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Las palabras del profesor quedaron ahogadas por un griterío general. Se oyó la palabra «policía»; las mujeres se levantaron de sus asientos y se armó un verdadero pandemónium. A continuación se apagaron las luces y lo mismo ocurrió con la parrilla eléctrica.

Como un contrapunto a la barahúnda, la voz del profesor siguió recitando tranquilamente varios puntos de las leyes de Yamurabi.

Cuando volvieron a encenderse las luces, Hércules Poirot estaba a la mitad de la escalera que conducía al exterior. Los policías que custodiaban la salida le saludaron. El detective salió a la calle y se dirigió a la esquina.

A la vuelta de ella, pegado a la pared, esperaba un hombrecillo de nariz colorada; a su alrededor se notaba un olor penetrante.

Con un murmullo ronco y apremiante, dijo:

—Aquí estoy, jefe. ¿Es ya hora de que haga lo mío?

—Sí. Vamos.

—¡Pero eso está plagado de polizontes!

—No se preocupe. Ya los avisé.

—Espero que no se meterán conmigo.

—No lo harán. ¿Está usted seguro de poder llevar a cabo lo que le dije? El animal en cuestión es grande y feroz.

—Conmigo no lo será —respondió el hombrecillo confiadamente—. Aquí traigo una cosa que lo amansará. ¡Cualquier perro me seguiría hasta el infierno por conseguirla!

—En este caso, lo sacará usted fuera de él —replicó Hércules Poirot.

7

El timbre del teléfono sonó a primeras horas de la mañana. Poirot cogió el auricular.

Se oyó la voz de Japp.

—¿Quería hablar conmigo? —preguntó el policía.

—Sí; eso es. ¿Qué me cuenta?

—No encontramos las drogas, pero conseguimos las esmeraldas.

—¿Dónde?

—En el bolsillo del profesor Liskeard.

—¿También se sorprende usted? Con franqueza, no sé qué pensar. Pareció tan asombrado como un niño de pecho. Las miró y dijo que no tenía ni la más remota idea de cómo habían llegado a su bolsillo, ¡maldita sea!, creo que decía la verdad. Varesco pudo ponérselas fácilmente mientras estuvo la luz apagada. No puedo imaginarme a un hombre como Liskeard mezclado en una cosa así. Pertenece a la alta sociedad y hasta se relaciona con el Museo Británico. En lo único que gasta el dinero es en libros, y así y todo, los compra de segunda mano. No; no encaja en ello. Empiezo a creer que estábamos equivocados; que nunca ha habido drogas en ese club.

—Pues sí que las hubo, amigo mío. Anoche estaban allí. Y dígame, ¿no salió nadie por la puerta secreta?

—Sí. El príncipe Henry de Scandenberg y su caballerizo mayor. Llegó ayer mismo a Londres. Y el ministro Vitemian Evans. Es un oficio bastante peliagudo ser ministro laborista, pues debe andar uno con mucho cuidado. A nadie le preocupa que un político conservador se gaste los cuartos en francachelas, porque todos se figuran que gasta de su dinero. Pero cuando se trata de un laborista, la gente piensa en seguida que está derrochando los fondos del partido. Y a decir verdad, así suele ocurrir. Bueno, lady Beatrice Viner fue la última; se casa pasado mañana con el presumido duque de Leominster. No creo que ninguno de ellos tenga nada que ver con lo que nos ocupa.

—Y está usted en lo cierto. De todas formas, las drogas estaban en el club y alguien las sacó de allí.

—¿Quién fue?

—Yo, amigo mío —respondió Poirot suavemente.

Colgó el auricular, cortando los farfulleos de Japp, al oír que sonaba el timbre de la puerta. El detective la abrió personalmente y dejó que entrara la condesa Rossakoff.

—Si no fuera por lo viejos que somos, esto iba a ser muy comprometedor —exclamó ella—. Ya ve que he venido, tal como me pedía en su nota. Creo que me ha seguido un policía, pero, por mí, que se espere en la calle; bien, amigo mío, ¿qué ocurre?

Poirot, galantemente, le ayudó a quitarse las pieles.

—¿Por qué puso las esmeraldas en el bolsillo del profesor Liskeard? —preguntó el detective—. Ce n'est pas gentile, ce que vous avez fait la!

La condesa abrió los ojos de par en par.

—Pues lo que me propuse fue ponerlas en el bolsillo de usted.

—¿En mi bolsillo?

—Claro que sí. Fui precipitadamente hacia la mesa donde solía usted sentarse; pero supongo que al estar las luces apagadas, por inadvertencia puse las esmeraldas en el bolsillo del profesor.

—¿Y por qué quería hacerme cargar con unas esmeraldas robadas?

—Me pareció... Tuve que decidirme con rapidez, ¿comprende? Y aquello era lo mejor que podía hacer.

—Realmente, Vera, es usted impayable.

—¡Pero, mi querido amigo, considere...! Llegó la policía y se apagaron las luces, esto último es un arreglo que hemos hecho para los clientes que no desean ser molestados, y una mano cogió el bolso que tenía sobre la mesa. Lo recuperé de un manotazo y sentí a través del terciopelo una cosa dura en su interior. Introduje la mano, y por el tacto supe que eran piedras preciosas. En el acto comprendí quién las había puesto allí.

—¿De veras? ¿Lo sabe usted?

—Claro que lo sé. ¡Es ese salaud! Es ese basilisco, ese monstruo, ese hipócrita, ese traidor, ese reptil de Paul Varesco.

—¿Su socio?

—Sí, sí. Es el dueño; él fue quien puso el dinero. Hasta ahora nunca le traicioné, siempre le he sido fiel. Pero ya que me ha vendido, que ha querido entregarme a la policía... ¡Ah!; ahora he de decir a todos que ha sido él... sí ¡que ha sido él!

—Cálmese —dijo Poirot—. Entre conmigo en esta habitación.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y de momento daba la sensación de que estaba toda llena de «perro». Cerbero parecía desproporcionado en el espacioso sitio que ocupaba en «El Infierno»; pero en el pequeño comedor del piso de Poirot, causaba la impresión de que no había otra cosa más que él. A su lado, sin embargo, estaba el odorífero hombrecillo de la noche anterior.

—Hemos venido de acuerdo con lo acordado, jefe —dijo el acompañante del perro, con voz ronca.

Dou dou! —exclamó la condesa—. Mi pobrecito Dou dou...

Cerbero golpeó el suelo con la cola. Pero no se movió.

—Permítame que le presente al señor William Higgs —gritó Poirot para hacerse oír sobre el estruendo que hacía el perro con la cola—. Es un maestro en su profesión. Durante el batiburrillo que se armó anoche, el señor Higgs indujo a Cerbero que saliera de «El Infierno» y le siguiera.

—¿Que usted le indujo? —la condesa miró incrédulamente al hombrecillo—. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

El señor Higgs bajó los ojos avergonzado.

—No sé cómo decirlo ante una dama. Pero hay cosas que los perros no pueden resistir. Un perro me seguirá a cualquier lado si yo quiero. Desde luego, ya comprenderá usted que no podría hacer lo mismo si se tratara de una perra... No; eso es diferente.

La condesa Rossakoff se volvió hacia Poirot.

—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —preguntó.

—Un perro enseñado a propósito, puede llevar una cosa en la boca hasta que se ordene que la suelte. Durante horas enteras si es preciso. ¿Quiere usted ordenarle que suelte lo que lleva ahora?