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Pero no es ésa la única cosa inexplicable en un relato tan recargado de explicaciones ociosas. Junto a problemas de tanto bulto, se descubren otros más sutiles. Lo trabajoso y dilatado del viaje, la demora creciente de sus etapas conforme iba acercándose a la Corte (sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años, sin que sus memorias ofrezcan justificación de tan prolongada permanencia en una ciudad donde nada hubiera debido retenerle), contrasta, creando un pequeño enigma, con la prontitud en desistir de sus pretensiones y retirarse de Madrid, no bien hubo visto al rey. Y como éste otros muchos.

El relato se abre con el comienzo del viaje, para concluir con la visita al rey Carlos II en una cámara de palacio. «Su Majestad quiso mostrarme benevolencia -son sus últimas frases-, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»

Silenciosa es también la escena inicial del manuscrito, en que el Indio González se despide de su madre. No hay explicaciones, ni lágrimas. Vemos las dos figuras destacándose contra el cielo, sobre un paisaje de cumbres andinas, en las horas del amanecer. González ha tenido que hacer un largo trayecto para llegar despuntando el día; y ahora, madre e hijo caminan sin hablarse el uno al otro, hacia la iglesia, poco más grande, poco menos pobre que las viviendas. Juntos oyen la misa. González vuelve a emprender el descenso por las sendas cordilleranas…

Poco más adelante, lo encontraremos en medio del ajetreo del puerto. Ahí su figura menuda apenas se distingue en la confusión bulliciosa, entre las idas y venidas que se enmarañan alrededor suyo. Está parado, aguardando, entretenido en mirar la preparación de la flota, frente al océano que rebrilla y enceguece. A su lado, en el suelo, tiene un pequeño cofre. Todo gira alrededor de su paciente espera: marineros, funcionarios, cargadores, soldados; gritos, órdenes, golpes. Dos horas lleva quieto en el mismo sitio el Indio González Lobo, y otras dos o tres pasarán todavía antes de que las patas innumerables de la primera galera comiencen a moverse a compás, arrastrando su panza sobre el agua espesa del puerto. Luego, embarcará con su cofre. -Del dilatado viaje, sólo esta sucinta referencia contienen sus memorias: La travesía fue feliz.

Pero, a falta de incidentes que consignar, y quizá por efecto de expectativas inquietantes que no llegaron a cumplirse, llena de folios y folios a propósito de los inconvenientes, riesgos y daños de los muchos filibusteros que infestan los mares, y de los remedios que podrían ponerse en evitación del quebranto que por causa de ellos sufren los intereses de la Corona. Quien lo lea, no pensará que escribe un viajero, sino un político, tal vez un arbitrista: son lucubraciones mejor o peor fundadas, y de cuya originalidad habría mucho que decir. En ellas se pierde; se disuelve en generalidades. Y ya no volvemos a encontrarlo hasta Sevilla.

En Sevilla lo vemos resurgir de entre un laberinto de consideraciones morales, económicas y administrativas, siguiendo a un negro que le lleva al hombro su cofre y que, a través de un laberinto de callejuelas, lo guía en busca de posada. Ha dejado atrás el navío de donde desembarcara. Todavía queda ahí, contoneándose en el río; ahí pueden verse, bien cercanos, sus palos empavesados. Pero entre González Lobo, que ahora sigue al negro con su cofre, y la embarcación que le trajo de América, se encuentra la Aduana. En todo el escrito no hay una sola expresión vehemente, un ademán de impaciencia o una inflexión quejumbrosa: nada turba el curso impasible del relato, pero quien ha llegado a familiarizarse con su estilo, y tiene bien pulsada esa prosa, y aprendió a sentir el latido disimulado bajo la retórica entonces en uso, puede descubrir en sus consideraciones sobre un mejor arreglo del comercio de Indias y acerca de algunas normas de buen gobierno cuya implantación acaso fuera recomendable, todo el cansancio de interminables tramitaciones, capaces de exasperar a quien no tuviera tan fino temple.

Excedería a la intención de estos apuntes, destinados a dar noticia del curioso manuscrito, el ofrecer un resumen completo de su contenido. Día llegará en que pueda editarse con el cuidado erudito a que es acreedor, anotado en debida forma, y precedido de un estudio filológico donde se discutan y diluciden las muchas cuestiones que su estilo suscita. Pues ya a primera vista se advierte que, tanto la prosa como las ideas de su autor, son anacrónicas para su fecha; y hasta creo que podrían distinguirse en ellas ocurrencias, giros y reacciones correspondientes a dos, y quién sabe si a más estratos; en suma, a las actitudes y maneras de diversas generaciones, incluso anteriores a la suya propia -lo que sería por demás explicable dadas las circunstancias personales de González Lobo. Al mismo tiempo, y tal como suele ocurrir, esa mezcla arroja resultados que recuerdan la sensibilidad actual.

