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Sintió en su interior una ráfaga de felicidad. Miró a los que la rodeaban; parecían que, de pronto, hubieran crecido hasta alcanzar una inmensa estatura.

«Como árboles que anduvieran...», pensó reverentemente.

Levantó la mano. Fue un gesto imperioso; con él podía dominar la tierra. César, Napoleón, Hitler... ¡pobres y miserables tipejos! No tenían ni idea de lo que ella, Amy Carnaby, era capaz de hacer. Mañana arreglaría la paz mundial y la confraternidad internacional. No habría más guerras, ni pobreza, ni enfermedades. Ella se encargaría de trazar el diseño de un nuevo mundo.

Pero no había por qué apresurarse. El tiempo era infinito... Un minuto sucedía a otro minuto y una hora a otra hora. Los miembros de la señorita Carnaby parecían pesar como el plomo, pero su mente volaba. Podía errar a voluntad por todo el Universo. Durmió, durmió y soñó. Grandes espacios... vastas edificaciones... un nuevo y maravilloso mundo...

Aquella visión fue borrándose gradualmente. La señorita Carnaby bostezó y estiró sus piernas entumecidas. ¿Qué había ocurrido desde ayer? La noche anterior tuvo un sueño...

La luna brillaba en el cielo y a su luz, la señorita Carnaby pudo ver la hora en su reloj. Estupefacta, comprobó que las manecillas señalaban las diez menos cuarto. Sabía que el sol se puso a las ocho y diez. ¿Sólo hacía una hora y treinta y cinco minutos? Imposible; y, sin embargo...

—Muy interesante —se dijo la señorita Carnaby.

4

Hércules Poirot advirtió:

—Debe obedecer con todo cuidado mis instrucciones, ¿comprende?

—Desde luego, señor Poirot. Puede confiar en mí.

—¿Les dijo ya algo sobre su intención de aportar su dinero para ayudar al culto?

—Sí, señor Poirot. Hablé yo misma con el «Maestro»... oh, perdone, con el doctor Andersen. Le dije muy emocionada que todo aquello había sido para mí como una revelación maravillosa; que había empezado mofándome y terminaba por ser una creyente más. Me... me pareció muy natural decir todas esas cosas. Sepa usted que el doctor Andersen tiene un gran atractivo magnético.

—Ya me doy cuenta —replicó Poirot con sequedad.

—Tiene unas maneras convincentes en extremo. Da la genuina impresión de que el dinero no le preocupa en lo más mínimo. «Contribuya con lo que buenamente pueda», me dijo, sonriendo como sólo él sabe hacerlo. «Si no puede dar nada, no importa. No por eso dejará de pertenecer al "Rebaño".» «¡Oh, doctor Andersen! —dije yo—. No estoy tan mal de dinero, como para eso. Justamente acabo de heredar una considerable suma que me legó un pariente lejano y, aunque en realidad no he tocado todavía ni un penique de ella, pues he de esperar a que se cumplimenten todas las formalidades legales, hay una cosa que deseo hacer en seguida.» Y entonces le expliqué que iba a redactar un testamento y que deseaba dejar a la Humanidad todo lo que tenía, haciendo constar, además, que carecía de parientes cercanos.

—Y él aceptó graciosamente el ofrecimiento, ¿verdad?

—No mostró gran interés. Dijo que pasarían muchos años antes de que yo abandonara este mundo; que estaba destinada a tener una larga existencia, pletórica de gozo y satisfacciones espirituales. Sabe hablar de una forma muy conmovedora.

—Así parece.

Al decir esto, la voz de Poirot tenía un tono áspero.

—¿Mencionó usted su salud? —preguntó.

—Sí, señor Poirot. Le dije que había sufrido una afección pulmonar, la cual se me reprodujo más de una vez; pero que gracias a un tratamiento especial que me dieron en un sanatorio, hacía varios años, confiaba en que mi curación era ya completa.

—¡Excelente!

—Pues no veo la necesidad de que vaya diciendo por ahí que estoy tísica, cuando mis pulmones no pueden estar más sanos.

—Debe llegar al convencimiento de que es necesario. ¿Se refirió usted a su amiga?

