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Sobre la sangre del obispo, que corría hasta el suelo en delgados hilos negros, cayó la de los demás grandes, uno tras otro. Todo era tan rápido que apenas si les daba tiempo a abandonar el aplomo arrogante y asumir, tras la sorpresa, la actitud que a cada cual le dictara su alma frente a la muerte. Y sólo el señor de Barbastro se detuvo a la entrada y perdió el color y se le crispó la boca y se le extraviaron los ojos, viendo a un perrillo lamer la sangre que aún fluía de un tronco sin cabeza, en el que reconoció la corpulencia y la ropa de su propio hermano…

Cuando ya no quedó ninguno por ejecutar, fueron sacados los cuerpos en una carreta y expuestas en el atrio de la iglesia las cabezas, formando una campana que anunciaba el escarmiento dispuesto por el rey en quienes más se habían atrevido -según explicó un pregonero, convocado el pueblo a tambor batiente. Un silencio de horror dominó en la plaza, y eso duró todo el día, y se hizo aún más denso en la noche. Pero pasado un tiempo, ya ni los muchachos miraban las descarnadas cabezas… De todo esto sólo había quedado escrito el testimonio de los Anales Toledanos, que dicen: "Mataron las potestades de Huesca: era 1136."

Pocos meses más tarde festejaba Aragón los solemnes desposorios de doña Petronila con Ramón Berenguer IV. La novia tenía dos años de edad; el novio, veinticuatro…

Ramiro el Monje dio al príncipe catalán, con su hija, el ejercicio del poder, conservando para sí, durante los diecisiete años que se prolongó todavía su existencia mortal, el título y la sombra de rey. De este modo, y a través de tan perturbadoras y dolorosas crisis, de tanto angustiarse y buscar, de tanto dar tormento a su alma, vino por fin a cumplir Ramiro su designio originario, viviendo en la Corte esa dignidad sin servicio que correspondía, en su condición regia, al orden de su nacimiento.

(1943)

Los Impostores

Así fue. Ni las advertencias de su propio Consejo de Estado, ni las admoniciones del rey don Felipe, que le exhortaba con su doble autoridad de político y de pariente, ni siquiera la voz prudentísima del Santo Padre, habían bastado a refrenar el ímpetu de aquella obstinada muchachez. Y la Cristiandad entera tuvo que presenciar, consternada, cómo se cumplía su vertiginoso destino: la estrella del rey don Sebastián cayó, pues, segada en el furor de miles de alfanjes, para anegarse en un espeso charco de sangre. Y ahora, pasada con el tiempo la angustia, en la memoria de los príncipes cristianos -testigos de la tierna, brillante exhalación que, sobre los mares, cruzara de Lisboa a Marruecos en el verano de 1578- sólo quedaba ya un recuerdo piadoso del adolescente que, contra todo consejo, había ido a sumirse allí con su ejército de turbulentos y perdularios.

Eso, ahora, transcurrido el tiempo y vencido el horror. Que en su día, cuando la nueva del desastre llegó a Portugal, un raro silencio había cundido por toda la tierra; el reino entero enmudeció, lleno de compasión indecible hacia el príncipe que, poseído de santo celo, sucumbía contra el imperio de la infidelidad por no saber dominar su noble impaciencia, aquella misma impaciencia que, pocos años atrás, le moviera a probar, con censura de algunos y asombro de todos, la solidez de las defensas que guardaban a la capital de la Monarquía atacándola con su propia flota; aquella misma impaciencia que los más sensatos solían tachar de locura, moviendo tristemente la cabeza, pero en donde la juventud mejor de Portugal y con ella todo el pueblo pensaba ver el signo y promesa de un brío que, por el momento, excedía a la destreza de manos aún infantiles… Y en la común estupefacción y desconcierto que su pérdida produjo, sólo su tío, el cardenal regente don Enrique, se había retirado -palidísimo con la noticia- al oratorio de palacio, para implorar en el mayor desconsuelo la salvación de su alma; pues sólo él acertaba a descubrir la desesperación oculta bajo el denuedo gentil del rey mozo; él sólo entendía la jornada de Alcazarquivir como lo que en verdad había sido: un grandioso suicidio. A través de las lágrimas que los empañaban, querían ver sus ojos marchitos, una vez y otra, al terco príncipe cerrando los suyos durísimos y extraños, apretando los dientes, y espoleando a su yegua blanca, para entregar a la muerte aquella su carne maldita, que se le resistía a engendrar en carne de mujer sucesor para el trono.

