—Sí... en Liverpool —gesticuló—. No estaba bajo el entarimado. Ya nos preocupamos de averiguarlo.
—¿Y qué me dice de su familia?
—La mujer era una persona decente; estaba tuberculosa. Sentía gran temor por la clase de vida que llevaba su marido. Era muy religiosa, una ferviente católica; pero nunca tuvo ánimos para abandonarle. Murió hace un par de años. La hija se parecía a su madre... y profesó en un convento. El hijo fue diferente y salió al padre. Lo último que supe de él es que estaba cumpliendo condena en América.
Poirot escribió la palabra «América» en su agenda.
—¿No es posible que el hijo de Casey conociera el escondrijo? —preguntó.
—No lo creo. De conocerlo a estas horas la copa estaría en manos de cualquier comprador de objetos robados.
—La pudieron fundir, ¿verdad?
—Tal vez sea eso lo más probable. Pero no sé... tenía mucho valor para los coleccionistas; y los negocios de esa clase de gente son muy curiosos. ¡Se asombraría usted si conociera alguno de ellos! Algunas veces —añadió virtuosamente Wagstaffe— creo que los coleccionistas no saben lo que es la moralidad.
—¡Ah! Entonces, ¿no se sorprendería si, por ejemplo, sir Reuben Rosenthal estuviera mezclado en uno de esos «curiosos negocios»?
Wagstaffe hizo una mueca.
—No sería nada extraño. Se le tiene por poco escrupuloso en lo que a obras de arte se refiere.
—¿Qué me cuenta de los otros miembros de la banda?
—Ricovetti y Dublay fueron sentenciados a unos cuantos años de cárcel. Creo que saldrán pronto.
—Dublay es francés, ¿verdad?
—Sí; era el que dirigía la banda.
—¿Había otros componentes?
—Una muchacha; Red Kate se llamaba. Se empleó de doncella y descubrió un arcón... donde se guarda la plata, etcétera. Creo que fue en Australia cuando se disolvió la banda.
—¿Alguien más?
—Un tipo llamado Yougouian, de quien se creyó que estaba asociado con ellos. Es comerciante y tiene su cuartel general en Estambul, pero también opera en París, donde posee una tienda. No se pudo probar nada contra él... pero es un individuo muy escurridizo.
Poirot suspiró y miró su agenda. En ella había escrito: «América, Australia, Francia, Italia y Turquía».
—Le pondré un cinturón al mundo.
—¿Qué decía? —preguntó el inspector Wagstaffe.
—Observaba —respondió Hércules Poirot— que parece indicada una vuelta al mundo.
3
Poirot tenía la costumbre de discutir los casos con su criado, el eficiente George. Es decir, Poirot hacía ciertas observaciones a las cuales George replicaba con la sabiduría que había acumulado en el transcurso de su carrera de sirviente de caballeros.
—Si te encontraras con la necesidad de llevar a cabo unas investigaciones en cinco partes diferentes del mundo, ¿qué harías, George?
—Los viajes aéreos son muy rápidos, señor, aunque algunos dicen que trastornan el estómago. Yo no puedo asegurarlo, pues nunca volé.
—Y uno se pregunta, ¿qué es lo que hubiera hecho Hércules?
—¿Se refiere usted al campeón ciclista, señor?
—O simplemente —prosiguió Poirot sin hacer caso de la observación— ¿qué es lo que hizo? Y la respuesta es, George, que viajó sin descanso. Pero, al fin, se vio obligado a solicitar información de Prometeo, según unos, y de Nereo, según otros.
—¿De veras, señor? —dijo George—. Nunca oí hablar de esos dos caballeros. ¿Acaso eran los dueños de unas agencias de viajes, señor?
Hércules Poirot, disfrutando del sonido de su propia voz, siguió:
—Mi cliente, Emery Power, sólo entiende una cosa... ¡acción! Pero no conduce a nada el gastar energías en acciones innecesarias. Hay en la vida, George, una hermosa regla que dice: «Nunca hagas tú mismo lo que otros pueden hacer por ti».
