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Poirot pareció estar un poco confundido.

—Entonces, ¿es ingeniero o arquitecto?

—¿Y qué importa eso? —dijo la condesa—. ¡Es adorable! No se preocupa más que de vigas de hierro, maquinaria y lo que llaman resistencia de los materiales. Cosas que nunca yo llegaré a comprender. Pero nos adoramos... siempre nos hemos querido mucho. Por eso quiero también a la pequeña Alice. Sí; están prometidos. Se conocieron en un avión, o un barco... o tal vez en el tren, pero se enamoraron mientras hablaban del bienestar de los obreros. Y cuando ella llegó a Londres vino a verme y la estreché contra mi corazón —la condesa se oprimió con las manos el ancho seno—. Y entonces le dije: «Tú y Niki os queréis; y por lo tanto yo también te quiero... pero si lo amas, ¿por qué lo has dejado en América?» Me habló del «trabajo» que mi hijo estaba llevando a cabo y del libro que ella escribía. Francamente, no lo acabé de entender; pero yo siempre dije que se debe ser tolerante —y sin respirar añadió—: ¿Y qué me dice usted, chéri ami, acerca de todo lo que he hecho aquí?

—Está muy bien imaginado —dijo Poirot mirando a su alrededor con aire de aprobación—. Es chic.

El salón estaba lleno y se veía que el local había tenido éxito. Entre el público se encontraban lánguidas parejas vestidas con traje de etiqueta; bohemios con pantalones de pana y corpulentos caballeros ataviados con traje de calle. Los de la orquesta, vestidos de diablo, tocaban música moderna. No había duda. «El Infierno» tenía un extraordinario éxito.

—Aquí viene toda clase de gente —observó la condesa—. Debe ser así, ¿verdad? Las puertas del infierno están abiertas para todos.

—Excepto para los pobres —sugirió Poirot.

La condesa rió.

—¿No dicen que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos? Es natural, entonces, que tengan prioridad en el infierno.

El profesor y Alice volvieron a la mesa y la condesa se levantó.

—Tengo que hablar con Arístides.

Cambió algunas palabras con el maestresala, un delgado Mefistófeles, y luego fue de mesa en mesa, hablando con los parroquianos.

El profesor, tras de enjugarse el sudor que le cubría la frente y tomar un sorbo de vino, dijo:

—Tiene personalidad, ¿verdad? La gente se da cuenta.

Luego se excusó y se dirigió a otra mesa donde trabó conversación con su ocupante. Cuando Poirot quedó solo con la muchacha, se sintió ligeramente turbado al encontrarse con la fría mirada de sus azules ojos. Era bonita, aunque turbadora.

—Todavía no sé su apellido —dijo el detective.

—Cunningham. Doctora Alice Cunningham. Tengo entendido que conoció a Vera en otros tiempos, ¿verdad?

—Hará unos veinte años.

—La considero como una interesante materia de estudio —dijo la doctora Alice Cunningham—. Naturalmente, me interesa como madre del hombre con quien voy a casarme; mas al propio tiempo me atrae desde un punto de vista profesional.

—¿De veras?

—Sí. Estoy escribiendo un libro sobre psicología criminal. La vida nocturna de este club me instruye mucho. Hay varios delincuentes que vienen aquí todos los días. Algunos me han contado sus vidas. Desde luego, usted ya conoce las tendencias de Vera... su afición al robo, quiero decir.

—Sí, sí... ya la conozco —dijo Poirot ligeramente sorprendido.

—Yo le llamo el complejo de Magpie. Ya sabe que sólo roba cosas que brillen. Nunca dinero; siempre joyas. Me ha enterado de que cuando era niña la mimaron y la consintieron; pero todo ello sin dejarla que tuviera contacto con personas extrañas. La vida le fue insufriblemente aburrida... aburrida y segura. Su naturaleza pedía drama; ansiaba que la castigaran. Eso es lo que hay en el fondo de su afición al robo. Necesitaba la «importancia», la «notoriedad» de ser castigada.

