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El doctor Lutz observó con voz irritada:

—Estas especulaciones pueden ser muy interesantes, pero yo estoy preocupado por nuestra posición social. Tenemos un hombre muerto y, además, he de ocuparme de un herido, para lo cual dispongo de muy pocas medicinas. ¡Estamos aislados del mundo! ¿Por cuánto tiempo?

—Puede añadir a los tres asesinos que tenemos encerrados en el armario —apuntó el americano—. Es lo que yo llamo una situación interesante.

—¿Qué haremos? —preguntó Lutz.

—En primer lugar, entrevistarnos con el gerente —dijo Poirot—. No es un criminal, sino un hombre ávido de dinero. Y además, un cobarde. Hará todo lo que le digamos. Mi buen amigo Jacques, o su mujer, nos facilitarán unas cuerdas. Nuestros tres malandrines deben ser puestos donde podamos guardarnos con seguridad hasta el momento en que vengan a ayudarnos. Creo que la automática del señor Schwartz apoyará cualquier decisión que tomemos.

—¿Y yo? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Qué hago yo?

—Usted —contestó gravemente Poirot —. Debe hacer cuanto pueda por su paciente. Nosotros vigilaremos sin descanso... y esperaremos. No podemos hacer nada más.

6

Pasaron tres días antes de que, en las primeras horas de la mañana, una pequeña partida de hombres apareció ante el hotel.

Fue Hércules Poirot quien abrió la puerta y los recibió con una versallesca reverencia.

— Bien venido, amigo mío.

El señor Lementeuil, el comisario de policía asió las dos manos de Poirot.

—¡Ah, amigo mío; qué alegría me da verlo de nuevo! ¡Qué cosa más estupenda y qué emociones habrá experimentado!... Y nosotros abajo; ansiosos, llenos de temor... sin saber nada; temiéndolo todo. Sin radio ni otro medio de comunicación. El heliógrafo fue un destello brillante de su ingenio.

—No, no —Poirot procuró aparentar modestia—. Al fin y al cabo, cuando fallan los inventos humanos, recurre uno a la Naturaleza. El sol siempre está en el cielo.

El pequeño grupo entró en el hotel.

—¿No nos esperaban? —preguntó Lementeuil con sonrisa que más bien era una mueca.

Poirot sonrió a su vez.

—Pues no —dijo—. Se cree que el funicular no funcionará por ahora.

Lementeuil, emocionado, dijo:

—Éste es un gran día. ¿Cree usted que no hay duda? ¿Es realmente Marrascaud?

—Claro que es Marrascaud. Venga conmigo.

Subieron por la escalera. Una puerta se abrió y apareció Schwartz, envuelto en su bata. Miró fijamente a los que llegaban.

—He oído voces —dijo—. ¿Qué ocurre?

Hércules Poirot explicó con ampulosos ademanes:

—¡Han llegado los refuerzos! Acompáñenos, señor. Éste es un gran momento.

Empezaron a subir el siguiente tramo de escaleras.

—¿Van en busca de Drouet? —preguntó Schwartz—. Y a propósito, ¿cómo está?

—El doctor Lutz dijo anoche que estaba mejor.

Llegaron ante la puerta de la habitación de Drouet. Poirot la abrió y anunció:

—Aquí tienen su jabalí salvaje, caballeros. Cójanlo vivo y cuiden de que no defraude a la guillotina.

El hombre tendido en la cama intentó levantarse. Pero los policías lo cogieron por los brazos antes de que pudiera moverse.

Schwartz exclamó asombrado:

—Pero si es Gustave el camarero... Es el inspector Drouet.

—Es Gustave... pero no Drouet. Drouet fue el primer camarero: el llamado Roberto que fue encerrado en la parte deshabitada del hotel y a quien Marrascaud mató la misma noche en que se produjo el ataque a mi habitación.

7

Después del desayuno, Poirot explicó la situación al americano que estaba hecho un lío.

