Выбрать главу

Se inclinó hacia delante.

—Permítame que le describa el lugar donde la encontré... El Jardín de la Paz, mirando sobre el Mar Occidental hacia el olvidado Paraíso de la Juventud y la Eterna Belleza...

Siguió hablando, describiendo con palabras sencillas el remoto encanto de Inishgowland.

Emery Power se había reclinado sobre el respaldo del sillón, con una mano puesta sobre los ojos.

—Nací en la costa occidental de Irlanda —dijo por fin—. Salí de allí, cuando todavía era un muchacho, y me fui a América.

—Algo había oído de eso —observó Poirot.

El financiero se irguió. Sus ojos volvieron a tener su expresión penetrante. Con la sonrisa en los labios, dijo:

—Es usted un hombre extraño, Poirot. Tendrá lo que quiere. Llévese la copa al convento y entréguela como donativo mío. Un regalo costoso. Treinta mil libras... ¿y qué conseguirá a cambio?

Poirot replicó con gravedad:

—Las monjas harán decir misa por la salvación de su alma.

La sonrisa del potentado se ensanchó... Fue una sonrisa anhelante y ansiosa.

—¡Al fin y al cabo, será una inversión! Tal vez la mejor que haya hecho nunca...

9

En el pequeño locutorio del convento, Hércules Poirot relató su historia y devolvió el cáliz a la madre superiora.

—Dígale que le damos las gracias y que rezaremos por él —murmuró la monja.

—Necesita de sus oraciones —observó suavemente Hércules Poirot.

—¿Tan infeliz es?

—Sí; tan infeliz que olvidó lo que es la felicidad. Tan infeliz, que él mismo no sabe que lo es.

La mujer comentó:

—¡Ah! Un hombre rico...

Hércules Poirot no replicó... porque sabía que aquello no tenía réplica.

Capítulo XII

La captura del Cancerbero

1

Hércules Poirot viajaba en un vagón del «metro» zarandeado de aquí para allá, tropezando ora con uno de los viajeros, ora con otro. Por su mente pasó el pensamiento de que había demasiada gente en el mundo. Y era cierto que, en aquel preciso momento, las seis y media de la tarde, había mucha gente en el mundo subterráneo de Londres. Calor, ruido, aglomeración, promiscuidad... la incómoda presión de manos, brazos, cuerpos y hombros. Cercado y prensado por extraños.

Todas aquellas jóvenes que le rodeaban eran tan iguales, tan faltas de encanto, tan vacías de atractivo y rica femineidad... ¡Ah! qué no daría él por ver una femme du monde, chic, simpática, spirituelle...

El tren se detuvo en una estación y la gente salió del vagón empujando a Poirot. El convoy arrancó de nuevo con una sacudida y Poirot se vio lanzado contra una corpulenta mujer cargada de paquetes; murmuró Pardon! y a continuación tropezó con un hombre delgado cuya cartera de mano se le incrustó en los riñones. Volvió a decir Pardon! Los bigotes se le estaban volviendo lacios. Quel enfer! Por fortuna se apeaba en la próxima estación.

Pero aquella estación pareció ser también la elegida por cerca de ciento cincuenta pasajeros más, pues se trataba de la de Piccadilly Circus. Como una gran ola cuando sube la marea, la gente se volcó sobre el andén e instantes después Poirot se vio cercado apretadamente de nuevo en una de las escaleras mecánicas que llevaban a la superficie de la tierra.

Por fin iba a salir de las regiones infernales, pensó el detective...

En aquel momento, una voz gritó su nombre. Sobresaltado, el detective levantó la vista. En la escalera opuesta, en la que descendía, sus incrédulos ojos contemplaron una visión del pasado. Una mujer de formas llenas y extravagantes; con el teñido cabello coronado por un pequeño plastrón de paja, sobre el que se veía todo un pelotón de pájaros de brillante plumaje. Unas pieles de aspectos exóticos colgaban de los hombros.

La pintada boca de la mujer se abrió de par en par y su voz, llena y de acento extranjero, resonó en el cerrado ámbito. Tenía buenos pulmones.

—¡Es él! —gritó—. ¡Es él! ¡Mon chéri Hércules Poirot!

—¡Tenemos que vernos otra vez! ¡Insisto en ello!

Pero el propio destino no es menos inexorable que dos escaleras mecánicas cuando se mueven en opuesta dirección. Lenta y despiadadamente, Hércules Poirot subió a la superficie, mientras la condesa Vera Rossakoff se hundía en las profundidades.

Retorciéndose e inclinado sobre el pasamanos, Poirot gritó con desesperación:

Chéri madame..., ¿dónde la podré encontrar...?

La respuesta de ella le llegó confusa desde los abismos. Fue inesperada, aunque en aquel momento parecía extrañamente adecuada...

—En el infierno...

Hércules Poirot parpadeó y volvió a parpadear. De pronto se tambaleó. Había llegado sin darse cuenta a la parte superior de la escalera... y no se acordó de saltar a tiempo. La gente que le rodeaba se desparramó. Hacia uno de los lados, una muchedumbre se apretujaba ante la escalera que descendía. ¿Debía unirse a los que bajaban? ¿Fue aquello lo que quiso decir la condesa? No había duda de que viajar por las entrañas de la tierra, en las horas «punta», era el mismo infierno. Si fue aquello a lo que se refirió la condesa, Poirot estaba completamente de acuerdo con ella...

El detective avanzó con resolución, se introdujo a presión entre la masa de gente y volvió una vez más a las profundidades. Pero al pie de la escalera no había rastro de la condesa.

¿Se dirigió la condesa hacia la línea de Bakerloo o hacia la de Piccadilly? Poirot recorrió los dos andenes, uno tras otro. Pero por ningún lado vio la figura extravagante de la condesa Vera Rossakoff.

Cansado, molido y mortificado en extremo, Hércules Poirot ascendió nuevamente al nivel del suelo y fue a mezclarse con la batahola que reinaba en Piccadilly Circus. Llegó a casa, sintiendo en su interior una agradable agitación.

«En el infierno», había dicho ella. No era posible que le hubieran engañado los oídos.

¿Pero a qué se refería? ¿Al «metro» de Londres? ¿O debía tomar sus palabras en un sentido religioso? Aunque la forma de vida que llevaba hacía presumir que el infierno sería su destino cuando muriera, no era posible que su cortesía fuera a sugerir que Poirot estaba destinado necesariamente al mismo sitio.

Poirot suspiró. Pero no estaba derrotado. En su perplejidad, tomó la determinación más simple y recta. A la mañana siguiente, preguntó a la señorita Lemon, su secretaria.

La señorita Lemon era increíblemente fea, pero eficiente en extremo. Para ella, Poirot no era nadie en particular... era tan sólo su jefe, al que prestaba un excelente servicio. Sus pensamientos y sueños privados se centraban en un nuevo sistema de archivo que estaba perfeccionando en su imaginación.

—Señorita Lemon, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Desde luego, monsieur Poirot.

La señorita Lemon dejó de teclear en la máquina de escribir y esperó atenta.

—Si un amigo... o amiga, le citara en el infierno, ¿qué haría usted?

La secretaria, como de costumbre, no titubeó en contestar. Se sabía todas las respuestas.