—Su vida no debió ser segura ni aburrida, como miembro del ancien régime, en Rusia, durante la Revolución —objetó Poirot.

Una expresión ligeramente divertida asomó a los pálidos ojos azules de ella.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Miembro del ancien régime? ¿Se lo ha contado ella?

—No se puede negar que es una aristócrata —replicó Poirot, fiel a su amiga, aunque tuvo que apartar ciertos molestos recuerdos relativos a varios relatos muy vívidos que de su pasada existencia le había hecho la propia condesa.

—Cada uno cree lo que quiere creer —observó la señorita Cunningham, mirándole con ojos de profesional.

Poirot se sintió alarmado. Aquella chiquilla era capaz de decirle cuál era su complejo. Decidió llevar la guerra al campo enemigo. Le gustaba la compañía de la condesa Rossakoff, más que nada por su aristocrática provenance y no estaba dispuesto a que le estropeara su gusto aquella chica con gafas, de ojos insípidos, graduada en psicología.

—¿Sabe usted qué es lo que encuentro desconcertante? —preguntó.

Alice Cunningham no admitió con palabras que lo desconocía. Se limitó a mirarle con aspecto aburrido e indulgente. Poirot prosiguió:

—Me asombra que usted, que es joven y parecería bonita si se preocupara de ello... bueno; me sorprende que no haya sentido esa preocupación. Lleva usted esa chaqueta y esa sólida falda, con grandes bolsillos como si fuera a jugar al golf. Pero esto no es un campo de golf, sino un sótano con temperatura de setenta y un grados Fahrenheit. Le reluce la nariz, pero usted no se la empolva; y se ha pintado la boca sin poner ninguna atención, sin resaltar la curva de los labios. Es usted una mujer, pero no presta ninguna atención al hecho de serlo. Y yo le pregunto: ¿por qué? ¡Es una lástima!

Por un momento tuvo la satisfacción de vez que Alice Cunningham se volvía más humana. Hasta un relámpago de ira pasó por sus ojos. Luego recobró su actitud de menosprecio.

—Mi apreciado monsieur Poirot —dijo la joven—, me temo que no está usted al corriente de la ideología moderna. Lo que importa es lo fundamental... no los adornos.

Levantó la vista en el instante en que un joven, apuesto y elegante, se acercaba a ellos.

—Este sí que es un tipo interesante —murmuró ella con deleite—. ¡Paul Varesco! Vive a costa de las mujeres y tiene unas extrañas y depravadas tendencias. Necesito que me cuente algo más acerca de una niñera que cuidaba de él cuando tenía tres años.

Poco después estaba bailando con el joven, que seguía el ritmo maravillosamente. En una de las ocasiones en que pasaron junto a él, Poirot oyó que ella decía:

—¿Y después de pasar el verano en Bognor ella le regaló una grúa de juguete? Una grúa... sí; eso es muy interesante.

Durante un instante Poirot se permitió jugar con la idea de que el interés que mostraba la señorita Cunningham por aquellos tipos criminales podía ser la causa de que cualquiera día encontraran el cuerpo mutilado de la joven en algún bosque solitario. No le gustaba Alice Cunningham, pero era lo bastante sincero para reconocer que la razón de ello estribaba en el hecho de que la joven no se había impresionado en absoluto ante Hércules Poirot. ¡Su vanidad quedó malparada!

Luego vio algo que alejó momentáneamente a Alice Cunningham de sus pensamientos. En una de las mesitas situada al otro lado de la pista estaba sentado un joven de cabellos rubios. Llevaba traje de etiqueta y su apariencia era la de quien pasa una vida fácil y agradable. Frente a él se sentaba una chica cuyo aspecto coincidía con el de su acompañante. El muchacho la miraba con aire abstraído. Cualquiera diría a la vista de aquella pareja: «¡Un rico ocioso!» Pero Hércules Poirot sabía que aquel joven no era rico ni estaba ocioso. Era, en realidad, el detective inspector Charles Stevens, y a Poirot le pareció probable que su presencia en el local tuviera algo que ver con sus ocupaciones profesionales.

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