Con todo, el emplazamiento de una acción en el tiempo histórico tiene sus exigencias, y una de ellas es la adecuación del lenguaje -con lo que se esboza el peligro para el autor de incurrir en pastiche, de realizar arqueología idiomática. El recurso a que algunos modernos acostumbran echar mano para eludirlo es imprimir al tratamiento de sus materiales -muchas veces, depurados con notable esfuerzo erudito- un sesgo de ironía, cuando no sazonarlos de humorísticos anacronismos. Guiño sutil o burlesco al lector, que no obedece tanto a una necesidad interna de la obra como a la experimentada por quien la estribe de salvaguardarse contra la sospecha de pedantería o de inocente romanticismo, y que si la liga con la actualidad es de modo artificioso y externo, aun cuando no por eso desprovisto de mérito. El autor de este libro ha desdeñado tan seguro recurso; prefirió, sin disfrazar su estilo espontáneo, darle a cada relato una moderada inflexión de época, que sugiera pero no imite; y, desde luego, se ha abstenido de introducir arcaísmos de diccionario. Así, por ejemplo, a la atmósfera agitada, patética, del San Juan de Dios corresponde cierto énfasis verbal, a cargo sobre todo de los discursos proferidos por uno y otro caballeros para trazar, directa, dramática, la historia de su rivalidad y de su apasionada lucha. Enfático es también el modo como se muestran en su curso las señales del destino -el castigo de las manos violentas, amputadas por el acero; el de las manos lúbricas, forzadas a palpar, muerta, la carne cuyo calor habían profanado-, entre tantos otros contrastes como la novela ofrece. Pero ese tono levantado destaca en ella sobre el doble marco de la simple, directa y a veces brutal naturalidad del muchacho, y la oscura efusión piadosa del santo, no libre de alguna malicia villana. Por otra parte, la presentación de toda la trama a partir de una vieja pintura aleja y encuadra la narración convenientemente. Y si de ahí pasamos a El Hechizado, hallaremos, en cambio, un lenguaje cuya sobriedad toca en pobreza: los sentimientos deben permanecer ocultos, omisos; se prohíbe todo esplendor verbal por el orden del que se despliega a ratos -ahí sí- en Los impostores, donde el lenguaje barroco recubre, dándole formas hechas, tanto a los impulsos de la desbocada ambición como a un tierno enamoro doncellil, obligado a manifestarse a través de las recargadas fórmulas impuestas por una alta cultura. ¿Qué más cabría decir? El lector reparará sin ajena ayuda en cómo los requerimientos internos de cada relato han determinado la técnica de su desarrollo literario: el vago aire de crónica en La campana de Huesca; compostura erudita en El Hechizado; un ritmo muy variado en Los impostores, desde la majestad hasta el ludibrio; los cambios de perspectiva en El Doliente, donde se pasa desde el monólogo del desvalido enfermo a las charlas de sus bajos servidores para volver al frustrado escarmiento dispuesto por el rey; comprobará que si la naturaleza minada de éste le impide imponerse, el mismo efecto producirá en el obispo su exuberante naturaleza; observará en El abrazo el juego bárbaro de pasiones viscerales a través del ojo astuto, clarividente, de un cortesano y partidario, incapaz, no obstante su habilidad y buen sentido, de encauzar los sucesores de modo razonable; y quizá cuando lo siente rememorar ciertas escenas muy íntimas del rey con su querida se pregunte cómo podría el viejo favorito conocerlas así tan al detalle…
Doy por terminado con esto mi cometido. Consistía en explicar, por encargo del autor, las intenciones latentes de su libro, no en juzgar hasta qué punto ha sabido realizarlas bajo forma artística: para ello, nuestra demasiado estrecha amistad me inhabilita. Sea, pues, el lector quien, por su cuenta y riesgo lo compruebe.
F. de Paula A. G. Duarte
Coimbra, primavera de 1948.
