando estaban iluminadas.
No se apeó nadie en Les Avines ni en Caurouchet. Se veía que todos los ocupantes del funicular subían hasta Rochers Nieges.
El señor Schwartz expuso sus propias razones para ello. Siempre deseó subir muy alto y encontrarse rodeado de montañas cubiertas de nieve. Diez mil pies no estaba mal... había oído que no se podía cocer bien un huevo a tales alturas.
Con toda la candorosa amistad que encerraba en su corazón, el señor Schwartz intentó mezclar en la conversación al caballero de los cabellos grises que se sentaba al otro lado del coche, pero aquél se limitó a mirarlo fríamente por encima de sus gafas y volvió a la lectura del libro.
El señor Schwartz ofreció entonces cambiar de sitio con la mujer vestida de negro. Desde allí podía ver mejor el panorama, explicó.
Al parecer, ella no entendía el inglés. Pero de todos modos, movió negativamente la cabeza y se arrebujó todavía más en el cuello de su abrigo.
El americano se dirigió a Poirot:
—Es raro ver a una mujer viajando sola, sin que nadie cuide de ella. Una mujer necesita gran número de cuidados cuando viaja.
Poirot recordó a ciertas damas americanas que conoció durante sus viajes por Europa y convino con ello.
El señor Schwartz lanzó un suspiro. Encontraba al mundo poco dado a la amistad. Después de todo, parecían decir expresivamente sus ojos castaños, no hay ningún mal en que haya un poco de compañerismo por ahí.
2
El ser recibido por un gerente de hotel, vestido correctamente de frac y calzado con zapatos de charol, parecía algo cómico en aquel lugar apartado del mundo o, mejor dicho, tan sobre él.
El gerente era un hombre corpulento y distinguido, de maneras presuntuosas. Se deshizo en disculpas.
No había empezado todavía la temporada... la instalación de agua caliente se estropeó... Las cosas eran difíciles de llevar en buen orden dado lo apartado del lugar... Pero naturalmente, haría lo posible para que los señores estuviesen bien atendidos... La servidumbre no estaba completa todavía... Estaba aturdido por el inesperado número de visitantes que habían llegado.
Todo aquello fue dicho con profesional urbanidad y, sin embargo, a Poirot le pareció que detrás de aquella cortés façade se veía un reflejo de aguda ansiedad. Aquel hombre, a pesar de sus obsequiosidades, no estaba tranquilo. Algo le turbaba.
La comida fue servida en una gran habitación que daba vista a un profundo valle. El único camarero, llamado Gustave, parecía ducho y diestro en su oficio. Iba de aquí para allá, aconsejando los platos y facilitando la lista de vinos. Los tres hombres que parecían mozos de cuadra se sentaron juntos a la misma mesa. Reían y hablaban en francés, levantando la voz.
—¡Vaya con el viejo Joseph...! ¿Y qué me dices de Denise, amigo mío...? ¿Te acuerdas del sacre penco que nos hizo aquella jugarreta en Auteuil?
Todo parecía sincero; muy en consonancia con el carácter de ellos; pero absolutamente fuera de lugar en aquellas alturas.
La mujer vestida de negro ocupó una mesa en un rincón. No miró a nadie.
Después de comer, cuando Poirot estaba sentado en el salón, el gerente se dirigió hacia él y habló con más confianza.
El señor no debía juzgar con mucho rigor al hotel. No habla comenzado todavía la temporada. No venía nadie hasta finales de julio. ¿Tal vez se había fijado el señor en la señora? Venía todos los años por aquellas fechas. Su esposo se mató en una escalada, hacía tres años. Fue una tragedia, pues se querían mucho. Ella venía siempre antes de que empezara la temporada... porque así todo estaba más tranquilo. Era como una peregrinación sagrada. El caballero de más edad era un médico famoso, el doctor Karl Lutz de Viena. Había venido, según dijo, a descansar.