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—Pero así y todo, si el caso se falla contra el periódico, los gastos serán elevados en extremo.

—El fallo puede serles favorable —replicó Ferrier.

—¿Por qué?

—En realidad, yo creo que... —insinuó sir George.

Pero Edward Ferrier estaba ya hablando.

—Porque lo que quieren publicar es... pura y simplemente la verdad.

Sir George lanzó un gruñido, como quejándose de una franqueza totalmente antiparlamentaria.

—Pero, Edward —exclamó—, seguramente no admitiremos...

La sombra de una sonrisa pasó por la cara fatigada del primer ministro.

—Por desgracia, George —dijo—, hay veces en que debe decirse la verdad desnuda. Ésta es una de ellas.

—Ya comprenderá, señor Poirot —exclamó sir George—, que esto es estrictamente confidencial. Ni una palabra...

Ferrier lo interrumpió.

—El señor Poirot lo comprende perfectamente —dijo—. Lo que tal vez no haya entendido es esto: el futuro del Partido está en juego. Nuestro Partido se mantiene por lo que representa para el pueblo de Inglaterra; porque defiende la decencia y la honradez. Nadie nos consideró nunca como políticos insignes. Nos habremos confundido y equivocado. Pero siempre seguimos la tradición de hacerlo todo como mejor hemos sabido. Y además, hemos sido partidarios de la honradez estricta. El desastre que se nos viene encima consiste en que el hombre que era nuestro caudillo, el honrado hombre del pueblo par excellence... ha resultado ser uno de los peores bribones de esta generación.

Sir George profirió otro gruñido.

—¿No se había enterado usted de lo que pasó? —preguntó Poirot.

La sonrisa cruzó de nuevo aquella cansada cara.

—Tal vez no me crea, señor Poirot —dijo Ferrier—. Pero al igual que los demás, estaba completamente engañado. Nunca comprendí la curiosa actitud de reserva que mi esposa guardaba respecto a su padre. Pero ahora ya lo entiendo. Ella conocía su manera de ser.

«Cuando la verdad comenzó a revelarse —continuó después de una pausa—, me horroricé; no lo pude creer. Instamos la renuncia de mi suegro al cargo que ostentaba, basándonos en su poca salud y nos pusimos a... limpiar la porquería.

Sir George refunfuñó:

—Los establos de Augías.

Poirot dio un respingo.

—Me temo —dijo Ferrier— que sea una tarea demasiado hercúlea para nosotros. Una vez que los hechos sean del dominio público, se producirá una ola de reacción por todo el país. Caerá el Gobierno; se convocarán nuevas elecciones y Everhard y su partido volverán al poder. Ya conoce usted el problema político de Everhard.

Sir George balbuceó:

—Un incendiario... eso es.

—Everhard es hábil —comentó lentamente Ferrier—. Pero es temerario, belicoso y carece por completo de tacto. Sus seguidores son ineptos y vacilantes... prácticamente sería una dictadura.

Hércules Poirot asintió.

—Tan sólo con que pudiéramos mantener secreto el asunto... —insinuó sir George.

El primer ministro sacudió despacio la cabeza. Fue un gesto de desaliento.

—¿Acaso duda de que pueda guardarse secreto? —preguntó Poirot.

—Lo he llamado, señor Poirot, contando con usted como último recurso —dijo Ferrier—. En mi opinión, este asunto es demasiado grave, y lo conoce demasiada gente para que se pueda ocultar con éxito. Los dos únicos medios de que disponemos, simple y llanamente, son la fuerza o el soborno, y no espero que prospere ninguno de ellos. El ministro de la Gobernación ha comparado nuestro problema con los establos de Augías. Se necesita, señor Poirot, la violencia de un río desbordado, el impulso desatado de las fuerzas de la Naturaleza... nada menos que un milagro.

—Se necesita, en resumen, un Hércules —dijo Poirot moviendo afirmativamente la cabeza con expresión complacida—. Recuerde que me llamo Hércules... —añadió.

