Capítulo I
El léon de Nemea
1
—¿Alguna cosa interesante, señorita Lemon? —preguntó Poirot cuando entró en su despacho a la mañana siguiente.
Tenía plena confianza en la señorita Lemon. Era una mujer sin imaginación, pero poseía un instinto certero. Cualquier cosa que ella calificaba como digna de consideración, lo era por regla general. Había nacido para ser secretaría.
—No hay mucho, monsieur Poirot. Sólo una carta que me figuro le interesará. La puse encima de las demás.
—¿De qué se trata? —preguntó el detective.
—Es de un señor que le ruega investigue la desaparición de un perrito pequinés propiedad de su esposa.
Poirot se detuvo con un pie en el aire. Lanzó una mirada de profundo reproche a la señorita Lemon, pero ella no se dio cuenta. Había empezado a teclear en la máquina de escribir y lo hacía con la rapidez y precisión de una ametralladora.
Poirot estaba sorprendido; sorprendido y amargado. La señorita Lemon, la eficiente secretaria, le había decepcionado. ¡Un perrito pequinés! Después del sueño que tuvo la noche anterior, en el que se vio saliendo del Palacio de Buckingham, adonde fue llamado para recibir personalmente el agradecimiento real... Fue una lástima que su criado entrara en aquel momento en el dormitorio para servirle el chocolate matutino.
Estuvo a punto de proferir unas expresiones satíricas y mordaces. No las profirió porque la señorita Lemon no las hubiera oído, de todas formas, dada la rapidez y eficacia con que estaba escribiendo a máquina.
Poirot lanzó un gruñido de disgusto y cogió la carta colocada sobre el montoncito que su secretaria había formado en uno de los lados de la mesa.
Sí; era exactamente como había dicho la señorita Lemon. Unas señas de la capital y una petición concisa y ruda, en términos comerciales. Su objeto: el secuestro de un perrito pequinés. Uno de esos caprichos de ojos saltones que las damas ricas acostumbran mimar con exceso. Los labios de Hércules Poirot se fruncieron al leer aquello. No era ninguna cosa desacostumbrada. Nada fuera de lugar, o... sí, sí; en un pequeño detalle la señorita Lemon tenía razón. Había algo que no era corriente.
Poirot tomó asiento y leyó la carta con detenimiento. No era la clase de asunto que quería ni que se había prometido él mismo. No era un caso importante bajo ningún aspecto; no revestía significación alguna: No era... y aquí radicaba el punto crucial de su objeción... un apropiado «Trabajo» de Hércules.
Pero por desgracia, sentía curiosidad... Levantó la voz hasta el punto en que la señorita Lemon pudiera oírle por encima del ruido que producía con la máquina de escribir.
—Telefonee a sir Joseph Hoggin —ordenó—, y pregúntele a qué hora me recibirá en su despacho.
Como de costumbre, la señorita Lemon había tenido razón.
—Yo soy un hombre sencillo, señor Poirot —dijo sir Joseph Hoggin.
El detective hizo un gesto comprensivo con la mano derecha. Con ella quería expresar, si así se prefiere, su admiración por la valía de la carrera que había hecho sir Joseph, al tiempo que apreciaba la modestia del caballero al describirse de tal forma. También podía haber significado una elegante desestimación de dicho calificativo. Pero en cualquier caso, no permitía entrever el pensamiento que dominaba entonces en la mente de Hércules Poirot. Sir Joseph, sin duda alguna era (utilizando el término en su sentido más familiar) un hombre de lo más sencillo. Los ojos del detective se fijaron en los abultados carrillos, en los diminutos ojos porcinos, en la nariz grande y bulbosa y en la boca de labios finos y apretados que poseía su interlocutor. Todo el conjunto le recordaba a alguien; pero de momento, no pudo precisar. Un recuerdo le turbaba tenazmente. Hacía mucho tiempo... en Bélgica... algo relacionado con jabón...