Tal estudio se encuentra por hacer; y sin su guía no parece aconsejable la publicación de semejante libro, que necesitaría también ir precedido de un cuadro geográfico-cronológico donde quedara trazado el itinerario del viaje -tarea ésta no liviana, si se considera cuánta es la confusión y el desorden con que en sus páginas se entreveran los datos, se alteran las fechas, se vuelve sobre lo andado, se mezcla lo visto con lo oído, lo remoto con lo presente, el acontecimiento con el juicio, y la opinión propia con la ajena.

De momento, quiero limitarme a anticipar esta noticia bibliográfica, llamando de nuevo la atención sobre el problema central que la obra plantea: a saber, cuál sea el verdadero propósito de un viaje cuyas motivaciones quedan muy oscuras, si no oscurecidas a caso hecho, y en qué relación puede hallarse aquel propósito con la ulterior redacción de la memoria. Confieso que, preocupado con ello, he barajado varias hipótesis, pronto desechadas, no obstante, como insatisfactorias. Después de darle muchas vueltas, me pareció demasiado fantástico y muy mal fundado el supuesto de que el Indio González Lobo ocultara una identidad por la que se sintiera llamado a algún alto destino, como descendiente, por ejemplo, de quién sabe qué estirpe nobilísima. En el fondo, esto no aclararía apenas nada. También se me ocurrió pensar si su obra no sería una mera invención literaria, calculada con todo esmero en su aparente desaliño para simbolizar el desigual e imprevisible curso de la vida humana, moralizando implícitamente sobre la vanidad de todos los afanes en que se consume la existencia. Durante algunas semanas me aferré con entusiasmo a esta interpretación, por la que el protagonista podía incluso ser un personaje imaginario; pero a fin de cuentas tuve que resignarme a desecharla: es seguro que la conciencia literaria de la época hubiera dado cauce muy distinto a semejante idea.

Mas no es ahora la ocasión de extenderse en cuestiones tales, sino tan sólo de reseñar el manuscrito y adelantar una apuntación ligera de su contenido.

Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en que González Lobo aparece perdido en la maraña de la Corte. Describe con encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos y antesalas, donde la esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaña en consignar cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada. Hojas y más hojas están llenas de enojosas referencias y detalles que nada importan, y que es difícil conjeturar a qué vienen. Hojas y más hojas, están llenas de párrafos por el estilo de éste: «Pasé adelante, esta vez sin tropiezo, gracias a ser bien conocido ya del jefe de la conserjería; pero al pie de la gran escalera que arranca del zaguán -se está refiriendo al Palacio del Consejo de Indias, donde tuvieron lugar muchas de sus gestiones-, encontré cambiada la guardia: tuve, pues, que explicar ahí todo mi asunto como en días anteriores, y aguardar que subiera un paje en averiguación de si me sería permitido el acceso. Mientras esperaba, me entretuve en mirar quiénes recorrían las escaleras, arriba y abajo: caballeros y clérigos, que se saludaban entre sí, que se separaban a conversar, o que avanzaban entre reverencias. No poco tiempo tardó en volver mi buen paje con el recado de que sería recibido por el quinto oficial de la Tercera Secretaría, competente para escuchar mi asunto. Subí tras de un ordenanza, y tomé asiento en la antesala del señor oficial. Era la misma antesala donde hube de aguardar el primer día, y me senté en el mismo banco donde ya entonces había esperado más de hora y media. Tampoco esta vez prometía ser breve la espera; corría el tiempo; vi abrirse y cerrarse la puerta veces infinitas, y varias de ellas salir y entrar al propio oficial quinto, que pasaba por mi lado sin dar señales de haberme visto, ceñudo y con la vista levantada. Acerquéme, en fin, cansado de aguardar, al ordenanza de la puerta para recordarle mi caso. El buen hombre me recomendó paciencia; pero, porque no la acabara de perder, quiso hacerme pasar de allí a poco, y me dejó en el despacho mismo del señor oficial, que no tardaría mucho en volver a su mesa. Mientras venía o no, estaba yo pensando si recordaría mi asunto, y si acaso no volvería a remitirme con él, como la vez pasada, a la Secretaría de otra Sección del Real Consejo. Había sobre la mesa un montón de legajos, y las paredes de la pieza estaban cubiertas de estanterías, llenas también de carpetas. En el testero de la sala, sobre el respaldo del sillón del señor oficial, se veía un grande y no muy buen retrato del difunto rey don Felipe IV. En una silla, junto a la mesa, otro montón de legajos esperaba su turno. Abierto, lleno de espesa tinta, el tintero de estaño aguardaba también al señor oficial quinto de Secretaría… Pero aquella mañana ya no me fue posible conversar con él, porque entró al fin muy alborotado en busca de un expediente, y me rogó con toda cortesía que tuviera a bien excusarle, que tenía que despachar con Su Señoría, y que no era libre de escucharme en aquel momento.»