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—Y como es natural, no le pareció a usted bien pagar tal cantidad —observó Poirot.

—Desde luego que no... o, mejor dicho, no me lo hubiera parecido de haber sabido lo que pasaba. Milly, mi mujer, estaba perfectamente enterada de ello. No me dijo nada y mandó el dinero en billetes de una libra, según lo convenido, a la dirección que le dijeron.

—¿Y le devolvieron el perro?

—Sí. Aquella misma noche sonó el timbre en la puerta y al abrir encontramos al animalito sentado en el umbral. Pero no se veía un alma por los alrededores.

—Muy bien. Continúe.

—Entonces, como es natural, Milly confesó lo que había hecho y yo perdí un poco los estribos. No obstante, al poco rato me calmé, porque después de todo, la cosa estaba ya hecha y no hay que esperar que una mujer se porte con sentido común. Hasta me hubiera olvidado del asunto, de no haber encontrado a Samuelson en el club.

—¿De veras?

—¡Maldita sea! ¡Este caso debe ser un verdadero barullo! Exactamente lo mismo le había sucedido a él. Le habían sacado trescientas libras a su mujer. En fin; esto ya era demasiado y decidí hacer algo para evitar que continuaran los raptos. Entonces le escribí a usted.

—Posiblemente, sir Joseph, lo más apropiado y menos costoso hubiera sido avisar a la policía.

Sir Joseph se restregó la nariz.

—¿Es usted casado, señor Poirot? —preguntó.

—No he conocido esa felicidad, por desgracia.

—¡Hum! —refunfuñó el financiero—. Si tuviera la dicha de conocerla, sabría que las mujeres son unos seres muy curiosos. Mi mujer chilló históricamente cuando se mencionó a la policía; se le metió en la cabeza que algo le pasaría a su precioso Shan Tung si yo avisaba a la comisaría. No quiso ni oír hablar de ello... y le puedo asegurar que no le gustó mucho la idea de que le llamáramos a usted. Pero me empeñé en esto último y por fin accedió, aunque a regañadientes.

—Ya me doy cuenta de que la situación es muy delicada —comentó Poirot—. Tal vez sería conveniente que me entrevistara con su señora esposa para conseguir de ella algunos detalles más y, al mismo tiempo, tranquilizarla acerca de la futura seguridad de su perro.

Sir Joseph asintió y se levantó.

—Le llevaré en mi coche ahora mismo —dijo.

2

En un salón de grandes proporciones, profusa decoración y atmósfera caldeada, se hallaban sentadas dos mujeres.

Cuando entraron sir Joseph y Hércules Poirot, un perrito pequinés corrió hacia ellos ladrando con furia y dando peligrosas vueltas alrededor de los tobillos del detective.

Shan... Shan..., ven aquí. Ven con tu mamita, cariño... Cójalo, señorita Carnaby.

La otra mujer se apresuró a obedecer y Poirot observó:

—Un verdadero león.

Con la respiración anhelante, la señorita Carnaby cogió en brazos a Shan Tung.

—Sí; desde luego —convino—, es un excelente perro guardián. No teme a nada ni a nadie. Pero es un buen chico.

Después de haber hecho las necesarias presentaciones sir Joseph anunció:

—Bueno; señor Poirot. Le dejo solo para que prosiga el asunto.

Y haciendo una ligera inclinación de cabeza salió de la habitación.

Lady Hoggin era una mujer corpulenta, de aspecto petulante y cabellos teñidos de color rojizo. Su acompañante, la aturdida señorita Carnaby, era rolliza, de apariencia agradable, y su edad podía cifrarse entre los cuarenta y los cincuenta años. Trataba a lady Hoggin con gran deferencia y se veía que le tenía un miedo atroz.

—Y ahora, lady Hoggin —dijo Poirot—, cuénteme todas las circunstancias de este abominable crimen.

La mujer se sonrojó.

—No sabe cuánto me alegro de oírle decir eso, señor Poirot. Porque fue un crimen. Los pequineses son terriblemente sensitivos... tan sensitivos como los niños. El pobrecito Shan Tung pudo morir de miedo o de cualquier otra cosa peor.

La señorita Carnaby se apresuró a subrayar tal afirmación.

—Sí; fue una cosa inicua... inicua.

—Por favor, cuénteme lo que sucedió.