Sir Joseph continuó:
—No me gustan las fiorituras ni quiero andarme por las ramas. Mucha gente, señor Poirot, ni se hubiera preocupado por este asunto. Lo hubiera anotado como un crédito incobrable y se hubiera olvidado de él. Pero Joseph Hoggin no es de ésos. Soy un hombre rico... y, por decirlo así, doscientas libras ni me van ni me vienen...
Poirot se apresuró a comentar:
—Le felicito.
—¿Eh?
Sir Joseph calló durante un momento. Sus ojuelos se estrecharon aún más.
—Pero ello no quiere decir que tenga la costumbre de ir tirando el dinero por ahí —expresó secamente—. Lo que quiero lo pago. Pero al precio que rija en el mercado... no más.
—¿Se da usted cuenta de que mis honorarios serán elevados? —preguntó Poirot.
—Sí, sí. Pero ello —sir Joseph lo miró con expresión astuta— no tiene la menor importancia.
Hércules Poirot se encogió de hombros.
—Yo no regateo —anunció—. Soy un experto en estas cosas y como tal tendrá que pagar por mis servicios.
—Ya sé que es usted una celebridad dentro de su profesión —observó sir Joseph con franqueza—. Hice unas cuantas averiguaciones y comprobé que es usted el mejor hombre de que puedo disponer. Quiero llegar al fondo de esta cuestión y no me importa lo que valga. Por eso he acudido a usted.
—Ha tenido mucha suerte —dijo Poirot.
—¿Eh? —volvió a preguntar sir Joseph.
—Muchísima suerte —prosiguió Poirot con firmeza—. Puedo decir, sin pecar de inmodestia, que me hallo en la cúspide de mi carrera. Quiero retirarme dentro de poco para vivir en el campo, viajar y ver mundo; y también, tal vez, para cultivar mi jardín y dedicar preferente atención a mejorar la calidad de los calabacines. Son unas hortalizas magníficas... pero carecen de sabor. Mas ésta no es la cuestión. Deseaba tan sólo explicarle que antes de retirarme he de llevar a cabo cierta tarea que me he impuesto. He decidido aceptar doce casos... ni más ni menos. Una especie de «Trabajos de Hércules», si me permite que se lo diga así. Su caso, sir Joseph, es el primero de los doce, y me atrae —suspiró— por su sorprendente falta de importancia.
—¿Importancia? —preguntó sir Joseph.
—No; dije por su falta de importancia. Mis servicios han sido requeridos para investigar asesinatos, muertes inexplicables, atracos y robos de joyas. Pero ésta es la primera vez que se me llama para que emplee mi talento para aclarar el secuestro de un perrito pequinés.
El financiero lanzó un gruñido y dijo:
—¡Me sorprende usted! Hubiera jurado que a causa de su profesión le habían importunado muchas mujeres con cosas de sus perros favoritos.
—En eso tiene razón. Pero es ésta la primera ocasión en que me llama el marido de una de esas mujeres para que me ocupe del caso.
Los ojillos de sir Joseph lo miraron con expresión calculadora.
—Empiezo a comprender las alabanzas que de usted me hicieron. Es usted un hombre muy sagaz, señor Poirot —dijo.
El detective murmuró:
—Cuénteme lo que ocurrió. ¿Cuándo desapareció el perro?
—Hace exactamente una semana.
—Supongo que su esposa estará muy disgustada.
Sir Joseph lo miró con sorpresa.
—No lo ha entendido usted —observó—. El perro nos fue devuelto.
—¿Devuelto? Entonces, ¿puede decirme qué es lo que pinto yo en esta cuestión?
La cara de sir Joseph enrojeció.
—¡Porque malditas las ganas que tengo de que me estafen! Voy a contarle todo lo que ha sucedido, señor Poirot, El perro desapareció hace una semana en los jardines de Kensington, adonde fue para dar su acostumbrado paseo con la señora de compañía de mi mujer. Al día siguiente, mi esposa recibió una petición de rescate por doscientas libras. ¡Nada menos que doscientas libras! Y todo por una condenada bestezuela chillona que siempre está enredada en los pies de uno.