—Un moderno Robin Hood —comentó Poirot—. Dígame, señorita Carnaby, ¿hubiera usted llevado a cabo alguna vez las amenazas que intercalaba en sus cartas?
—¿Amenazas?
—¿Hubiera llegado a mutilar a los animales en la forma que detallaba?
La señorita Carnaby lo miró con horror.
—Claro que no. ¡Nunca hubiera hecho una cosa así! Eso era tan sólo... un toque artístico.
—Muy artístico. Dio buen resultado.
—Ya sabía yo que lo daría. En mi fuero interno imaginaba lo que yo sentiría si fuera Augusto el amenazado y, por otra parte quería estar segura de que las interesadas no dirían nada a sus maridos hasta que hubiera pasado todo. El plan dio un magnífico resultado en todas las ocasiones. En el noventa por ciento de los casos, las señoras de compañía se encargaban de depositar la carta en Correos. Pero antes abríamos los sobres utilizando el vapor; sacábamos los billetes y los reemplazábamos con recortes de papel. En una o dos ocasiones, las propias señoras se encargaron de echar las cartas en el buzón. Entonces, como es natural, tuvimos que ir hasta el hotel a que iban dirigidas y cogerlas del casillero. Pero eso no presentaba muchas dificultades.
—¿Y la cuestión de la niñera? ¿Hubo tal niñera en todos los casos?
—Pues verá usted, señor Poirot. De todos es sabido que las viejas se vuelven locas por los bebés. Por lo tanto, era completamente natural que al quedar absortas por uno de ellos no se dieran cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
Hércules Poirot suspiró.
—Su psicología es excelente —dijo—. La organización irreprochable y, además, es usted una magnífica actriz. Su actuación del otro día, cuando me entrevisté con lady Hoggin, no tuvo el menor fallo. No se menosprecie nunca a sí misma, señorita Carnaby. Puede ser usted lo que llamamos una mujer inexperta; pero no hay nada que falle en su cerebro, ni se puede dudar de su valor.
Amy Carnaby sonrió con desgana.
—Y no obstante, he sido descubierta, señor Poirot.
—Sólo por mí. ¡Eso era inevitable! Después de la entrevista que sostuve con la señora Samuelson, me di cuenta de que el secuestro de Shan Tung constituía uno de los eslabones de una cadena. Ya me había enterado de que había heredado usted un perro pequinés y que tenía una hermana inválida. Sólo tuve que rogar a mi insustituible criado que buscara un pisito, dentro de un radio determinado, ocupado por una señora inválida que tuviera un pequinés y una hermana que la visitara una vez a la semana en su día libre. Fue muy sencillo.
Amy Carnaby se irguió.
—Ha sido usted muy amable —dijo—. Ello me anima a pedirle un favor. Ya sé que no puedo eludir el castigo que merezco por lo que he hecho. Supongo que me enviarán a la cárcel. Pero si puede, señor Poirot, evite que se haga mucha publicidad sobre el caso. Sería penoso para Emily... y para los pocos que nos conocieron en otros tiempos. Me imagino que podré entrar en la prisión con nombre falso. ¿Cree usted que sería contraproducente solicitar una cosa así?
—Me parece que podré hacer algo mejor que eso —contestó Poirot—. Pero antes que nada, quiero dejar bien sentada una cosa. Este negocio debe terminar. No deben desaparecer más perros. ¡Se acabó!
—Sí, sí, desde luego.
—Y tiene que devolver el dinero que consiguió de lady Hoggin.
Amy Carnaby cruzó la habitación, abrió un cajón de una cómoda y volvió, llevando en la mano un puñado de billetes envueltos que dio a Poirot. El detective cogió el dinero y lo contó. Luego se levantó.
—Posiblemente, señorita Carnaby, conseguiré convencer a sir Joseph para que no presente ninguna demanda.
—¡Oh, señor Poirot!
Amy Carnaby juntó las manos; su hermana dio un grito de júbilo y Augusto, por no ser menos, ladró y movió la cola como gratitud hacia el detective.
