—Así es. En religión, la hermana María Orsula.
—Hay una injusticia que necesita ser reparada —observó el detective—. Y estimo que la hermana María Orsula podrá ayudarme. Tal vez me facilite ciertos informes de mucha importancia.
La madre superiora sacudió la cabeza. Su cara tenía un aspecto de total placidez y su voz era reposada y distante.
—La hermana María Orsula no podrá ayudarle —dijo.
—Pero le aseguro...
—La hermana María Orsula murió hace dos meses.
5
En el bar del hotel de Jimmy Donovan, Hércules Poirot estaba sentado incómodamente, recostado contra la pared. El establecimiento no respondía a la idea general que Poirot tenía de los hoteles y de lo que éstos debían ser. La cama que le dieron estaba rota, así como dos vidrios de la ventana de su habitación, por donde se colaba aquel vientecillo nocturno que tanto desagradaba al detective. El agua caliente que le llevaron estaba solamente tibia y lo que le dieron para comer le estaba produciendo una dolorosa sensación en su interior.
Había cinco hombres en el bar. Hablaban de política. Poirot no pudo entender la mayor parte de lo que decían, pero aquello no le preocupaba mucho.
Al cabo de un rato, uno de los hombres se sentó a su lado. Era ligeramente diferente de los otros. Se notaba que había vivido en la ciudad durante algún tiempo. Con gran dignidad se dirigió a Poirot.
—Le aseguro, señor, que Peggen's Princesse no tiene ninguna posibilidad... acabará la carrera en último lugar... ¡en el mismísimo último lugar! Siga mi consejo... como hacen todos. ¿Sabe usted quién soy yo, señor? ¿Lo sabe? Pues soy Atlas... Atlas, del Dublin Son... y he aconsejado ganadores durante toda la temporada. ¿No fui yo quien aconsejó a Larry's Girl? Veinticinco a uno... ¡fíjese...!, veinticinco a uno. Haga caso a Atlas y no se equivocará.
Hércules le miró con extraña reverencia.
—¡Mon Dieu, es un presagio! —murmuró con voz trémula.
6
Varias horas después, la luna se asomaba coquetamente de vez en cuando por entre los claros que formaban las nubes. Poirot y su nuevo amigo habían caminado varias millas. El detective cojeaba. Por su mente cruzó la idea de que, al fin y al cabo, debían existir unos zapatos más apropiados para ir por el campo que los de charol que llevaba en aquel momento. George le había insinuado respetuosamente que se llevara un buen par de abarcas.
Poirot no hizo caso de aquella idea, pues le gustaba llevar los pies bien calzados y relucientes. Pero ahora, correteando por aquel pedregoso sendero, se dio cuenta de que había otra clase de calzado...
Su compañero observó de pronto:
—¿No cree que ésta es la mejor forma de ponerme a mal con el cura? No quiero tener un pecado mortal sobre mi conciencia.
—Tan sólo ayudará a devolver al César lo que es del César —aseguró Poirot.
Habían llegado junto a la tapia del convento y Atlas se preparó para ejecutar su parte.
Exhaló un gemido y declaró con voz baja y lastimera que estaba hecho trizas.
Poirot habló con acento autoritario.
—Estése quieto. No es el peso del mundo el que ha de soportar..., sino tan sólo el de Hércules Poirot.
7
Atlas daba vueltas a los billetes de cinco libras.
—Tal vez no me acuerde mañana de la forma en que los he ganado. Estoy muy preocupado pensando lo que va a decir de mí el Padre O'Reilly.
—Olvídese de todo, amigo mío. Mañana el mundo será suyo.
Atlas murmuró:
—¿Y por quién apostaré? Tengo a «Wodking Lad» que es un buen caballo, ¡un caballo estupendo! Y está «Sheila Boyne». Siete a uno me la pagaron una vez.
Se detuvo.
—¿Lo he soñado o he oído que mencionaba usted el nombre de un dios pagano? Hércules ha dicho usted y loado sea Dios, mañana corre un caballo llamado «Hércules» en la carrera de las tres y media.
—Amigo mío —dijo Poirot—, apueste su dinero por ese caballo. Se lo digo yo: «Hércules» no puede fallar.
Y es absolutamente cierto que al día siguiente el caballo «Hércules» de la cuadra del señor Rosslyn, venció inesperadamente las Boynas Stakes, pagándose sesenta a uno.
