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El muchacho corrió a la ciudad, rodeó las empinadas calles a espaldas de la catedral, y puso la capa en manos de un judío, quien, desplegando la tela, miróla del haz y del revés, preguntó: – ¿Dónde la has hurtado? -y, por último, vuelto de espaldas, sacó de una gaveta una pieza de oro y se la entregó sin añadir palabra…

La cena fue sombría. Callaban todos al comienzo, devorando el guiso que, a prisa, a prisa, había aderezado el cocinero. Pero conforme la salsa, sazonada con romero y tomillo, y el áspero vino de la tierra entonaron los corazones sin disipar el humor sombrío, se comentó con rabiosa amargura el contraste entre la actual pobreza del rey y el fausto insolente de sus grandes vasallos. Los comentarios habían comenzado en voz baja, entre vecinos de mesa; mas pronto se extendieron y cruzaron por encima de la tabla como jarro que se derrama, y los susurros apagados por la ira se fueron elevando al tono vibrante de la indignación. Su luz prestaba, sobre todo, un brillo crudo a los detalles del festín que la víspera se había celebrado en el palacio del obispo don Ildefonso; se aducían con ofendida vehemencia muestras increíbles de disipación, alegría escandalosa y pagano despilfarro.

El rey comía absorto y en silencio. Pero, acabada la cena, se apartó con Ruy Pérez, su montero, y ambos resolvieron preparar un golpe de mano que redujera el poder de los crecidos señores. Para ultimar sin estorbo durante ella los pormenores del plan, se dispuso una nueva salida de caza, con sólo las gentes que el propio Ruy Pérez seleccionaría.

Y así, dos días más tarde partieron antes de rayar el alba los llamados a participar en la conjura, y cabalgaron cosa de legua y media. Mientras los sirvientes iban delante con los perros, atrás los señores, en tropel apretados alrededor del rey, discutían el cómo y cuándo… Concertado, pues, fijado y ajustado con detalle, descabalgaron en un bosquecillo y se agruparon a la sombra de un roble para tomar descanso antes que se emprendiera el ojeo. Ahora, ya que todo estaba dispuesto, se discurría con nervioso regocijo sobre las consecuencias del golpe, que había de restituir al rey un poder "roído por las ratas de la traición", castigando la soberbia y el abuso de los magnates.

Separado del corro, escuchaba don Enrique la charla ruidosa de sus amigos, que se quitaban la palabra y se ofrecían vino los unos a los otros celebrando por adelantado el éxito de su proyecto. Y cuando, pasado un rato, quiso el rey abrirse paso entre el grupo entusiasta, necesitó apoyar con insistencia su mano en el hombro de Ruy Pérez que, en aquel instante, mantenía alta la bota de vino para recibir en el gaznate un delgado chorrillo de transparente rojez. Se apuraron todos entonces a ofrecerle al rey algo que comiera; pero don Enrique hizo una indicación a su montero y éste dio órdenes; sonaron las trompas, se reunió la gente, y Ruy Pérez dispuso el súbito regreso. Enseguida cundió la noticia entre los sirvientes: el rey se había sentido repentinamente enfermo.

Por sus pasos contados vino a cumplirse, pues, el hecho de fuerza que agotaría las del Doliente. Dos semanas habían transcurrido desde aquel día, cerradas a piedra y lodo las puertas del castillo, y ahora acudían a él los señores todos del reino desde sus diversas tierras y lugares. Conforme iban reuniéndose en los patios traseros los séquitos de los grandes, se hacía más espeso entre las gentes el rumor de la muerte del rey. Palafreneros y espoliques atendían a las bestias apremiando con gritos e injurias a los mozos de cuadra; pero los criados y escuderos de los magnates platicaban entre sí acerca de las causas de la asamblea convocada y de las consecuencias que eran de prever. Nadie sabía nada a punto fijo; pero todos encubrían su ignorancia bajo alarde de reserva; y así, el ambiente de duelo era cada vez más denso: prestaba preocupación a las caras y moderación a los acentos.

Mientras tanto, los grandes señores, congregados en el salón de ceremonias, cuchicheaban cerca de las ventanas en grupos que se disolvían y fundían entre sí cada vez que era abierta la puerta de la estancia para dar paso a un nuevo potentado. Último en llegar, es el maestre de Santiago, don Martín Fernández de Acuña: trae el hábito de su orden sobre la armadura; se ha detenido en la puerta, y saluda con jovialidad ruidosa a los reunidos. Viendo entre ellos a su primo y cuñado el almirante don Juan Sánchez de Acuña, abre los brazos y lo estrecha, pidiéndole nuevas de su casa: – ¡Tres años que no nos vemos, hermano! -le dice. Y luego, llevándoselo a un rincón y bajando la voz, le pide informes acerca del caso para que han sido allí reunidos. "Parece -le explica el almirante- que el rey está en trance de rendir el alma, y quiere hacer público testamento. Pero de cierto nada se sabe…" Quedan callados un momento: el maestre, con la cabeza alta sobre la blanca orla de su barba bien cuidada; el almirante, baja la mirada, contempla distraído las uñas de su mano izquierda. Cerca de ellos otro pequeño grupo recuerda las alternativas de la salud del rey, queriendo penetrar los designios de la Providencia. Después de acometido por el mal -cuenta alguien allí- se le afeó el semblante y se le agrió el ánimo como si quisiera ponerse a la par de un cuerpo flojo, incapaz de emprender cosa de provecho y aun negado a cualquier alegría.