—Y en cuanto a ti, amigo mío —dijo Poirot, dirigiéndose al perro—, desearía me pudieras dar una de tus cualidades. Tu manto de invisibilidad. En todos esos casos nadie sospechó que había un segundo perro complicado. Augusto posee la piel del león que lo hace invisible.
—Desde luego, señor Poirot. De acuerdo con lo que dice la leyenda, los pequineses fueron leones en tiempos pasados. ¡Y todavía conservan el corazón del rey de los animales!
—Supongo que Augusto será el perro que le legó lady Hartingfield y que, según me dijeron, había muerto. ¿No la preocupó nunca el dejar que viniera solo a casa, a través del tránsito callejero?
—No, señor, Poirot. Augusto sabe muy bien lo que hacer. Lo adiestré cuidadosamente para ello. Hasta sabe cuáles son las calles de dirección única.
—En ese caso —opinó Hércules Poirot—, es superior a muchos seres humanos.
8
Sir Joseph recibió a Poirot en el despacho de su casa.
—Bien, señor Poirot —dijo—. ¿Consiguió llevar a cabo su bravata?
—Permítame que antes le formule una pregunta —replicó el detective mientras tomaba asiento—. Sé quién es el delincuente y estimo posible presentar pruebas suficientes para que le condenen. Pero en ese caso, dudo de que pueda usted recobrar nunca su dinero.
La cara de sir Joseph tomó un tinte violáceo.
—Pero yo no soy un policía —prosiguió Poirot—. Actúo en este caso meramente para defender los derechos de usted. Creo que podré recobrar intacto su dinero si no presenta demanda alguna.
—¿Eh? —dijo sir Joseph—. Eso necesita que se piense un poco.
—Usted es el que ha de decidir. Hablando en términos estrictos, supongo que debería denunciar el caso por bien del interés público. Mucha gente le aconsejaría lo mismo.
—Eso creo yo —contestó secamente el financiero—. Al fin y al cabo no sería su dinero el que se volatilizaría. Si hay alguna cosa que yo aborrezco, es que me estafen. Nadie lo hizo sin que pagara las consecuencias.
Sir Joseph dio un enérgico puñetazo sobre la mesa.
—Bien. ¿Qué decide entonces?
—¡Quiero la «pasta»! Nadie se ha jactado de haberse quedado con doscientas libras de mi propiedad.
Hércules Poirot se levantó, fue hacia la mesa y extendió un cheque por doscientas libras que luego entregó a su interlocutor.
—¡Maldita sea! ¿Quién diablos es el culpable? —preguntó sir Joseph.
—Si acepta el dinero no debe hacer preguntas —replicó Poirot.
El financiero dobló el cheque y lo guardó en su bolsillo.
—Es una lástima. Pero aquí de lo que se trata es del dinero. ¿Y cuánto le debo a usted, señor Poirot?
—Mis honorarios no van a ser muy elevados. Como ya le dije, este asunto carecía de toda importancia —hizo una pausa y luego prosiguió—: casi todos los casos de que me encargo ahora son asesinatos...
Sir Joseph se sobresaltó ligeramente.
—¿Y son interesantes? —preguntó.
—Algunas veces. Es curioso; me recuerda usted uno de mis primeros casos, en Bélgica, hace muchos años... El personaje protagonista se le parecía mucho a usted. Era un rico fabricante de jabón. Envenenó a su esposa para poder casarse con su secretaria. Sí; el parecido es extraordinario...
Un débil sonido salió de los labios de sir Joseph, que había tomado un extraño color azulado. El tono rojizo de sus mejillas desapareció. Miró a Poirot con ojos que parecían salirse de las órbitas. Dio la impresión de encogerse en el sillón donde se sentaba.
Después, con mano trémula, registró su bolsillo; sacó el cheque que extendiera Poirot y lo rompió en pedazos.
—El asunto queda zanjado, ¿entiende? Considere esto como sus honorarios.