—Si viniera su amigo...
—No es probable. Debí equivocarme...
—Cobramos unos precios muy moderados —dijo la señora Harte—. El café después de la comida está incluido en el precio de la pensión. Me gustaría que viera una de las habitaciones...
Aunque con alguna dificultad, Poirot pudo escapar al fin.
4
El salón de la señora Samuelson era más grande, mucho más profusamente adornado y disfrutaba de una cantidad más sofocante de calefacción central que el de lady Hoggin. Poirot avanzó un poco aturdido entre doradas consolas y grandes grupos escultóricos.
La señora Samuelson era más alta que lady Hoggin y se teñía el cabello con peróxido. El pequinés se llamaba Nanki Poo. Sus ojos saltones miraron a Poirot con arrogancia. La señora Kebler, acompañante de la señora Samuelson, era delgada y macilenta, al contrario que la rolliza señorita Carnaby, pero hablaba tan volublemente como ésta. También había sido inculpada de la desaparición del perro.
—Créame, señor Poirot; fue la cosa más asombrosa del mundo. Todo ocurrió en un segundo, al salir de Harrods. Una nurse me preguntó qué hora era...
—¿Una nurse? ¿Una enfermera?
—No, no... una niñera[1]. Llevaba un bebé precioso. Un chiquitín con unas mejillas sonrosadas... Dicen que los niños de Londres no tienen aspecto saludable, pero estoy segura de que...
—Ellen —atajó la señora Samuelson.
La señorita Kebler se sonrojó, tartamudeó unas palabras y calló. Su señora comentó agriamente:
—Y mientras la señora Kebler se inclinaba sobre el cochecito de un niño que nada tenía que ver con ella, aquel atrevido pícaro cortó la correa de Nanki Poo y se lo llevó.
La señorita Kebler murmuró, llorosa:
—Todo ocurrió en un segundo. Miré a mi alrededor y no vi a Nanki... tan sólo tenía en mi mano la correa cortada. ¿Tal vez le gustaría verla, señor Poirot?
—De ninguna manera —se apresuró a contestar el detective, pues no quería hacer colección de correas cortadas—, parece que poco después recibió usted una carta.
La historia era exactamente la misma. La carta y las amenazas de violencia respecto a las orejas y el rabo de Nanki Poo. Sólo dos cosas eran diferentes: la suma de dinero solicitada, que ascendía a trescientas libras, y la dirección a que debía remitirse. Esta vez era el comandante Blackleigh, en el Harrington Hotel, 76, Clonnel Garden, Kensington.
La señora Samuelson prosiguió:
—Cuando me devolvieron sano y salvo a Nanki Poo, fui yo misma a esa dirección. Después de todo, se trataba de trescientas libras.
—Naturalmente.
—La primera cosa que vi fue el sobre en que había enviado el dinero, metido en una especie de casillero que había en el vestíbulo. Mientras esperaba a que acudiera la propietaria me guardé el sobre en el bolsillo. Pero por desgracia...
—Por desgracia —terminó Poirot—, cuando lo abrió vio que sólo contenía unos recortes de papel.
—¿Cómo lo sabe? —La señora Samuelson se volvió espantada hacia él.
Poirot se encogió de hombros.
—Como es natural, chére madame, el ladrón se cuidó de recoger el dinero antes de devolver el perro. Reemplazó los billetes por trozos de papel y repuso el sobre en el casillero para que no advirtieran su falta.
—Allí no se había hospedado nunca nadie que se llamara comandante Blackleigh.
El detective sonrió.
—Desde luego, mi marido se incomodó muchísimo al saberlo. A decir verdad, estaba fuera de sí... completamente fuera de sí.
—¿No se puso usted... ejem... completamente de acuerdo con él, antes de mandar el dinero?
—Claro que no —contestó con decisión la señora Samuelson.