8
Con mucho cuidado, Hércules Poirot desató aquel paquete tan bien hecho. Primero el papel fuerte exterior, luego quitó el papel intermedio y por fin, el de seda.
Sobre la mesa, frente a Emery Power, puso una relumbrante copa de oro. Esculpido en ella se veía un árbol con manzanas, figuradas por verdes esmeraldas.
El financiero aspiró profundamente el aire.
—Le felicito, monsieur Poirot.
El detective hizo una pequeña reverencia.
Emery Power extendió una mano y tocó el borde de la copa, pasando por él la yema de sus dedos.
Con voz profunda dijo:
—¡Mía!
Poirot convino:
—¡Suya!
El otro lanzó un audible suspiro y se recostó en su asiento. Luego, como si estuviera hablando de un negocio cualquiera, preguntó:
—¿Dónde la encontró?
—En un altar —respondió el detective.
Emery Power lo miró con fijeza.
—La hija de Casey era monja. Iba a hacer los últimos votos cuando murió su padre. Era una muchacha ignorante, pero muy devota. La copa estaba escondida en casa de su padre, en Liverpool. Se la llevó al convento deseando, según creo, ofrecerla como reparación de los pecados de su progenitor. La dio para que se usara a la mayor gloria de Dios. Me figuro que ni las propias monjas se dieron cuenta de su valor. La tomaron, probablemente, como una herencia familiar. Para ellas era un cáliz y como tal lo utilizaron.
—¡Una historia extraordinaria! —opinó el financiero, y añadió—: ¿Qué le guió hasta allí?
Poirot se encogió de hombros.
—Tal vez... un proceso de eliminación. Y, además, la rara circunstancia de que nadie hubiera tratado de desprenderse de la copa. Ello quería significar que se hallaba en un sitio donde no se había dado valor alguno a las cosas materiales. Recordé que la hija de Patrick Casey era monja.
Power observó con efusión:
—Bueno, como le dije antes, le felicito. Dígame a cuánto ascienden sus honorarios y le extenderé un cheque.
—No voy a cobrarle ningún honorario —dijo Poirot.
El otro le contempló asombrado.
—¿Qué quiere decir?
—¿No leyó nunca cuentos de hadas cuando era niño? En ellos suele decir el rey: «Pídeme lo que quieras.»
—Entonces, va usted a pedir algo, ¿verdad?
—Sí; pero no dinero. Simplemente una súplica.
—Bien, ¿de qué se trata? ¿Quiere que le aconseje sobre el mercado de valores?
—Eso sería dinero bajo otra forma. Mi petición es mucho más sencilla.
—¿Qué es?
Poirot puso sus manos sobre la copa.
—Devuélvala al convento.
Hubo un momento de silencio y luego Emery Power preguntó:
—¿Está usted loco?
Hércules Poirot sacudió la cabeza.
—No; no lo estoy. Espere; voy a enseñarle una cosa.
Cogió la copa y con una uña presionó entre las abiertas mandíbulas de la serpiente enroscada al árbol. En el interior se corrió una pequeña porción del fondo, descubriendo una abertura que comunicaba con el pie de la copa, que era hueco.
—¿Ve usted? —dijo Poirot—. Ésta era la copa del papa Borgia. A través de este agujerito pasaba un veneno al líquido que llenaba la copa. Usted mismo dijo que la historia de ella era perversa. Violencia, sangre y malas pasiones acompañaron a su posesión. Y la maldad puede llegar hasta usted si se la queda.
—¡Eso son supersticiones!
—Posiblemente. Pero, ¿por qué tiene tanto interés en poseerla? No será por su belleza ni por su valor. Tendrá usted cientos, tal vez miles de objetos raros y hermosos. Desea poseer ésta para dar satisfacción a su orgullo. Estaba usted determinado a no dejarse vencer. Eh bien, lo ha conseguido. ¡Ha ganado! La copa está ya en su poder. Pero ahora, ¿por qué no lleva a cabo un acto grande y desinteresado? Devuélvala al sitio donde se conservó en paz durante cerca de diez años. Deje que la maldad que lleva consigo se purifique allí. Puesto que perteneció a la Iglesia anteriormente, deje que vuelva a ella. Deje que la pongan de nuevo sobre el altar, purificada y absuelta, tal como esperamos que sean purificadas y absueltas de sus pecados las faltas de todos los hombres.