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…Mientras congojas tales ahogaban a doña Ana, y cuando fray Miguel procuraba tranquilizar su agitado corazón, ya el hombre que era causa de ellas se precipitaba desde la cima soberbia de sus pretensiones a la oscuridad de un calabozo. Aquella misma noche habían ido a prenderle en su posada, con oficiales de justicia, bajo acusación de impostura, y se le tomaba la primera declaración indagatoria. Tras ella siguiéronse sin demora las diligencias de trámite, y cuatro días más tarde era ya reo de muerte por delito de traición. Aunque no pudo obtenerse de parte suya confesión alguna, consta por sentencia firme que quien osaba hacerse pasar por el rey don Sebastián era en verdad un pastelero de la villa de Madrigal, llamado allí Gabriel Espinosa.

Llegó el plazo fijado para ejecución de la pena, y él, rechazando toda compañía, prefirió esperar a solas: quiso estar a solas consigo mismo. A solas pasó la noche. La noche pasó; sonó la hora; se oyeron pasos afuera, crujieron los escalones, chirrió un cerrojo, gimió la puerta, y el angosto calabozo se llenó de hombres; le ligaron las manos, lo bajaron al zaguán, lo montaron a lomos de una mula y, bien custodiado, comenzó a avanzar, como en vilo, por entre la multitud, despacio, tieso y oscilante en su cabalgadura, cual máscara solemne en las apresuras de un carnaval, precedido por el redoble del pregonero.

Entró luego la comitiva en la plaza mayor y, abriéndose paso entre el pueblo, se fue acercando al tablado, a la horca: todo discurría con la lentitud extrema de los sueños… Y ya el reo, arrastrando los pies, había subido los escalones del estrado, cuando un revuelo conmovió la plaza. ¿Qué era? ¿Qué sucedía? ¿Qué soplo de qué pulmón gigantesco había soplado sobre las cabezas de la muchedumbre? "¡Es la madre, que llega!", se oyó repetir. Como en volandas, habían traído de Madrigal a la madre del pastelero Gabrielillo Espinosa, que, escondida en el fondo de su casa, se obstinaba en ignorarlo todo. Pero un grupo de aldeanos, entre compasivos y brutales, fueron a sacarla de su madriguera para que presenciara las honras fúnebres de un rey; y la vieja, arrebujada en su manto de viuda, se había dejado llevar sin resistencia. Ahora se la veía aparecer, estúpida, en el hueco de una ventana, frente al patíbulo. "¡Es la madre!", explicaban por todas partes; y, tras el espeso rumor, otra vez silencio. El reo levantó la vista hacia la ventana, e hizo una extraña mueca: unos pensaron que de cínica burla; algunos que de dolor; mientras que otros creyeron interpretar en ella quién sabe qué oscuro mensaje… A lo último, una frase salió de sus labios; dijo como hablando consigo: "¡Pobre don Sebastián, en qué viniste a parar!"

El resto, fue todo muy rápido. Con el aliento contenido de quienes observan al halcón precipitarse sobre su presa y, prendido a ella, vacilar un momento en el espacio, así vio el pueblo cómo el verdugo se mecía en el aire prendido al reo. Mas cuando lo hubo soltado, y dejó ahí, colgando de la horca, aquel flojo muñeco de trapo, hubiérase dicho que la escena toda no había sido otra cosa que una mala broma de cómicos lugareños.

(1947)

El Hechizado

Después de haber pretendido inútilmente en la Corte, el Indio González Lobo -que llegara a España hacia finales de 1679 en la flota de galeones con cuya carga de oro se celebraron las bodas del rey- hubo de retirarse a vivir en la ciudad de Mérida, donde tenía casa una hermana de su padre. Nunca más salió ya de Mérida González Lobo. Acogido con regocijo por su tía doña Luisa Álvarez, que había quedado sola al enviudar poco antes, la sirvió en la administración de una pequeña hacienda, de la que, pasados los años, vendría a ser heredero. Ahí consumió, pues, el resto de su vida. Pasaba el tiempo entre las labranzas y sus devociones, y, por las noches, escribía. Escribió, junto a otros muchos papeles, una larga relación de su vida, donde, a la vuelta de mil prolijidades, cuenta cómo llegó a presencia del Hechizado. A este escrito se refiere la presente noticia.

No se trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante: no parece destinado a fundar o apoyar petición ninguna. Diríase más bien que es un relato del desengaño de sus pretensiones. Lo compuso, sin duda, para distraer las veladas de una vejez toda vuelta hacia el pesado, confinada entre los muros del recuerdo, a una edad en que ya no podían despertar emoción, ni siquiera curiosidad, los ecos -que, por lo demás, llegarían a su oído muy amortiguados- de la guerra civil donde, muerto el desventurado Carlos, se estaba disputando por entonces su corona.

Alguna vez habrá de publicarse el notable manuscrito; yo daría aquí íntegro su texto si no fuera tan extenso como es, y tan desigual en sus partes: está sobrecargado de datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones críticas que quizá puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas a un parangón -por otra parte, fuera de propósito- entre los cultivos del Perú y el estado de la agricultura en Andalucía y Extremadura; abunda en detalles triviales; se detiene en increíbles minucias y se complace en considerar lo más nimio, mientras deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusión, la atrocidad de que le ha llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no parecía discreto dar a la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo, y aliviarlo de tantas impertinentes excrecencias como en él viene a hacer penosa e ingrata la lectura.

Es digno de advertir que, concluida ésta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector la sensación de que algo le hubiera sido escamoteado; y ello, a pesar de tanto y tan insistido detalle. Otras personas que conocen el texto han corroborado esa impresión mía; y hasta un amigo a quien proporcioné los datos acerca del manuscrito, interesándolo en su estudio, después de darme gracias, añadía en su carta: «Más de una vez, al pasar una hoja y levantar la cabeza, he creído ver al fondo, en la penumbra del Archivo, la mirada negrísima de González Lobo disimulando su burla en el parpadeo de sus ojos entreabiertos.» Lo cierto es que el escrito resulta desconcertante en demasía, y está cuajado de problemas. Por ejemplo: ¿a qué intención obedece?, ¿para qué fue escrito? Puede aceptarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento?

Más aun: supuesto que este fundamento no podía venirle sino en méritos de su padre, resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de su relación. Cabe la conjetura de que González Lobo fuera huérfano desde muy temprana edad y, siendo así, no tuviera gran cosa que recordar de él; pero es lo cierto que hasta su nombre omite -mientras, en cambio, nos abruma con obsesiones sobre el clima y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral de Sigüenza… Sea como quiera, las noticias anteriores al viaje que respecto de sí mismo consigna son sumarias en extremo, y siempre aportadas por vía incidental. Sabemos del clérigo por cuyas manos recibiera sacramentos y castigos, con ocasión de un episodio aducido para escarmiento de la juventud: pues cuenta que, exasperado el buen fraile ante la obstinación con que su pupilo oponía un callar terco a sus reprimendas, arrojó los libros al suelo y, haciéndole la cruz, lo dejó a solas con Plutarco y Virgilio. Todo esto, referido en disculpa, o mejor, como lamentación moralizante por las deficiencias de estilo que sin duda habían de afear su prosa.