Mas los años habían pasado; y su curso alejaba ya, hecha Historia, la aventura que un día suspendiera el aliento de la Europa atónita, y que, al tronchar en flor la dinastía, debía traspasar el reino desde las manos de un viejo prelado a las del gran Felipe. Los portugueses vivían ahora dentro de la Corona de España y, remansadas en su quieto cenit las ansias de poder, comenzaba a desvanecerse para ellos como un espejismo la imagen de la rota africana. Sin duda que la figura ardiente, inexperta y frenética del rey desaparecido con su hueste en la desatinada empresa seguía llenando los corazones de nostalgia. Su nombre y su estampa se hallaban ligados en cada casa al nombre y a la estampa de algún hijo perdido en su compañía; los hermanos que, desde los balcones de una niñez envidiosa, habían quizá despedido a las goletas de la escuadra expedicionaria, eran ya hombres hechos; por su propia edad calculaban la de los que partieran jóvenes, y daban así empleo a la imaginación ociosa madurando y envejeciendo en ella los mal recordados rasgos de los ausentes. Pues, ¿no era todavía un tiempo en que cada familia podía permitirse la esperanza de ver regresar a su propio hijo, sano -en medio de tanta muerte- y salvo del cautiverio? Sí; la primera mano que batiera a la puerta podría bien ser, todavía, la de ese hijo. Como podía ser también la del rey don Sebastián en persona… Pero, al dilatarse, el tiempo iba convirtiendo ya esta esperanza en una melancólica costumbre.

Fue entonces cuando comenzaron a surgir los impostores.

Verdadera como lo es, y bien documentada, la historia del Pastelero de Madrigal pertenece, no obstante, a aquella especie de aventuras que sólo después de haber licenciado toda vigilancia del buen seso consienten ser narradas y oídas. Exige concentrar en ella las potencias últimas del recuerdo, sutilizado hasta convertirse en pura imaginación, y todavía, transformar ésta de nuevo en memoria del estupendo caso. Se trata, como digo, de un caso averiguado: actas oficiales lo registran. Pero, con todo, investigar, inferir o conjeturar los pasos que condujeron al protagonista desde la oscuridad hasta la escena pública, resulta vano empeño; inútil preguntar cómo pudo acercarse a las puertas del reino, llegar hasta la escalinata misma del tono y pisar sus gradas, para que bajo los pies se le trocaran en las del patíbulo…

Jamás por los ojos del protagonista se hubiera conseguido saber si él era en verdad el príncipe que busca su corona tras la peregrinación de una vida infeliz, o un plebeyo de osadía increíble. Vedlo ahí, grave y taciturno: su cabeza está inclinada, tiene aplastadas las facciones del rostro entre las palmas de las manos, y escucha en silencio las palabras que, muy a solas, le dirige con discurso barroco el antiguo confesor del rey don Sebastián, este fray Miguel de los Santos, que es promotor actual de su causa. Oiremos lo que le está diciendo:

– Ha de saber, señor -advierte la voz insinuante del viejo agustino, predicador de príncipes-, que el prodigioso regreso de su majestad, después de tan larga y desesperada ausencia, aunque muy deseado, es de difícil crédito, y no sin trabajo alcanzaremos a verle restituido en el trono. Cierto que muchos de sus fieles súbditos, asombrados, relegados, reducidos a sus casas desde que Portugal ingresó en la Corona de España, no sueñan sino con la vuelta del rey perdido; cierto que el pueblo, ansioso siempre de maravillas, se muestra dispuesto a reconocerlo a cada instante en la persona de quien llegue bien provisto de increíbles y fantásticas historias. Pero, frente a esto, hemos de contar de otro lado con la suspicacia de los muchos que, por no convenir a su interés y acomodo, negarían fe a los propios ojos -tanto más, señor mío, que el paso de los años ha ido desvaneciendo en las almas la imagen de don Sebastián; y si, con sus naturales mudanzas, autorizan cambio en su apariencia, desde el doncel que desapareció en la triste jornada de Alcazarquivir hasta el varón cumplido que hoy reaparece en tierras castellanas, consienten también cualquier duda y alientan las esperanzas de cualquier pleito.