Выбрать главу

El «Maestro salía entonces del Gran Redil», y animada por su benigna sonrisa, la mujer se aventuró a expresar con palabras lo que tenía en el pensamiento.

—¿No cree que el señor Cole está... está...?

El doctor Andersen le puso una mano en el hombro.

—Deseche todo temor —le respondió—. El amor perfecto aleja el temor...

—Pues yo creo que el señor Cole está loco. Estas visiones que tiene...

—Todavía ve imperfectamente... a través del cristal de su propia naturaleza carnal. Pero llegará un día en que verá espiritualmente... cara a cara.

La señorita Carnaby se avergonzó. Si ponía las cosas así... Sin embargo, tuvo ánimos para hacer una leve protesta.

—¿Por qué ha de ser tan rudo Lipscomb?

El «Maestro» sonrió seráficamente de nuevo.

—Lipscomb es un fiel perro guardián —dijo—. Un alma primitiva y tosca; pero leal... enteramente leal...

Se alejo. La mujer vio cómo se acercaba al señor Cole, se detenía y le ponía una mano en el hombro. Deseó que la influencia del «Maestro» pudiera alterar el alcance de las futuras visiones de aquel demente.

6

El día antes de la fiesta, por la mañana, la señorita Carnaby se encontró con Hércules Poirot en una pequeña sala de té del soñoliento pueblecito de Newton Woodbury.

La mujer estaba mas sonrojada y aturdida que nunca. Sorbía el té mientras desinflaba un bollo entre sus dedos.

Poirot hizo varias preguntas a las que ella contestó con monosílabos.

—¿Cuántos fieles asistirán al festival? —preguntó por último.

—Creo que ciento veinte. Vendrá Emmeline, desde luego; y el señor Cole... Últimamente se ha portado de una forma rara. Tiene visiones. Me ha descrito varias de ellas... muy curiosas; confío en que no estará mal de la cabeza. Acudirá una gran cantidad de nuevos adeptos... casi veinte.

—Bien. ¿Sabe usted lo que debe hacer?

Hubo una pausa antes de que la señorita Carnaby, con un tono de voz extraña en ella, contestara:

—Recuerdo perfectamente lo que me dijo usted, señor Poirot.

—¡Perfectamente!

Y a continuación, con voz clara y vigorosa, la señorita Carnaby observó:

—Pero no voy a hacer nada de ello.

Hércules Poirot la miró fijamente. Ella se levantó y apresuradamente dijo:

—Me envió usted a espiar al doctor Andersen. Sospechaba de él toda clase de cosas malas. Pero es un hombre maravilloso... un gran «maestro». ¡Creo en él con toda mi alma! Y no estoy dispuesta a espiarle más por su cuenta, señor Poirot. Soy una de las ovejas del «Rebaño». El «Maestro» enseña al mundo la buena nueva y desde ahora le pertenezco por completo. Y no se preocupe en pagar el té que me he tomado. Yo lo pagaré.

Y con este ligero anticlímax, la señorita Carnaby dejó caer sobre la mesa un chelín y tres peniques y salió precipitadamente del establecimiento.

Nom d'un nom d'un nom! —exclamó Hércules Poirot.

La camarera tuvo que dirigirse a él por dos veces antes de que se diera perfecta cuenta de que le estaban presentando la nota. Se encontró con la mirada inquisitiva de un individuo de aspecto rudo que estaba sentado en la mesa de al lado. Poirot se sonrojó, pagó la cuenta, se levantó y salió del salón de té.

Su cerebro trabajaba a toda presión.

7

Una vez más el «Rebaño» se hallaba congregado en el «Gran Redil». Las preguntas y respuestas de rigor habían sido salmodiadas.

—¿Están preparados para el «Sacramento»?

—Lo estamos.

—Vendaos los ojos y tended el brazo derecho.

El «Gran Pastor», vestido con su magnífica túnica verde, empezó a recorrer las expectantes filas de devotos El visionario y vegetariano señor Cole, situado al lado de la señorita Carnaby, tragó saliva en un éxtasis doloroso cuando la aguja penetró en su carne.

