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—¿Qué se hizo para rescatar lo robado?

Power se encogió de hombros.

—La policía se encargó del caso, desde luego. La fechoría se atribuyó a una conocida banda internacional de ladrones. Dos de ellos, un francés llamado Dublay y un italiano apellidado Ricovetti, fueron detenidos y juzgados. Parte de lo robado fue hallado en su poder.

—Pero la copa de los Borgia no, ¿verdad?

—Eso es. Según la policía, tres hombres intervinieron en el robo; los dos que acabo de mencionar y un tercero, un irlandés llamado Patrick Casey. Un «palquista» de primera clase; fue él quien materialmente llevó a cabo el robo. Dublay era el cerebro de la organización y el que planeaba los golpes; Ricovetti conducía el automóvil y aguardaba a que Casey le fuera pasando los objetos robados.

—¿Dividían el botín en tres partes?

—Posiblemente. Pero los artículos que se recuperaron fueron los de menos valor. Parece probable que los más valiosos y notorios fueron sacados rápidamente del país.

—¿Y qué pasó con Casey? ¿No lo pudo coger la Justicia?

—No; en el sentido a que usted se refiere. Era un hombre de bastante edad y sus músculos ya no eran tan elásticos como antes. Al cabo de dos semanas cayó desde un quinto piso y se mató en el acto.

—¿Dónde ocurrió eso?

—En París. Intentaba robar en casa del banquero millonario Davauglier.

—¿Y no ha vuelto a verse la copa desde entonces?

—Exactamente.

—¿No se puso nunca en venta?

—Estoy completamente seguro de que no. Puedo afirmar que no sólo la policía, sino mis agentes privados han estado alerta por si se presentaba tal circunstancia.

—¿Qué paso con el dinero que había usted pagado?

—El marqués, que era un hombre muy puntilloso, quiso devolvérmelo, puesto que la copa había sido robada en su casa.

—¿Y usted no aceptó?

—No.

—¿Por qué?

—Tal vez porque quería conservar en mi mano las riendas del asunto.

—¿Quiere usted decir que si hubiera aceptado la oferta del marqués, la copa seguiría siendo de él, en el caso de recuperarse; mientras que ahora, al haber rechazado el dinero, es legalmente de usted?

—Ni más ni menos.

—¿Y qué se escondía tras su actitud, señor Power? —preguntó Poirot.

El financiero sonrió y dijo:

—Ya veo que toma en consideración tal punto. Pues bien, monsieur Poirot; fue una cosa simple en extremo. Creí saber quién se quedó con la copa.

—Muy interesante. ¿Quién fue?

—Sir Reuben Rosenthal. No solamente era coleccionista como yo, sino que en aquellos tiempos era mi enemigo personal. Habíamos sido rivales en varias operaciones financieras, de las que siempre salí yo ganando. Nuestra animosidad culminó cuando rivalizamos en la compra de la copa de los Borgia. Ambos estábamos dispuestos a quedarnos con ella. Era una cuestión de honor, o poco menos. Nuestros representantes pujaron en la subasta uno contra otro.

—Y la puja final del representante de usted hizo que le adjudicaran el tesoro, ¿verdad?

—No. No fue así, precisamente. Tomé la precaución de situar en la subasta a un segundo agente mío; aunque aparentemente figuraba como representante de un anticuario de París. Ni sir Reuben ni yo hubiéramos estado dispuestos a rendirnos el uno al otro; pero si permitíamos que un tercero se llevara la copa, con la posibilidad de tratar después con él reservadamente... era una cosa diferente por completo.

—De hecho, una petite déception.

—Eso es.

—Y la cosa tuvo éxito, si bien, poco después, sir Reuben descubrió la jugarreta, ¿verdad?

—Así fue, en efecto.

Poirot sonrió con expresión comprensiva.

—Ya comprendo su posición —dijo—. Creyó usted que sir Reuben, dispuesto a no dejarse derrotar, encargó deliberadamente el robo, ¿verdad?

Emery Power levantó una mano.