—Pues verá. Shan Tung salió a dar un paseo por el parque con la señorita Carnaby.

—¡Ay pobre de mí! Sí; yo tuve la culpa —prorrumpió la aludida—. ¿Cómo pude ser tan estúpida... tan descuidada?

Lady Hoggin comentó con acidez:

—No quiero hacerle ningún reproche, señorita Carnaby, pero creo que debió tener más cuidado.

—¿Qué ocurrió?

La señorita Carnaby empezó a hablar volublemente y con cierto aturdimiento:

—¡Fue una cosa extraordinaria! Estuvimos dando un paseo. Shan Tung iba atado con la correa, pues ya había dado su carrerita por el césped. Estaba ya a punto de dar la vuelta para regresar a casa cuando me llamó la atención un bebé que tomaba el sol en un cochecito... una preciosidad de criatura... Me sonrió... tenía unas mejillas sonrosaditas y unos rizos adorables. No pude resistir la tentación de hablar con su niñera y preguntarle qué edad tenía el bebé... «Diecisiete meses», me dijo. Y estoy segura de que llevaba tan sólo un minuto o dos hablando con ella, cuando de pronto miré a mi alrededor y no vi a Shan. Habían cortado la correa...

—De haber prestado más atención, nadie hubiera podido cortar la correa a hurtadillas —dijo lady Hoggin.

La señorita Carnaby pareció a punto de echarse a llorar.

—¿Y qué ocurrió luego? —preguntó Poirot.

—Miré por todos lados, como es natural. Pregunté al guardia si había visto a un hombre con un perrito pequinés en brazos, pero me dijo que no se había fijado... No supe qué hacer... Seguí buscando, pero al fin no tuve más remedio que volver a casa...

La señorita Carnaby calló y Poirot no tuvo ninguna dificultad en imaginar la escena que seguiría.

—¿Y luego se recibió la carta? —preguntó.

Lady Hoggin prosiguió la relación.

—En el primer correo de la mañana siguiente. Decía que si yo quería vivo a Shan Tung debía enviar doscientas libras, en billetes de una libra, por paquete sin certificar, a nombre del capitán Curtis, 3, Bloomsbury Road Square. Añadía que si marcaba el dinero o avisaba a la policía le... le cortarían las orejas y el rabo a Shan Tung.

La señorita Carnaby empezó a lloriquear.

—¡Qué horrible! —murmuró—. ¿Cómo puede haber gente tan mala?

Lady Hoggin continuó:

—Decía también que si mandaba el dinero en seguida me devolverían aquella misma noche a Shan Tung sano y salvo; pero que si luego avisaba a la policía, Shan Tung pagaría las consecuencias.

La señorita Carnaby murmuró otra vez entre sollozos:

—¡Oh, Dios mío! Me temo que ahora... aunque, desde luego, el señor Poirot no pertenece a la policía...

Lady Hoggin observó con ansiedad:

—Ya comprenderá, señor Poirot, que debe usted proceder con mucho cuidado.

El detective se apresuró a calmar su ansiedad.

—Yo no pertenezco a la policía, como ha dicho la señorita Carnaby. Llevaré a cabo las indagaciones de una forma muy discreta. Puede tener usted la seguridad, lady Hoggin, de que Shan Tung estará completamente seguro. Se lo garantizo.

Ambas mujeres parecieron aliviadas de un gran peso al oír esto último y Poirot prosiguió:

—¿Conserva la carta?

—No. Me dijeron que la enviara junto con el dinero.

—¿Y lo hizo así?

—Sí.

—¡Hum...! Es una lástima.

La señorita Carnaby observó con viveza:

—Pero yo guardo la correa del perro. ¿Puedo ir por ella?

La mujer salió de la habitación y Hércules Poirot aprovechó su ausencia para formular unas cuantas preguntas acerca de ella.

—¿Amy Carnaby? ¡Oh, es de completa confianza! Una buena persona, aunque algo simple. He tenido varias señoritas de compañía y todas ellas han sido completamente tontas. Pero Amy está muy encariñada con Shan Tung y se disgustó terriblemente cuando se lo quitaron... ¡y qué otra cosa podía hacer, si se preocupó por un bebé y descuidó a mi corazoncito! No; estoy completamente segura de que ella no tiene nada que ver con esto.