—Sí. Le conté, como una confidencia, que mi querida Emmeline, además de la fortuna que heredó de su marido, heredaría dentro de poco una cantidad todavía mayor que le dejaría una tía suya, que la quería mucho.

—Muy bien, esto salvaguardará a la señora Clegg durante algún tiempo.

—¡Oh, señor Poirot! ¿Cree usted de verdad que hay algo malintencionado en todo ello?

—Eso es lo que me propongo averiguar. ¿Ha conocido en el «Santuario» a un tal señor Cole?

—La última vez que estuve allí, había un señor que se llamaba así. Un hombre bastante raro. Lleva pantalones cortos de color verde hierba, y no come más que coles. Es un creyente muy fervoroso.

—¡Estupendo! Todo progresa satisfactoriamente; la felicito por la labor que ha hecho. Todo está preparado ahora para la fiesta de otoño.

5

—Señorita Carnaby... Un momento, por favor.

El señor Cole agarró por el brazo a la mujer. Tenía los ojos brillantes y febriles.

—He tenido una visión... una visión extraordinaria. Debo contársela.

La señorita Carnaby suspiró. Temía al señor Cole y a sus visiones. Había momentos en que decididamente creía que estaba loco.

En ocasiones, el relato de aquellas visiones la desconcertaba. Hacían pensar en varios pasajes algo crudos de aquel moderno libro alemán sobre el subconsciente que leyera poco antes de ir a Devon.

El señor Cole, con ojos relucientes y temblorosos labios, empezó su narración.

—Estaba yo meditando... reflexionaba sobre la plenitud de la «Vida»; sobre el supremo júbilo de la «Unidad»... cuando mis ojos fueron abiertos... y «vi».

La señorita Carnaby se resignó, esperando que el señor Cole no hubiera visto lo mismo que en la ocasión anterior que, al parecer, fue una ceremonia matrimonial en la antigua Sumeria, entre un dios y una diosa.

—Vi... —el señor Cole se inclinó sobre ella, respirando fuerte, y con ojos que parecían los de un loco— al Profeta Elías, que descendía del cielo montado en un carro de fuego.

La mujer suspiró, aliviada. Si se trataba de Elías no estaba mal; no tenía nada que objetar.

—Debajo —continuó el señor Cole— estaban los altares de Baal; cientos y cientos de ellos. Una voz me gritó: «Mira, escribe y testifica lo que verás...»

Se detuvo y su oyente murmuró cortésmente:

—¿De veras?

—Sobre los altares estaban las víctimas; atadas, indefensas, esperando el cuchillo del sacrificio. Vírgenes... cientos de vírgenes... jóvenes y hermosas vírgenes...

El señor Cole chasqueó los labios y la señorita Carnaby enrojeció.

—Luego llegaron los cuervos; los cuervos de Odín, volando desde el Norte. Se encontraron con los cuervos de Elías y juntos describieron círculos en los cielos. Después se lanzaron sobre las víctimas y les sacaron los ojos... y entonces fue el gemir y el rechinar de dientes. Y la voz exclamó: «¡Cumplid el sacrificio... pues en este día Jehová y Odín firmarán con sangre su hermandad!» Los sacerdotes cayeron sobre las víctimas, levantaron los cuchillos... y las mutilaron...

La señorita Carnaby trató desesperadamente de apartarse de su atormentador, cuya boca, en aquel momento, babeaba con fervor sádico.

—Dispénseme.

Abordó apresuradamente a Lipscomb, el guarda que vivía en el pabellón situado en la entrada de las Colinas Verdes y que en aquellos instantes acertaba a pasar por allí.

—¿Por casualidad no se habrá encontrado un broche que perdí? —le preguntó ella—. Debió caérseme al suelo.

Lipscomb, que se conservaba inmune a la dulzura y a la luz de las Colinas Verdes, se limitó a gruñir que él no había visto ningún broche. No tenía la obligación de ir buscando cosas. Trató de sacudirse a la señorita Carnaby pero ella le acompañó, sin cesar de hablar acerca del broche, hasta que puso una prudente distancia entre sí misma y el fervor del señor Cole.