El doctor Andersen se detuvo ante la señorita Carnaby. Sus manos le tocaron el brazo.

—No; no haga eso...

Palabras increíbles... sin precedentes. El ruido de una pelea y un rugido de cólera. Los congregados, uno tras otro, fueron quitándose los pañuelos verdes... y vieron algo inconcebible: el «Gran Maestro» debatiéndose entre los brazos del visionario señor Cole, a quien ayudaba en su tarea otro de los devotos.

Con tono rápido y profesional, el en otros tiempos fanático señor Cole estaba diciendo:

—...y aquí tengo una orden de arresto contra usted. Debo advertirle que cualquier cosa que diga podía ser utilizada como prueba de cargo en su proceso.

En la puerta del «Redil» aparecieron unas figuras... unas figuras vestidas de azul.

Alguien exclamó:

—¡La policía! Se llevan al «Maestro». Se lo llevan...

Todos estaban impresionados... horrorizados. Para ellos, el «Gran Pastor» era un mártir que sufría, como todos los grandes maestros, la ignorancia y la persecución del mundo incrédulo.

Entretanto, el detective inspector Cole envolvía cuidadosamente la jeringuilla hipodérmica que había caído de la mano del doctor Andersen.

8

—¡Mi valerosa colega!

Poirot estrechó calurosamente la mano de la señorita Carnaby y la presentó al inspector Japp.

—Buen trabajo, señorita Carnaby —dijo el policía—. No hay duda de que no hubiéramos podido hacer nada sin usted.

—¡Pobre de mí! —la mujer se sintió halagada—. Es usted muy amable. Me temo que todo llegó a gustarme. La emoción y el papel que tuve que desempeñar. Algunas veces me sentí arrastrada. Tenía la sensación de que yo era una más de aquellas tontas.

—Ahí es donde estriba su éxito —dijo Japp—. En usted todo es genuino. De no ser así, nada hubiera sido capaz de engañar a ese caballero. Es un bribón muy astuto.

La señorita Carnaby se dirigió a Poirot:

—Pasé un apuro terrible en el salón de té. No sabía qué hacer. Tuve que actuar de improviso.

—Estuvo usted magnífica —dijo Poirot con calor—. Por un momento creía que usted y yo habíamos perdido los sentidos. Pensé, aunque sólo fue durante un instante, que lo decía en serio.

—Tuve un sobresalto mayúsculo —observó la mujer—. Justamente después de haber estado hablando confidencialmente, vi en el espejo que Lipscomb, el guarda del «Santuario», estaba sentado en una mesa detrás de mí. No sé si sería casualidad o si, por el contrario, había venido siguiéndome. Como le he dicho, tenía que actuar de la mejor manera posible en aquel apuro, y confiar en que usted me entendería.

Poirot sonrió.

—La comprendí perfectamente. Sólo había una persona sentada lo bastante cerca de nosotros para que pudiera oír lo que hablábamos; así es que, tan pronto como salí de allí, dispuse lo necesario para que lo siguieran cuando se fuera. Al ver que se dirigía al «Santuario», comprendí que podía confiar en usted y que no me traicionaría; pero sentí temor, porque todo ello incrementaba el peligro que estaba corriendo usted.

—¿Es que... existía realmente ese peligro? ¿Qué es lo que había en la jeringuilla?

—¿Quiere explicarlo usted o lo hago yo? —le preguntó Japp a Poirot.

—Señorita —dijo gravemente el detective—, ese doctor Andersen había perfeccionado un plan para explotar a las mujeres y asesinarlas... de una forma científica. La mayor parte de su vida se dedicó a las investigaciones bacteriológicas. Bajo diferente nombre posee un laboratorio químico en Sheffield y allí produce cultivos de varios bacilos. Durante las fiestas, inyectaba a sus seguidores una pequeña, pero suficiente dosis de «Cannabis indica», conocida también con el nombre de «Hashish» o «Bhang». Es una droga que produce ilusiones de grandeza y grato placer, lo cual hacía que sus devotos le fueran adictos en alto grado. Esos eran los goces espirituales que él les prometía.