—¡No, no! No hubiera sido tan chabacano. Podía decirse... que poco después sir Reuben hubiera comprado una copa de estilo Renacimiento de procedencia no especificada.

—¿Cuya descripción había sido hecha circular por la policía?

—La copa no tenía que estar expuesta a la vista de todo el mundo.

—¿Cree usted que habría sido suficiente para sir Reuben el saber que la copa era suya?

—Sí. Y, además, de haber aceptado yo la oferta del marques, le hubiera sido posible a sir Reuben hacer luego un trato con él, pasando la copa legalmente a su poder.

Hizo una corta pausa y luego prosiguió:

—Pero reteniendo mis derechos de propiedad, tenía posibilidad de recobrar lo que me pertenecía.

—Quiere usted decir —observó bruscamente Poirot— que de esa forma podía disponer que le robaran la copa a sir Reuben, ¿verdad?

—Robarla, no, monsieur Poirot. Me limitaría a recuperar lo que era mío.

—Pero me parece que no tuvo usted mucho éxito.

—Por una razón de peso. Rosenthal nunca tuvo la copa en su poder.

—¿Cómo lo sabe?

—Recientemente intervine en una operación financiera relacionada con el petróleo. En ella coincidieron los intereses de Rosenthal y los míos. Éramos aliados y no enemigos. Le hablé francamente sobre el asunto y me aseguró en seguida que la copa jamás estuvo en sus manos.

—¿Y le creyó usted?

—Sí.

Poirot comentó pensativamente:

—Entonces, durante cerca de diez años ha estado usted, como dicen aquí, ladrando al árbol en que no estaba el ladrón.

—Sí; eso es, exactamente, lo que he estado haciendo —respondió con amargura el financiero.

—Y ahora... debe empezarlo todo desde el principio.

El otro asintió.

—Ahí es donde entro yo, ¿verdad? Soy el perro que pone usted a seguir un rastro viejo... muy viejo.

Emery Power replicó con sequedad:

—Si se hubiera tratado de un asunto fácil no le hubiera llamado. Pero si cree usted imposible...

Había dado con la palabra apropiada. Hércules Poirot se irguió y dijo:

—¡No conozco la palabra «imposible», monsieur! Sólo me preguntaba... si el caso es lo suficientemente interesante para que yo me encargue de él.

El financiero sonrió de nuevo.

—Tiene su interés... Cifre usted mismo sus honorarios.

El hombrecillo miró a su interlocutor y preguntó suavemente:

—¿Tanto desea esa obra de arte? ¡Tal vez no llegue a tanto su interés!

Emery Power replicó:

—Podríamos decir que igual que usted, yo no acepto la derrota.

Hércules Poirot inclinó la cabeza.

—Sí... —dijo—. Si es así... lo comprendo.

2

El inspector Wagstaffe pareció interesado por la pregunta.

—¿La copa de Veratrino? Sí, lo recuerdo perfectamente. Estuve encargado del caso, en lo que se refería a su ramificación inglesa. Hablo un poco el italiano y fui allí para entrevistarme con los «macarronis». La copa no se vio más desde entonces. Fue un caso curioso.

—¿Y qué explicación le da usted a eso? ¿Una venta privada?

Wagstaffe sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Desde luego, es remotamente posible. No, no; mi explicación es mucho más simple. Escondieron la copa, y el único hombre que conocía el escondrijo ha muerto.

—¿Se refiere usted a Casey?

—Sí. Pudo haberla escondido en algún sitio de Italia, o pudo arreglárselas para sacarla de allí. Pero la escondió, y sea donde fuere, tenga la seguridad de que todavía está allí.

Hércules Poirot suspiró.

—Es una teoría novelesca. Las perlas embutidas en una figura de escayola... ¿cómo se llamó aquel caso...? Ah, sí, «El busto de Napoleón». Pero ahora no se trata de joyas, sino de una copa grande y sólida. No es fácil de ocultar.

Wagstaffe lamentó:

—No lo sé. Supongo que podría hacerse. Bajo el entarimado del piso... o algo parecido.

—¿Tenía Casey un lugar propio?