La dama, que había escuchado medio distraída, decretó, volviendo en sí con un suspiro:
– Hágase todo según vuestro mejor criterio, padre mío; no turbéis más mi alma, harto confusa ya con este grave asunto, y sólo fiada a la autoridad de mi confesor.
Y echando mano a una pequeña alforja de terciopelo azul, extrajo de ella un puñado de joyas, y se las tendió al pretendiente.
– Tomad, querido primo, tomad este oro, y sea muestra de mi fe en vuestro derecho, y de mi confianza en vuestra persona.
Todavía, se sacó un anillo del dedo y lo puso sobre el montoncito de eslabones, sellos y armas reales, cuyos relumbres hacían guiños diabólicos desde el hueco formado por las palmas juntas de las manos varoniles. Concentrados ahí todos sus espíritus vitales, todo el calor de sus venas, el hombre, demudado, creyó estar tocando por vez primera el metal de su realeza; pero, al placer indecible de sentirse rey, se mezclaba la sutil sospecha de alguna superchería que, en parte, lo frustraba.
Con todo, frente al encanto dudoso del poder cuyo símbolo recibía, se alzaba, impotente hasta quitarle el habla, la grande y pura verdad de la doncella que, en un arranque tierno, le hacía entrega de las joyas y, con las joyas, de su propio destino.
Se dobló hasta el suelo, y salió.
Salió lleno de energía nueva, impulsado por la virtud incoercible de aquel talismán que le hacía rebosar de sí mismo. Fray Miguel de los Santos, anonadado, le vio crecerse ante sus ojos con aquella majestad impetuosa que tan conocida le era: aquella misma que, veinte años atrás, había sido perdición de su joven penitente, y cuyo brío aterrador nunca hubiera sospechado en el taciturno protegido que, ahora, con ella, se le revelaba como la verdad de su mentira. Sometiose, pues, sin réplica al tono imperioso de su voz, que exigía acatamiento. Al comprender que se le escapaba la rienda, y que estaba enredado sin remedio en la intriga que él mismo urdiera, no trató siquiera de resistir: se sometió a su arbitrio. Y cuando, llegada la noche, hubo de conducir hasta la posada donde aguardaba el nuevo rey a los caballeros portugueses que venían a traerle la corona de don Sebastián, le faltó presencia de ánimo para asistir al encuentro. Los introdujo a la pieza y permaneció escuchando tras de la entornada puerta. Los murmullos que, desde el otro lado, llegaban hasta sus oídos eran alimento a la ansiedad de su corazón, y régimen de su pulso… La respiración se le cortó al sentir cómo, al cabo de un rato, se henchía la voz regia sobre el turbio rumor de frases entendidas a medias, para exclamar con airada y apremiante calma:
– Miradme bien; miradme de pies a cabeza; escuchad mi acento; estudiadme tanto como conveniente os parezca, y decidme luego: ¿quién soy yo? Decidme: ¿soy yo acaso un falso rey, un impostor? Si estáis pensando eso, mis señores, gritádmelo a la cara ¡Pronto, sin vacilar: gritadlo! Abrid las ventanas; despertad a los vecinos; llamad al pueblo y señaladme con el dedo, acusando: "Este es un impostor que, privando del reino de Portugal al gran Felipe II, se quiere hacer pasar por nuestro rey; éste es un falsario que, lleno de loco atrevimiento, osa presentarse como el rey don Sebastián ante nosotros (amigos, compañeros suyos, que le veíamos a diario, que compartíamos su mesa, que le secundábamos en sus trabajos) pretendiendo imponer su audacia a nuestra estupefacción y forzarnos a reconocerle." ¡Pronto! ¡Hundidme en la infamia, si es que vuestro ánimo alberga la más leve duda! Pero ¡pronto!, decid, señores: ¿quién soy yo?
Reuniendo todas sus energías, fray Miguel de los Santos se precipitó en la cámara al oír las voces del rey, que, ahora, aguardaba, tomada la barba con la mano izquierda, y apoyado en la derecha el codo.
Los caballeros portugueses, sorprendidos e intimidados, cambiaban entre sí miradas irresolutas con una inquietud que la oscilante luz de las bujías exageraba en visajes, mientras que el fraile seguía, lleno de angustia, la muda deliberación de los semblantes. En nombre de todos, dio por último su respuesta el más autorizado.
– Señor, sois el rey -dijo.
– De labios de cada uno de vosotros quiero oírlo.
– El rey sois, señor -repitieron los demás.
– Entonces, amigos, ¿por qué no pronuncian mi nombre vuestros labios? ¿Lo han olvidado acaso?
– El rey don Sebastián, señor; reconozco en vos al rey don Sebastián -proclamó el que primero había hablado, hincando ante él la rodilla y tomándole la mano. Él se la dio a besar.