—Sepa usted que hay ciertas cosas que uno conoce con toda exactitud, gracias a la experiencia que depara la propia profesión. Yo sé, por ejemplo, la diferencia que existe entre un detective y un asesino. Gustave no era camarero; eso lo sospeché en seguida... pero asimismo no era policía. He tenido que tratar con policías durante toda mi vida y lo sé. Para un ajeno a la profesión podía pasar por policía; pero no ante un hombre que se dedicara al oficio de detective, como yo.

«Por lo tanto —continuó— sospeché de él inmediatamente. Aquella noche no bebí el café que me sirvió Gustave. Lo vertí y estuve acertado con ello. Entrada ya la noche penetró un hombre en mi habitación con la confianza de quien sabe que su víctima está narcotizada. Rebuscó entre mis cosas y encontró la nota de Lementeuil en mi cartera... donde la dejé expresamente para que él la encontrara. A la mañana siguiente, Gustave me trajo el desayuno. Se dirigió a mí, utilizando mi verdadero nombre y desempeñó su papel con completa confianza. Pero sentía una gran inquietud, porque la policía estaba sobre su pista. Se dio cuenta de la posición en que se encontraba; del terrible desastre que se le avecinaba. Sus planes quedaban desbaratados por completo. Estaba cogido aquí arriba como una rata en la ratonera.

—Hizo una solemne tontería al venir —comentó con seguridad Schwartz—. ¿Por qué vino?

Poirot contestó gravemente:

—No tanta tontería como usted cree. Tenía necesidad, con suma urgencia, de encontrar un sitio retirado donde pudiera encontrarse con determinada persona y donde cierto hecho pudiera tener lugar.

—¿Qué persona?

—El doctor Lutz.

—¿El doctor Lutz? ¿También es un bribón?

—El doctor Lutz es realmente el doctor Lutz; pero no es un especialista de los nervios, ni un psicoanalista. Es un cirujano, amigo mío; un cirujano especializado en cirugía estética. Ésa era la causa por la cual debía encontrarse aquí con Marrascaud. Lo expulsaron de su país y se encuentra en la indigencia o poco menos. Y entonces le ofrecieron unos crecidos honorarios por encontrarse aquí con un hombre al que debía cambiar los rasgos faciales utilizando los conocimientos de su especialidad. Pudo haber sospechado que se trataba de un criminal, y si lo hizo cerró los ojos a tal hecho. Por lo tanto, no se atrevió a utilizar los servicios de una clínica en cualquier país extranjero. Aquí arriba, donde nadie viene en época tan temprana si no es para una visita rápida y donde el gerente es un hombre que necesita dinero y a quien se puede comprar, se encontraba el sitio ideal.

»Pero, como dije, las cosas no salieron bien —continuó Poirot—. Marrascaud fue traicionado. Los tres hombres, sus guardaespaldas que debían venir para protegerle, no habían llegado aún, pero Marrascaud actuó sin perder momento. Secuestró al policía que se hacía pasar por camarero y ocupó su puesto. La banda se ocupó luego de estropear el funicular. Todo era cuestión de ganar tiempo; la noche siguiente fue muerto Drouet y le prendieron un papel en el pecho. Esperaban que cuando se restablecieran las comunicaciones con el valle, el cuerpo de Drouet hubiera sido enterrado como el de Marrascaud. El doctor Lutz llevó a cabo su operación sin más demora. Pero tenían que hacer callar a un hombre... a Hércules Poirot. Y por lo tanto, envió a su banda para que me liquidaran. Gracias a usted, amigo mío...

Poirot hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Entonces, ¿es usted realmente Hércules Poirot? —preguntó el americano.

—Ni más ni menos.

—¿Y no le engañaron ni un instante con aquel cadáver? ¿Sabía usted entonces que no era el de Marrascaud?

—Naturalmente.

—¿Y por qué no lo dijo?

La cara de Poirot se tensó repentinamente.

—Porque quería estar seguro de entregar a la policía el verdadero Marrascaud.

Y murmuró para sí misino:

—Quería capturar vivo al jabalí salvaje de Erimantea...

Capítulo V

Los establos de Augias

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