"Muerto el infante don Enrique, no queda, señor, nadie que pueda reconocer con autoridad al rey, si no este pobre viejo que os habla. Y mis ojos, aunque enturbiados por la edad, se regocijan contemplando el retorno de su grande y desdichado penitente, del pobre rey don Sebastián, y quieren ser testigos de vuestra identidad con aquel gentil mozo. De ella he dado seguridades y hecho juramento, no sólo a los señores portugueses que esperamos para esta noche, sino también, según tengo dicho ya, a doña Ana de Austria, quien con la impaciencia de sus pocos años y la privación del convento, arde ya en deseos de recibir la anunciada visita del caballero que le he descrito como su regio primo. ¿Por qué había de dudar yo de mi vista debilitada? La identidad, señor, es más cosa del alma que del cuerpo, y ¿quién mejor que yo conocerá esa alma que tantas veces hubo de desnudarse ante Dios por mediación mía en el tribunal de la Penitencia? Él quiera que la dilatada ausencia, sin quitaros el brío, os haya enseñado prudencia para manejarlo, y aun para disimular que la adquiristeis; no sea que un alarde de esa virtud, mostrando ser mayor de lo prometido por la natural maduración del seso, impida reconocer en el demasiado prudente al desbocado e insensato que fue a perderlo todo en Alcazarquivir. ¡Terrible escarmiento!, sin duda. Pero ninguno hay tan grande que pueda mudar el carácter; y resultaría indiscreto el exceso de discreción en quien ganó fama de locura: en un rey cuya infancia no se conformaba con menores juguetes que ejércitos y escuadras de mar; en quien ensayó el furor de la guerra contra Lisboa, que fue tanto como castigar su propio cuerpo; en quien soñó vencer a Hércules, quebrando sus columnas… Quiera Dios, repito, que los tiempos y las aventuras corridas os muestren amaestrado, sin privaros de la apostura que a la sangre real corresponde. El príncipe ha de distinguirse siempre, aún confundido entre la muchedumbre y bajo el más humilde hábito, pues lleva en el ánimo la realeza. Quien ha nacido para reinar, camina hacia el trono con la seguridad de los astros, y no hay obstáculo capaz de cerrarle el paso, por más que a veces le convenga antes sortearlos con astucia que acometerlos con denuedo, como ahora acontece.
"Pues, señor, las dificultades que estorban vuestro derecho están aumentadas -¡irritante contrariedad!- por haber sido ya varios los impostores que antes de hoy quisieron hacerse pasar por el rey don Sebastián. ¡Que la suerte de esos desdichados no se repita en vuestra alta persona! Si tal ocurriera, ¿quién aseguraría nunca en los siglos venideros que fuisteis en verdad el rey? Vos mismo, señor, dudaríais de que vuestra sangre no os hubiera engañado, pensando más bien haber tenido los demonios en el cuerpo. Nadie sino ellos pudo haber aconsejado tan mal al impío ermitaño de Alcobaza, que empezó a referir patrañas de la batalla y del cautiverio, fingiendo ser el llorado rey por conseguir oyentes y limosnas; bellaco afortunado, vivió de su engaño, y luego pudo engañar a la muerte: su codicia fue penada en galeras, y sólo halló perdón del cielo cuando éste cerró contra la soberbia del rey don Felipe dispersando con su furia la Invencible armada donde remaba aquel mísero… Peor suerte cupo al otro ermitaño, Mateo Álvarez, que repitió poco más tarde su pretensión. Envenenado tal vez su cerebro con los jugos de raíces y bichos de que se nutría, comenzó a soñar el cuitado historias de Alcazarquivir; y conforme las inventaba, las creía, y las daba a creer a cuantos acudían a escucharle. Proporcionaba noticia de muchos mancebos y soldados, y sabía la muerte que a cada cual le había sido deparada, y el dónde y el cómo, y el destino de los que a ella habían podido escapar. Y explicaba de qué manera había sido el combate, y por qué desdichado azar vino a perderse, y cómo caían al río, en racimos, los castellanos, y los portugueses, y los andaluces, y cómo el río llevaba todavía una semana más tarde hinchados cadáveres de hombres y de caballos… Primero habían sido pocos los que se detuvieron a escucharle, y ésos con incrédula curiosidad. Yo mismo acudí a oírlo. Tenía una voz áspera, seca, aguda. Sus manos renegridas revoloteaban igual que pájaros, y aquella voz sonaba como su graznido… Luego se corrió la fama, y empezaron a llegar las gentes desde lejos para preguntarle qué fuera de tal o cual deudo, de quien nunca más había vuelto a saberse. El ermitaño callaba entonces durante un rato, largo como la eternidad: nadie se atrevía a respirar. Algunas veces, la expectativa resultaba fallida: no decía una palabra: pero otras daba la noticia pedida, y eso, con detalles tan verdaderos que hacían palidecer a los oyentes y romper en lágrimas a los allegados. Tampoco era raro que, tomando el término medio entre el silencio y la información precisa, respondiera por enigmas o parábolas, como en aquella ocasión en que increpó a una madre, y para reprocharle su desesperanza le propuso el ejemplo de una bestezuela: debiera aprender del perrillo de la casa, que habiendo despedido con saltos de cachorro al que partía, ahora, viejo y ciego, pesado, se resistía con obstinación a la muerte que desde los estercoleros y los remansos de las acequias le estaba haciendo señas, en espera de comparecer, lloroso y estúpido, ante el ausente aguardado más allá del límite natural de su vida. El día en que ese perro se acueste a morir en el muladar, ese día no esperes ya el regreso de tu hijo -terminó diciéndole. Y la vieja sollozaba, arrodillada entre las ortigas.