– He oído decir a quienes hace poco lo han visto que tiene ya retratada la muerte en su casa y que su aliento mismo declara con su fetidez cómo la lleva consigo, encerrada en el cuerpo -tercia otro-. Entiendo que hemos sido llamados a escuchar su última voluntad.

En esto, la puerta se abrió con un gran golpe. Todas las conversaciones quedaron cortadas; todos los rostros se volvieron a ella; todos los ojos concurrieron allí. Y vieron entrar, con pisada firme y lenta, armado de todas armas y encarnizados los chispeantes ojos en medio de un semblante blanco de ira, aquel mismo rey don Enrique a cuya agonía pensaban asistir. Se adelantó, pues, hendiendo el estupor hasta el centro de la sala y, parado ahí, tras helada pausa, con un tono compuesto y una voz despaciosa que disimulara su alteración, se dirigió el rey a sus vasallos:

– Señores -les dijo-: antes de haceros saber para qué os he reunido, una cosa quisiera yo averiguar de cada uno, y es ésta: ¿cuántos reyes habéis conocido en Castilla?

– Los magnates, desconcertados, cruzaron entre sí miradas de asombro y, no imaginando a dónde iría a parar con su extravagante cuestión el melancólico rey, callaban. Pero éste insistió en ella con voz aún más apagada y lenta:

– Vamos, señores. ¿cuántos reyes ha conocido en Castilla cada uno de vosotros?

Sólo después de un largo espacio el condestable don Alfonso Gómez Benavides, sostenido en el brazo de su nieto que le acompañaba a la reunión, tomó la palabra y dijo:

– Señor, parecería que huelga inquirir de cada uno lo que yo, por más viejo, puedo responder en nombre de todos. Cinco reyes han conocido en Castilla mis largos años. Al comenzar la dilatada carrera de mi vida tenía el reino don Alfonso, y lo agrandaba sin tregua ni descanso. Una peste, envidiosa de su gloria, impidió cortándole la vida que ensanchase sus estados al tamaño de su grandeza. Y dueña ya la envidia del reino, lo desconcertó y enflaqueció en las luchas de dos reyes hermanos, don Pedro y don Enrique, vuestro abuelo, de quien tenéis, señor, el nombre y la corona. Conocí luego el reinado de vuestro padre, don Juan; y por último, señor (y tal vez vuestra mente, demasiado tierna entonces, no haya guardado memoria del día en que os besé las manos de niño reconociéndoos rey), por último… Bien quisiera que mis ojos cansados se cerraran para siempre sin haber visto otro más: ¡hartos son cinco reyes para una vida!

Refrenando por respeto la cólera había escuchado don Enrique el discurso del anciano, en cuya demora hallaron los demás nobles espacio para cavilar su preocupación. Pero las últimas palabras, trayendo a lo vivo la ocasión engañosa de aquella asamblea, reavivaron con su imprudencia la regia ira; y así, no bien hubo cerrado sus labios el condestable, le replicó el rey:

– Hartos son, en verdad, para una vida cinco reinados, y difícil de soportar la variedad de su poder. ¿Qué no sería si esos príncipes, en lugar de haber reinado por sucesivo orden, hubiesen reinado juntos, y si en lugar de cinco fuesen veinte?

Demudado por la furia, las primeras palabras habían salido, lentas y silbantes, de su pecho; pero tras la pausa de la primera frase comenzó a vibrar su voz, trémula al comienzo de la pregunta, y después cada vez más alta, hasta alcanzar el tono de la imprecación: – Pues ¡veinte!, ¡veinte, que no cinco, son los reyes que hoy reinan en Castilla! ¡Veinte, y aún más! Vosotros, señores, sois los reyes de ese reino; vosotros los que tenéis el poder y la riqueza; vosotros los que ostentáis autoridad, los que disponéis, los que mandáis y sois obedecidos… Pero yo juro por esos antepasados míos que nombraste, condestable Alfonso Gómez, juro que vuestro falso poderío ha caído de aquí en adelante, y no volverá a levantarse ya jamás en estas tierras.