—Muy interesante —opinó la señorita Carnaby—. Una sensación verdaderamente interesante.
Hércules Poirot asintió.
—Así era, en términos generales, su forma de actuar... Una personalidad dominante; facultad de producir histerismo colectivo en la gente y aprovecharse de las reacciones producidas por la droga. Pero en el fondo tenía otro propósito.
»Las mujeres sin parientes próximos —continuó—, agradecidas y fervorosas, hacían testamento dejando todo su dinero para atender el culto de la nueva religión. Una tras otra, esas mujeres morían. Morían en sus propios domicilios y, aparentemente, por causas naturales. Sin ser demasiado técnico, trataré de explicarlo. Es posible hacer cultivos intensivos de ciertas bacterias. El bacilo colin momunis, que causa la colitis ulcerativa, por completo. El del tifus también puede incluirse en el sistema, así como el neumococo. Existe, además, lo que se llama «antigua tuberculina», que es inofensiva para una persona sana, pero que estimula y hace reproducir cualquier lesión pulmonar antigua. ¿Se da usted cuenta de la inteligencia de ese individuo? Las defunciones ocurrirían en diferentes partes del país; diferentes médicos atenderían a las enfermas, sin peligro de levantar sospechas. Me imagino que, además, cultivaba una sustancia que tiene la propiedad de retrasar e intensificar la acción de los bacilos escogidos.
—¡Es un desalmado de la peor especie! —exclamó el Inspector Japp.
Poirot prosiguió:
—Siguiendo mis órdenes, usted le contó que durante años había sufrido de una lesión pulmonar. En la jeringuilla se encontraron bacilos de «antigua tuberculina», cuando Cole arrestó al doctor Andersen. Como usted disfruta de buena salud, los microbios no le hubieran perjudicado en nada. Por eso insistí en que hiciera patente su antigua lesión pulmonar. Sin embargo, me aterrorizaba el pensar que pudiera escoger cualquier otro germen; pero respeté su valor y tuve que dejarla correr ese riesgo.
—¡Oh! De eso no hay que hablar —replicó animosamente la señorita Carnaby—. No me importa correr uno que otro. Sólo me asustan los toros desmandados y cosas por el estilo. Pero ¿tienen ustedes bastantes pruebas para condenar a ese malvado?
Japp gesticuló.
—Gran cantidad de ellas —dijo—. Tenemos un laboratorio, los cultivos y todo lo que empleaba en su negocio.
—Es posible, según creo —intervino Poirot—, que haya cometido una larga serie de asesinatos. Yo diría que no le expulsaron de la Universidad alemana porque su madre fuera judía. Eso sólo fue una bonita historia para entrar en este país y ganar simpatías. En realidad, creo que es de pura raza aria.
La señorita Carnaby suspiró.
—¿En qué ha estado pensando? —preguntó Poirot.
—Estaba pensando —replicó ella— en un maravilloso sueño que tuve durante la primera fiesta... supongo que sería el hashish. ¡De qué forma tan magnífica arreglé el mundo! Sin guerras, sin pobreza, sin enfermedades, sin fealdad...
—Debió de ser un sueño estupendo —dijo Japp con envidia.
La señorita Carnaby se levantó de un salto.
—Debo irme a casa —atajó—. Emily estará impaciente. Y me he enterado de que el pobrecito Augusto me ha echado mucho de menos.
Hércules Poirot observó, mientras sonreía:
—Tal vez temía que, como hace él, fuera usted a «morir por Hércules Poirot».
Capítulo XI
Las manzanas de las Hespérides
1
Hércules Poirot contempló al hombre que se sentaba tras la gran mesa de caoba. Reparó en las espesas cejas, en la boca de línea vulgar, en la barbilla de trazo agresivo y en los penetrantes ojos de visionario. Mirándolo se dio cuenta de por qué Emery Power se había convertido en una potencia financiera.
Y cuando sus ojos se posaron sobre las manos largas y delicadas, de exquisita forma, que descansaban sobre la mesa, entendió también cómo había adquirido la reputación de ser un gran coleccionista. Se le conocía en ambos lados del Atlántico como un experto en obras de arte. Y su pasión por lo artístico corría parejas con su pasión por lo histórico. No le bastaba con que una cosa fuera hermosa; pedía también que estuviera acompañada por una tradición histórica.
Emery Power estaba hablando. Su voz no era estridente; al contrario, hablaba con tono bajo, pero incisivo, mucho más efectivo que si hubiera utilizado un volumen mayor de sonido.
—Ya sé que usted no se encarga de muchos casos en estos días. Pero creo que se ocupará de éste.
—Entonces, ¿se trata de un asunto de mucha importancia?
—Es de mucha importancia para mí —replicó Emery Power.
Poirot guardó una actitud expectante, ladeando ligeramente la cabeza. Parecía un petirrojo meditabundo.
El otro prosiguió:
—Se trata de la recuperación de una obra de arte. Para ser exacto, de una copa de oro cincelado, que data del Renacimiento. Se dice que la usaba el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia. En algunas ocasiones la presentaba a un huésped privilegiado para que bebiera. Y aquel huésped, señor Poirot, solía morir poco después.
—Una bonita historia —contestó Poirot.
—Esta copa siempre estuvo asociada con la violencia. La robaron más de una vez y se han cometido asesinatos para conseguir su posesión. Un rastro de sangre ha seguido su curso a través de los siglos.
—¿En razón a su valor intrínseco o por otras razones?
—Su valor intrínseco es ciertamente considerable. El trabajo en orfebrería es exquisito y hasta dicen que la cinceló Benvenuto Cellini. Tiene la forma de un árbol a cuyo tronco se enrosca una serpiente formada de joyas. Las manzanas del árbol están hechas con unas magníficas esmeraldas. Estas esmeraldas son muy hermosas, así como los rubíes que forman la serpiente. No obstante, el valor real de la copa radica en sus asociaciones históricas. El marqués de San Veratrino la puso en venta en el año 1929. Los coleccionistas pujaron y sobrepujaron, hasta que por fin conseguí que me la adjudicaran por una cantidad igual a treinta mil libras, según el cambio que regía entonces.
Poirot levantó las cejas.
—¡Una cantidad principesca! El marqués de San Veratrino fue muy afortunado —comentó.
—Cuando quiero de veras una cosa estoy dispuesto a pagar lo que sea, monsieur Poirot —replicó Emery Power.
El detective observó suavemente:
—Sin duda habrá oído usted el proverbio español que dice: «Toma lo que quieras... pero págalo, dijo Dios.»
Durante unos instantes el financiero frunció el ceño y un ligero destello colérico asomó a sus ojos.
—Va usted en camino de convertirse en un filósofo, monsieur Poirot —dijo con frialdad.
—He llegado a la edad de la reflexión, monsieur.
—Sin duda. Pero las reflexiones no me devolverán mi copa.
—¿Cree usted que no?
—Creo que se necesita un poco de acción.
Hércules Poirot asintió plácidamente.
—Mucha gente incurre en la misma equivocación. Pero le ruego que me perdone, señor Power, por esa disgresión del asunto que nos ocupa. Decía usted que compró la copa al marqués de San Veratrino...
—Exactamente. Y lo que me queda por decirle es que me la robaron antes de que llegara a mi poder.
—¿Y cómo ocurrió eso?
—Entraron a robar en el palacio del marqués, precisamente el mismo día en que se efectuó la subasta. Los ladrones se llevaron ocho o diez obras de arte renacentista, incluida la copa.