Poirot la miró con expresión inquisitiva y ella explicó:
—No me atreví. Los hombres son muy especiales cuando se trata de dinero. Jacob hubiera insistido en acudir a la policía y yo no podía arriesgarme a ello. Tal vez le hubiera ocurrido algo a mi pequeñito Nanki Poo. Como es lógico, cuando todo hubo pasado tuve que decírselo a mi marido, porque debía explicar las causas de que hubiera puesto en descubierto mi cuenta corriente.
—Eso es..., eso es... —comentó Poirot.
—Nunca lo vi tan furioso. Los hombres —dijo la señora Samuelson, mientras se ajustaba un elegante brazalete de diamantes y daba vuelta a las sortijas que llevaba en los dedos— no piensan en otra cosa más que en el dinero.
5
Hércules Poirot subió en el ascensor hasta las oficinas de sir Joseph Hoggin. Entregó su tarjeta y le anunciaron que sir Joseph estaba ocupado en aquel momento, pero que le recibiría tan pronto le fuera posible. Al cabo de un rato, una arrogante rubia salió del despacho de sir Joseph, llevando en la mano gran cantidad de papeles. Al pasar dirigió una mirada desdeñosa al estrambótico hombrecillo que esperaba.
Sir Joseph estaba sentado tras una inmensa mesa de caoba. En la barbilla tenía una mancha de carmín.
—Bien, señor Poirot. Siéntese. ¿Tiene algo nuevo que contarme?
El detective contestó:
—El asunto en sí es de una simplicidad encantadora. En cada uno de los casos, el dinero se envió a una de esas pensiones u hoteles privados en los que no hay portero ni encargado de recepción y donde gran cantidad de huéspedes entran y salen continuamente, incluyendo entre ellos un buen porcentaje de militares retirados. Resulta, pues, facilísimo para cualquiera, entrar en el vestíbulo, o retirar una carta del casillero. Luego, o bien puede llevársela, o puede sacar el dinero y reemplazarlo por recortes de periódicos. Por lo tanto, en todas las ocasiones, nos encontramos con que la pista termina en un callejón sin salida.
—¿Quiere usted decir que no tiene idea de quién lo hizo?
—Tengo algunos proyectos; mas harán falta unos pocos días para llevarlos a la práctica.
Sir Joseph lo miró con curiosidad.
—Buen trabajo. Entonces, cuando tenga que informarme de alguna cosa...
—Iré a su casa.
—Si llega usted al fondo de este asunto, habrá llevado a cabo un excelente trabajo —opinó sir Joseph.
—No tiene por qué preocuparse; no fracasaré. Hércules Poirot nunca falla.
Sir Joseph Hoggin miró fijamente al hombrecillo.
—Tiene usted mucha confianza en sí mismo, ¿verdad? —preguntó.
—Enteramente, y con razón.
—Bien —sir Joseph se recostó en su sillón—: Ya sabe que antes de la caída siempre está orgulloso uno de lo bien que sabe andar.
6
Hércules Poirot, sentado frente a la estufa eléctrica, que le producía una plácida satisfacción por su diseño geométrico, daba instrucciones a su criado y factótum.
—¿Has entendido, George?
—Perfectamente, señor.
—Lo más probable será un piso o departamento pequeño. Debe encontrarse dentro de un aérea limitada. Al sur del parque, al este de la iglesia de Kesington, al oeste de los cuarteles de Knightsbridge y al norte de Fullham Road.
—Comprendido, señor.
Poirot observó:
—Es un caso curioso. Demuestra que hemos topado con un verdadero talento para la organización. Y tenemos, además, la sorprendente invisibilidad del actor principal... el propia león de Nemea, si puedo llamarlo así. Un caso muy interesante. Desearía que mi cliente me fuera más atractivo, pero, por desgracia, se parece a un fabricante de jabón, de Lieja, que envenenó a su esposa para poder casarse con una secretaria rubia que tenía. Fue uno de mis primeros éxitos.
George sacudió la cabeza y dijo gravemente:
—Esa rubias, señor, son responsables de una gran cantidad de disgustos.