—La encuentro muy razonable, señor.
—Especialmente —añadió el detective al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la librería— cuando no hay que preocuparse por los gastos.
Cogió una carpeta rotulada con la letra D y la abrió por la división que indicaba: «Detectives - Agencias de confianza.»
—El Prometeo moderno —dijo—. Te agradeceré, George, que me escribas unos cuantos nombres y direcciones. Señores Hankerton, Nueva York. Señores Landen y Bosher, Sidney. Señor Giovanni Mezzi, Roma. M. Nahum, Estambul, y señores Roger y Franconard, París.
Esperó a que George acabara de escribir y luego observó:
—Ahora ten la bondad de ver a qué hora salen los trenes para Liverpool.
—Sí, señor. ¿Va usted a Liverpool, señor?
—Me temo que sí. Es posible, George, que deba ir más allá todavía, pero no por ahora.
4
Tres meses más tarde, Hércules Poirot se encontraba sobre un peñasco, mirando la inmensidad del océano Atlántico. Las gaviotas revoloteaban lanzando largos y melancólicos gritos.
Poirot experimentó la sensación, nada extraña en aquellos que llegaban a Inishgowland por primera vez, de que se encontraba en el fin del mundo. Jamás había imaginado nada tan remoto, tan desolado y abandonado. Tenía belleza; una belleza triste y hechizada. La belleza de un pasado lejano e increíble. Allí, en el oeste de Irlanda, no estuvieron nunca los romanos; nunca construyeron un campamento fortificado, ni una calzada útil y cuidada. Era una tierra donde el sentido común y el orden en la vida eran desconocidos.
El detective miró la punta de sus zapatos de charol y suspiró. Se sintió abandonado y solo. Las normas a que ajustaba su vida no eran apreciadas allí.
Sus ojos recorrieron lentamente la desolada costa y luego, una vez más, miraron el ancho mar. Allá lejos, según decía la leyenda, estaban las Islas de la Felicidad, la Tierra de la Juventud.
Murmuró:
—El manzano de los cánticos y el oro...
Y de pronto Hércules Poirot volvió a ser el mismo; el encanto estaba roto y, una vez más, su yo armonizaba con los zapatos de charol y el elegante traje de color gris oscuro.
Desde un lugar no muy lejano llegó a él el tañido de una campana. Sabía lo que quería decir aquel toque. Era un sonido que le había sido familiar desde su infancia.
Recorrió apresuradamente el acantilado y al cabo de unos diez minutos divisó un edificio situado sobre los farallones. Lo rodeaba una alta tapia, cuya única abertura era una gran puerta de madera claveteada. Poirot llegó ante ella y golpeó un enorme llamador de hierro. Después, con toda precaución, tiró de una herrumbrosa cadena y en el interior se oyó el rápido tintineo de una campana.
Se descorrió el panel de la puerta y apareció una cara. Era una cara suspicaz, enmarcada por blanca y almidonada toca. Sobre el labio superior se veía un bigote bastante señalado, pero la voz era de mujer. La voz de lo que Hércules Poirot llamaba una femme formidable. Le preguntaron qué deseaba.
—¿Es éste el convento de Santa María de los Ángeles?
La monja contestó con aspereza:
—¿Y qué otra cosa podía ser?
Poirot no se atrevió a replicar a ello.
—Desearía ver a la madre superiora —expuso.
La portera no parecía estar muy de acuerdo con aquel deseo, pero al fin accedió. Corrió las barras, abrió la puerta y condujo a Poirot hasta una habitación pequeña y desnuda donde se recibía a los visitantes del convento.
Al poco rato entró otra monja. El rosario que llevaba pendiente del cinturón se balanceaba y sus cuentas entrechocaban entre sí al andar.
Poirot era católico y entendía perfectamente la atmósfera que le rodeaba en aquel instante.
—Le ruego que me dispense por venir a molestarla, ma mere —dijo— Creo que en este convento hay una religieuse que en el mundo se llamó Kate Casey.
La madre superiora inclinó la cabeza asintiendo y dijo: