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En el ardor de las deliberaciones llegaron a olvidarse por completo del testamento y hasta del propio rey Alfonso, tendido ahí, crecido, imponente bajo sus armas: la ancha espada rígida a su costado; entrelazados los cortos dedos peludos de sus manos, que salían como revoltijo de enormes gusanos por entre las mallas de los guanteletes; hundidos y borrados los ojos que fueron lo terrible en su cara, y destacada en cambio la desvaída barba, rubia canosa en cuyo desorden se medio perdía la famosa cicatriz por la que era reconocido de las gentes y que, desde la oreja, perpetuaba en la carne de la mejilla izquierda el veloz trazado del tajo que la abriera, hasta caer sobre el ángulo mismo de esa boca, ahora negra, de la que un paje oxeaba a las moscas contumaces. A su lado, los susurros se habían ido elevando a rumores, y los rumores a voces destempladas y agrias; y ya los irritados acentos pasaban de irreverentes a sacrílegos ante el cuerpo cuya alma estaba rindiendo cuentas por haber pretendido sepultar con él al reino entero, cuando el obispo de Sahagún hubo de recordar y propuso el nombre del infante monje que fuera su predecesor en el ejercicio de la diócesis para volver pronto al silencio del Monasterio de Tomeras y reasumir, según su vocación humilde, la incomparable dignidad del alma que sólo sirve a Dios.

Este nombre sonó como un hallazgo en los oídos conturbados de los magnates: las palabras del obispo aliviaron todos los corazones, y ahora parecía imposible que nadie lo hubiera recordado antes. Era como si la preterición hecha por Alfonso en su testamento hubiese tenido hasta ese instante la fuerza necesaria para mantener omiso el nombre de su hermano Ramiro, persistiendo insidiosamente, una vez desmontado el artificio de legar el reino a las Órdenes militares, el tácito designio oculto en la cáscara de esa almendra vana que era su expresa voluntad. Y sólo cuando fue invocado el derecho de Ramiro el Monje se comprendió que estaba decaído y anulado por fin el testamento de Alfonso el Batallador.

El reino hizo cortes en Borja. Los procuradores del común, que habían acudido a la ciudad sin tener del testamento regio otra noticia que las desfiguradas en el paso de boca a oreja; que habían comentado en los corrillos de la plaza y en el atrio de la iglesia los dichos sobre una conjuración contra el gran muerto, y que se miraban ahora con ojos de desamparo al conocer el tenor de sus disposiciones, se llenaron de alegría cuando oyeron el nombre de Ramiro y lo aceptaron.

La exaltación del Monje daba forma y hechura al espeso rencor que en los pechos hervía contra el soberbio que pretendiera cerrar tras de sí todas las puertas y perpetuar la orfandad del pueblo y ser el último rey, ofreciendo la corona a Dios -para que nadie pudiera tomarla sin sacrilegio- y entregándola, como una manda que se cuelga en el muro de la ermita, a la custodia de las órdenes. La exaltación del Monje humillaba al soberbio y henchía de regocijo a los súbditos, que en él se sentían exaltados. Pero éstos se regocijaban también porque, después del violento que los había forzado a olvidarse de sí mismos y poner todo lo suyo y ponerse ellos con alma y cuerpo a engrandecer el reino, cargándolos con el sacrificio anejo a la gloria de que él se revestía, deseaban el reinado del manso, que no los abrumaría con su talla ni los obligaría con la magnitud de nuevos estados.

Se acercaron, pues, a reclamarlo como príncipe hasta el monasterio donde estaba cumpliendo su falso destino. Y tan pronto como se supo llamado, apenas le dijeron que no existía ya el que ya estaba ahí cuando él naciera, y que el reino le pedía que ocupase su puesto y viniera a mandar en los hombres, un flujo de terror, angustia y felicidad le nubló la vista: corrió el sudor de su frente, y humedeció su pecho y sus ingles. Creyó comprender de repente su verdadero destino que, oculto durante todos los años de su vida, se le revelaba ahora en un golpe tardío; ahora, cuando ya su alma se había plegado a otro que era de obediencia y renunciación. Y así, mientras su cara traslucía el espanto y se le aflojaban, desmadejados, brazos y piernas, alzábasele la sangre alocada en la cabeza, el corazón y el sexo y lo inundaba, por oleadas, del horror de sí mismo…

Pronto recuperó el ánimo, y pudo hacerse con la jauría que alborotaba en sus oídos. Su cara dijo que no, tras el escudo de unas manos que oponían las palmas pálidas al mundo. Una y otra vez insistieron los grandes del reino, y otras tantas volvió a denegar aquella cabeza tonsurada, girando lentamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. No; no él; su vocación no era ésa. La negativa había perdido la premura del primer sobresalto; era serena, y estaba impregnada de una amargura que, por momentos, se transfiguraba -se corrompía acaso- en una especie mala de dicha. No; no él. El había hecho votos de servir a Dios en la humildad, con las obras que están al alcance de cualquiera, con las obras mínimas de la voluntad rendida. ¿Querían acaso perderle? ¿Cómo iba a abandonar la vestidura de Dios para empuñar la espada de quienes saben servirlo con el esfuerzo de su brazo, él, hecho a volver la violencia contra sí mismo?… Sus preguntas se repetían, y se prolongaban en el silencio, mientras sus ojos, entre consternados e irónicos, inquirían en los ojos de condes y prelados.

Pero cuando las bocas de éstos pronunciaron por fin e hicieron sonar en su propio corazón, que los caminos de Dios son secretos, y era mandato divino que en vano pretendería eludir, cedió el monje, con el alma muerta, a aquello que en su propio corazón tenía aceptado desde el primer instante.

Ramiro vistió la púrpura, ciñó la espada, calzó espuelas y, besando la corona de su padre, ocupó el trono. Los grandes acudieron a besarle la mano, helada como aquel metal, y el humilde tuvo que recibir acatamiento y mantener tendida esa mano que quisiera esconderse como un animal esquivo.

También hubo de tomar esposa; pues ahora sabía que el futuro estaba abierto como un inmenso seno a sus simientes, aguardándolas con temblorosa avidez para llevar hacia adelante su estirpe, mientras que la estirpe del primogénito había quedado trunca, deshecha, podrida en los tres lechos damascados donde, pocos meses antes de su muerte, viera la carne de sus hijos devorada por la viruela, y reducido así su nombre famoso a anidar en una rama podada del árbol de familia…

La Iglesia dispensó al Monje de sus votos, cediendo ante los signos de la Providencia, y el Santo Padre le dio permiso para desposar a la nieta del duque de Guyena, Inés de Poitiers, que le traería a Aragón su virginidad casi impúber.

Entró Inés sobre una hacanea blanca con guarniciones verdes y doradas. La novia venía acompañada de su ayo, guardada por una tropa de caballeros de su casa, y seguida por más de veinte acémillas cargadas de vestidos y regalos. Para que llegase descansada a la Corte, había acampado la compañía en cierto lugar casi a una legua de Huesca, desde donde se adelantó para anunciarla un hermano de la nueva reina, con un escudero. Don Ramiro salió a aguardar, en medio de sus criados, hasta las puertas de la ciudad. En viendo a su esposa, bajó los ojos el rey, pero enseguida volvió a levantarlos, ahora imperturbables y duros, y la miró desde detrás de la máscara impasible que se había compuesto a toda prisa con los músculos mismos de su cara, y que a ella le resultó turbadora y horrible: hecha de amarilleces ajadas, de pelos rojizos agrupados en espesas cejas y en una barba rala y todavía corta; demasiado grande en conjunto para el tronco que la sostenía, corto de talla y delgado de miembros, y como sumido dentro de la rica vestidura de novio. En el ánimo de Inés se sobrepuso enseguida a esta visión la alegre inocencia y la fuerza caudalosa de su corazón entero: dominando también su propia fatiga, el cansancio de su pelo lacio, de sus ojos sin pestañas irritados por el polvo, y de su pecho tierno y un poco hundido, se sintió y lució hermosa al brotarle de repente el amor que traía guardado para su esposo, y que tenía aprendido de los pájaros del bosque.

El rey monje había aceptado a la esposa como parte de su destino recién manifiesto; pero no quería su amor. El amor no pertenecía a las exigencias de ese destino. Y así, venido el momento, cuando Inés, aturdida de luces, músicas, incienso y calor estival, le aguardaba temblorosa, agitada el alma en movimientos de oscura y dichosa confusión, se llegó a ella con desabrida autoridad de varón y de rey. Luego, apenas pasadas las noches nupciales, abandonó la cámara, forcejeando contra su propia sangre que quería reventarle las sienes, le golpeaba el costado y le henchía el sexo… Pero ¿acaso había de dejarse arrastrar también por su sangre?