"De este modo, señor -prosiguió diciendo fray Miguel tras una pausa- (y permitidme que me extienda en estos casos de que tendréis escasa noticia, y cuyo detalle tanto os debe interesar), de este modo, digo, crecía la reputación del ermitaño y el número de sus seguidores; hasta que se produjo lo terrible. Cuando, en el seno de aquel silencio con que era escuchado, rompió como una tormenta seca el grito que lo proclamaba rey de Ericeira, y rey de Portugal, cuando sus oídos sintieron las voces que descubrían bajo sus andrajos al perdido don Sebastián, notó el infeliz que la tierra se abría a sus plantas. Alzó los brazos, quiso decir algo; pero de entre la maraña de sus barbas no salió sonido alguno. Ya en aquel momento se supo muerto: y al ser llevado a la horca, cuatro meses más tarde, por la justicia del rey, hubiérase dicho que lagrimeaba de alivio. ¡Dios lo haya perdonado! No tenía fuerzas para lo que se pedía de él; aquello no era para los hombros de un flaco ermitaño."
El fraile se detuvo; y como su oyente no hiciera el menor movimiento, concluyó:
– Señor: no podría faltar un solo astro sin que se viniera abajo la fábrica entera del firmamento. Falta don Sebastián entre los príncipes de la tierra, y otros han querido llenar su puesto hasta que tú has llegado. Pero ninguno pudo tener el arco de Odiseo, que aguarda el vigor de tu brazo. En ti regresa aquel joven arisco que tantas veces recibió de mi mano la remisión de sus pecados. Si la peregrinación que fue su penitencia no le hizo perder en altanería, operó en su naturaleza cambios dichosos, de los que mi corazón se alegra en secreto, ya que secretamente los conoce. Pues ¿quién que hubiera escuchado entonces aquellas acongojadas confesiones de una carne turbada por el horror a la carne no admiraría la serena virilidad que hoy vuestra mirada pregona y vuestras acciones declaran? ¡Usad de ella, señor, para reclamar el trono y gobernar a los hombres!
Cayó el fraile en un fatigado silencio tras de esta exhortación. Esperaba. Entonces, esa faz que hasta aquel momento había permanecido hundida en el hueco de las manos, se despegó de ellas y comenzó a remontar con pausado vigor. Ahora la mirada planeaba, altanera, por encima de la tonsura brillante, de los mechones canos, del craso cogote del clérigo: fray Miguel se había dejado caer entre tanto sobre una silla, y había quedado ahí desmadejado cual fantoche de feria tras de la función.
– ¡Vamos, pues! -oyó que le ordenaba la voz áspera del rey, negándole descanso.
Al oírla saltó del asiento y, con una ojeada suspicaz, después de breve vacilación, enderezó hacia la puerta sus pasos menudos y ligeros. Las pisadas del caballero siguieron por la galería a las suyas nerviosas, como sigue el cazador al perro.
Llegados a presencia de doña Ana, el fraile se hizo a un lado y el caballero avanzó hasta el centro de la sala, para inclinarse con una reverencia. La princesa aguardaba en pie. Desde el borde de sus hábitos, a ras del suelo, se erguía, inmóvil, su delgada figura: sólo sus manos, concurridas a torturar un finísimo pañuelo, se mostraban en ella inquietas. Ascendió poco a poco la mirada del hombre hasta alcanzar por último el rostro de la dama: halló ahí unos labios delicados que, al apretarse, casi desaparecían en una línea sin color; se distrajo sobre unas facciones tiernas, todavía indecisas, descubrió unos ojos grandes, muy serios; y, al fin, encontró su mirada. Pero no pudo retenerla más de un instante; pues, con titubeo de los párpados, resbaló esa mirada por la cara del varón hasta su barba, se desprendió luego y, ya en el suelo, obstinóse en las polvorientas botas del visitante.