Tranquilizado, se atrevió ahora a intervenir el fraile; sugirió:
– Señor: estos caballeros desearán sin duda el placer de abrazar a vuestra majestad, en quien recuperan no sólo un rey: un amigo.
No había logrado aquella noche fray Miguel que el sueño sosegara sus pulsos cuando, en horas de la madrugada, recibió recado de doña Ana, que mandaba llamar a su confesor. Él acudió con alarmada premura.
– Aquí me tiene, señora, a su mandado. ¿Qué puede haber ocurrido, de la noche a la mañana, para reclamar mi visita antes que la de la aurora? -y mientras preguntaba así con sonrisa galana, urgían, inquietos, sus ojos una pronta respuesta.
Pero ella parecía haber perdido al verle toda su prisa, y estar desconcertada, buscando las palabras en el recogido seno de la falda. Cuando las hubo ordenado, puso término a la pausa:
– Perdóneme, padre, si olvidando sus años por mi desvelo, he cortado su descanso con mi llamada. Sea ésta mi disculpa: las horas de la noche se han dilatado y prolongado para retorcer mi conciencia en nudo tan cruel que su daño, superior a mi piedad, corrompía el bálsamo de oraciones con que, una vez y otra, pretendí suavizarlo, y quitaba el sentido a las santas frases que mis labios se esforzaban en pronunciar. No había lugar en mi pecho sino para el tormento de esta duda: si estará bien hecho lo que estoy haciendo, y si este caso del rey don Sebastián será conforme a la voluntad de Dios. Mil veces me he representado vuestras palabras, padre Miguel, y hasta me parecía oírlas de nuevo, con suave persuasión, junto a la almohada. Pero ¿qué ocurre ahora, padre mío, para que vuestro dictamen, que siempre gobernó mi conciencia, no alcance a apaciguarla? En todos los actos de mi vida me he acomodado siempre a vuestro consejo; y ni yo misma conozco mi alma como la conoce su antiguo director. ¿Por qué, en esta ocasión, al tiempo que desea con tanto alborozo seguir su piadosa guía, se siente insegura y atormentada, sin terminar de satisfacer con las razones que le recomiendan lo que tanto ansía? ¿De dónde viene mi gozo? ¿De dónde mi tribulación? ¿Por qué tiemblo de este modo ante lo que estoy anhelando?…
"Padre Migueclass="underline" perdóneme que con tanto apuro le haya hecho venir; la madrugada vuestra es para mí desvelo; vuestra prisa, demora mía. Como confesor os he llamado, en una agonía de mi alma… Ya, ya leo en esa sonrisa indulgente; bien sé cuánto ha hecho por asegurarme, por tranquilizar mi ánimo. Lo sé. Pero ¡hábleme, hábleme de don Sebastián! Dígame: ¿cómo puedo yo estar segura?, ¿cómo voy a saber? Vuestra merced es confesor suyo; tuvo la dicha de conocer el interior de sus pensamientos como conoce los míos propios, cuando todavía tenía él los años que yo tengo, y aún no había sido maltratado por el infortunio. Y luego, vuestra merced ha conversado con él hasta saciarse, le ha escuchado el relato de sus desventuras… No se impaciente, padre mío: cierto es que me ha trasladado ese relato y ha tenido la paciencia de responder a todas mis preguntas, por más que fueran nimias o necias. Pero comprenda; yo misma no he hablado con él sino algunos instantes, y no he podido escuchar de sus labios sino aquellas frases ceremoniosas, fría corteza de cuanto acerca de él sé por referencia vuestra. Y puesto que sólo eso he recibido de él… Piense, padre, que yo soy una princesa, y tengo derecho a saber, tengo derecho a estar segura. Quiero saber, sin duda alguna, que él es en verdad el rey don Sebastián. ¿Cómo puedo alcanzar tal certidumbre? ¡Ay, padre! Quisiera seguir todos sus pasos; y no ya los actuales, sino poder acompañarlo hacia atrás, en su aventura por Europa, hasta adueñarme de cada una de sus penalidades, y acompañarlo al cautiverio; más todavía: retroceder en su compañía al palacio de Lisboa, cuando, lleno de entusiasmo, preparaba la expedición que tan funesta había de serle… Pero estoy desvariando, padre mío: desde la cumbre fría de vuestra edad, esa sonrisa me lo dice. Sí, mis años todos no alcanzan a tan lejanos acontecimientos. Pero ¿no puede acaso remontarse la noticia a donde la memoria no llega y la eternidad entera no se agolpa en el soplo de un alma? El pasado que sus manos hicieron, podemos tocarlo al estrechar sus manos. Saber, estar segura es lo que yo pido. Si pudiera adentrarme en sus pensamientos. ¡Ay en el movimiento de su corazón ha de conocerse su ánimo real! Si él es, como parece y creo, no puede esconder ningún engaño, maldad ninguna; sólo nobleza puede haber en su pecho, y verdad en su boca…"