En 1950, después de publicado el volumen de Los usurpadores, escribí todavía una historia más, la de El inquisidor, perteneciente a la misma vena, que yo había creído agotada, pero que aún dio ese fruto tardío. Ahora queda incorporada al ciclo donde corresponde.
F. A.
San Juan de Dios
De rodillas junto al catre, en el rostro las ansias de la muerte, crispadas las manos sobre el mástil de un crucifijo -aún me parece estar viendo, escuálido y verdoso, el perfil del santo. Lo veo todavía: allá en mi casa natal, en el testero de la sala grande. Aunque muy sombrío, era un cuadro hermoso con sus ocres, y sus negros, y sus cárdenos, y aquel ramalazo de luz agria, tan débil que apenas conseguía destacar en medio del lienzo la humillada imagen… Ha pasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo: acontecimientos memorables, imprevistas mutaciones y experiencias horribles. Pero tras la tupida trama del orgullo y honor, miserias, ambiciones, anhelos, tras la ignominia y el odio y el perdón con su olvido, esa imagen inmóvil, esa escena mortal, permanece fija, nítida, en el fondo de la memoria, con el mismo oscuro silencio que tanto asombraba a nuestra niñez cuando apenas sabíamos nada todavía de este bendito Juan de Dios, soldado de nación portuguesa, que -una tarde del mes de junio, hace de esto más de cuatro siglos- llegara como extranjero a las puertas de la ciudad donde ahora se le venera, para convertirse, tras no pocas penalidades, en el santo cuya muerte ejemplar quiso la mano de un artista desconocido perpetuar para renovada edificación de las generaciones, y acerca de cuya vida voy a escribir yo ahora.
Hace, pues, como digo, más de cuatrocientos años (no mucho después de que el reino moro, dividido en facciones, desgarrado en la interminable quimera de sus linajes, se entregara como provincia a la corona de los Reyes Católicos), este Juan de Dios, mozo ya avejentado y taciturno, enjuto de cuerpo, enrojecidos los párpados por el polvo de la costa, entró a servir en la guarnición de la plaza. Por aquel entonces, todavía el encono de las recíprocas ofensas y los rencores de familia no cedían en Granada a la nostalgia de una magnificencia recién perdida. Gómeles y Zegríes habían tenido que abandonar la tierra; los Gazules, los nobles Abencerrajes, recuperaron en cambio sus bienes, recibiendo mandos militares en las compañías cristianas, cargos concejiles en la ciudad. Pero la violencia -esa misma violencia que, más tarde, habría de derramarse a borbotones desde las cumbres alpujarreñas para escaldar la piel de España entera en la cruel rebelión de los moriscos- ahora, sofocada aún su furia, resollaba y gruñía en todos los rincones. A la saña de los antiguos partidos había venido a agregarse la desconcertada animadversión y el temor hacia las gentes intrusas llegadas con el poder nuevo. Y así, cada mañana, las calles y plazas famosas de Granada, las riberas del río, amanecían sucias con los cadáveres que la turbia noche vomitaba…
En medio de estas banderías civiles que doblan el odio de disimulo y la ferocidad de alevosía, supo nuestro Juan de Dios hallar su vocación de santo. La encontró – ¿quién era él, el pobre, sino un simple soldado?- a través de la palabra docta, ardiente y florida de aquel varón virtuoso e ilustre, Juan de Ávila, más tarde beatificado por la Iglesia, el cual, secundando la política cristiana de Sus Majestades, predicaba por entonces a los granadinos el Evangelio, con invectivas, apostrofes y amenazas que, como granos de sal, crepitaban al derramarse sobre tanto fuego. El fervor de uno de sus sermones fue, al parecer, lo que hizo a Juan abandonar el servicio de las armas, repartir sus pertenencias entre los pobres y, adquirido para sí el bien de la pobreza, consagrar su vida al alivio de pesadumbres ajenas.