—¿Puede hacer usted el milagro, señor Poirot? —preguntó Ferrier.

—Para eso me llamó, ¿no es cierto? Pensó que tal vez yo pudiera hacerlo, ¿verdad?

—Así es... Me di cuenta de que si queríamos conseguir la salvación, sólo podía venir esto a través de una inteligencia fantástica y fuera de las reglas habituales.

Y prosiguió al cabo de un momento:

—Aunque es posible que considere usted la situación desde un punto de vista ético, ¿no es eso? John Hammet fue un sinvergüenza; pero la leyenda que le rodea debe ser explotada. ¿Puede construirse una casa honrada sobre cimientos deshonestos? No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que lo intentaré —sonrió con súbita acritud—. Como ve, los políticos quieren permanecer en sus cargos por los móviles más sublimes.

Hércules Poirot se levantó.

—Señor —dijo—. Mi experiencia en el campo policíaco tal vez no me permita tener muy buena opinión de los hombres que se dedican a la política. Si John Hammet ocupara todavía su campo, no levantaría un solo dedo para salvarlo... no; ni el dedo meñique. Pero sé algo acerca de usted. Un hombre que es realmente grande, uno de nuestros más eminentes científicos y de los mejores cerebros de nuestros días, me dijo que era usted... un hombre cabal. Haré lo que pueda.

Hizo una reverencia y salió de la habitación. Sir George exclamó:

—Bueno, en mi vida vi desfachatez semejante...

Pero Edward Ferrier, sonriendo todavía, dijo:

—Fue un cumplido.

2

Cuando bajaba la escalera, Hércules Poirot se vio detenido por una mujer alta, de cabellos rubios.

—Haga el favor de pasar a este saloncito, señor Poirot.

El detective se inclinó ligeramente y la siguió:

Ella cerró la puerta, le indicó una silla y le ofreció un cigarrillo. Luego tomó asiento frente a Poirot.

—Acaba usted de ver a mi marido —dijo sosegadamente—, y le ha contado... lo de mi padre.

Poirot la miró con atención. Era una mujer de alta estatura, todavía hermosa, en cuya cara se reflejaba un carácter resuelto y una inteligencia muy despierta. La señora Ferrier era una figura popular. Como esposa del primer ministro era natural que recayera sobre ella gran parte de la popularidad de su marido. Pero como hija de John Hammet, su popularidad era todavía mayor. Dagmar Ferrier representaba el ideal popular del sexo femenino inglés.

Era una esposa adicta, una madre amante, que compartía la afición de su marido por la vida campestre. Se interesaba solamente en aquellos aspectos de la vida pública que, por lo general, se estiman como esferas apropiadas para la actividad femenina. Vestía bien, pero nunca con ostentación. La mayor parte de su tiempo estaba dedicada a practicar la caridad en gran escala. Había inaugurado organizaciones especiales para socorrer a las esposas de los obreros sin trabajo. La nación entera se interesaba por ella y era uno de los principales medios positivos con que contaba el Partido.

—Debe estar usted terriblemente alarmada, señora —le dijo Hércules Poirot.

—Lo estoy... y no sabe usted cuánto. Durante años estuve temiendo... que ocurriera algo.

—¿No tiene usted idea de lo que sucede actualmente?

Ella sacudió la cabeza.

—No... ni la más mínima idea. Sólo sé que mi padre no ha sido... lo que todos suponían. Desde que era una niña, ya me di cuenta de que era... un farsante.

Su voz era profunda y de tono amargo.

—Edward se casó conmigo... y ahora lo perderá todo —dijo.

Poirot preguntó tranquilamente:

—¿Tiene usted enemigos, señora?

Ella lo miró sorprendida.

—¿Enemigos? No lo creo.

El detective comentó con aspecto pensativo:

—Yo creo que los tiene...

Y luego prosiguió:

—¿Tendrá usted valor, señora? Se prepara una gran campaña contra su marido y contra usted misma. Debe estar dispuesta a defenderse.

—Pero lo mío no importa. ¡Es solamente por Edward! —exclamó ella.