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Incansablemente, diluye su historia el Indio González en pormenores semejantes, sin perdonar día ni hora, hasta el extremo de que, con frecuencia, repite por dos, tres, y aun más veces, en casi iguales términos, el relato de gestiones idénticas, de manera tal que sólo en la fecha se distinguen; y cuando el lector cree haber llegado al cabo de una jornada penosísima, ve abrirse ante su fatiga otra análoga, que deberá recorrer también paso a paso, y sin más resultado que alcanzar la siguiente. Bien hubiera podido el autor excusar el trabajo, y dispensar de él a sus lectores, con sólo haber consignado, si tanto importaba a su intención, el número de vistas que tuvo que rendir a tal o cual oficina, y en qué fechas. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Le procuraba acaso algún raro placer el desarrollo del manuscrito bajo su pluma con un informe crecimiento de tumor, sentir cómo aumentaba su volumen amenazando cubrir con la longitud del relato la medida del tiempo efectivo a que se extiende? ¿Qué necesidad teníamos, si no, de saber que eran cuarenta y seis los escalones de la escalera del palacio del Santo Oficio, y cuántas ventanas se alineaban en cada una de sus fachadas?

Quien está cumpliendo con probidad la tarea que se impuso a sí propio: recorrer entero el manuscrito, de arriba abajo, línea por línea y sin omitir un punto, experimenta no ya un alivio, sino emoción verdadera, cuando, sobre la marcha, su curso inicia un giro que nada parecía anunciar y que promete perspectivas nuevas a una atención ya casi rendida al tedio. «Al otro día, domingo, me fui a confesar con el doctor Curtius», ha leído sin transición ninguna. La frase salta desde la lectura maquinal, como un relumbre en la apagada, gris arena… Pero si el tierno temblor que irradia esa palabra, confesión, alentó un momento la esperanza de que el relato se abriera en vibraciones íntimas, es sólo para comprobar cómo, al contrario, la costra de sus retorcidas premiosidades se autoriza ahora con el secreto del sacramento. Pródigo siempre en detalles, el autor sigue guardando silencio sobre lo principal. Hemos cambiado de escenario, pero no de actitud. Vemos avanzar la figura menuda de González Lobo, que sube, despacio, por el centro de la amplísima escalinata, hacia el pórtico de la iglesia; la vemos detenerse un momento, a su costado, para sacar una moneda de su escarcela y socorrer a un mendigo. Más aún: se nos hace saber con exactitud ociosa que se trata de un viejo paralítico y ciego, cuyos miembros se muestran agarrotados en duros vendajes sin forma. Y todavía añade González una larga digresión, lamentándose de no poseer medios bastantes para aliviar la miseria de los demás pobres instalados, como una orla de podredumbre, a lo largo de las gradas…

Por fin, la figura del Indio se pierde en la oquedad del atrio. Ha levantado la pesada cortina; ha entrado en la nave, se ha inclinado hasta el suelo ante el altar mayor. Luego se acerca al confesionario. En su proximidad, aguarda, arrodillado, a que le llegue el turno. ¿Cuántas veces han pasado por entre las yemas de sus dedos las cuentas de su rosario, cuando, por último, una mano blanca y gorda le hace señas desde lo oscuro para que se acerque al Sagrado Tribunal? -González Lobo consigna ese gesto fugaz de la mano blanqueando en la sombra; ha retenido igualmente a lo largo de los años la impresión de ingrata dureza que causaron en su oído las inflexiones teutónicas del confesor y, pasado el tiempo, se complace en consignarla también. Pero eso es todo. «Le besé la mano, y me fui a oír la santa misa junto a una columna.»

Desconcierta -desconcierta e irrita un poco- ver cómo, tras una reserva tan cerrada, se extiende luego a ponderar la solemnidad de la misa: la pureza desgarradora de las voces juveniles que, desde el coro, contestaban, «como si, abiertos los cielos, cantasen ángeles la gloria del Resucitado», a los graves latines del altar. Eso, las frases y cantos litúrgicos, el brillo de la plata y del oro, la multitud de las luces, y las densas volutas de incienso ascendiendo por delante del retablo, entre columnatas torneadas y cubiertas de yedra, hacia las quebradas cupulillas, todo eso, no era entonces novedad mayor que hoy, ni ocasión de particular noticia. Con dificultad nos convenceríamos de que el autor no se ha detenido en ello para disimular la omisión de lo que personalmente le concierne, para llenar mediante ese recurso el hiato entre su confesión -donde sin duda alguna hubo de ingerirse un tema profano- y la vista que a la mañana siguiente hizo, invocando el nombre del doctor Curtius, a la Residencia de la Compañía de Jesús. «Tiré de la campanilla -dice, cuando nos ha llevado ante la puerta-, y la oí sonar más cerca y más fuerte de lo que esperaba.»

Es, de nuevo, la referencia escueta de un hecho nimio. Pero tras ella quiere adivinar el lector, enervado ya, una escena cargada de tensión: vuelve a representarse la figura, cetrina y enjuta, de González Lobo, que se acerca a la puerta de la Residencia con su habitual parsimonia, con su triste, lentísimo continente impasible; que, en llegando a ella, levanta despacio la mano hasta el pomo del llamador. Pero esa mano, fina, larga, pausada, lo agarra y tira de él con una contracción violenta, y vuelve a soltarlo en seguida. Ahora, mientras el pomo oscila ante sus ojos indiferentes, él observa que la campanilla estaba demasiado cerca y que ha sonado demasiado fuerte.

Pero, en verdad, no dice nada de esto. Dice: «Tiré de la campanilla, y la oí sonar más cerca y más fuerte de lo que esperaba. Apenas apagado su estrépito, pude escuchar los pasos del portero, que venía a abrirme, y que, enterado de mi nombre, me hizo pasar sin demora.» En compañía suya, entra el lector a una sala, donde aguardará González, parado junto a la mesa. No hay en la sala sino esa mesita, puesta en el centro, un par de sillas, y un mueble adosado a la pared, con un gran crucifijo encima. La espera es larga. Su resultado, éste: «No me fue dado ver al Inquisidor General en persona. Pero, en nombre suyo, fui remitido a casa de la baronesa de Berlips, la misma señora conocida del vulgo por el apodo de La Perdiz, quien, a mi llegada, tendría información cumplida de mi caso, según me aseguraron. Mas pronto pude comprobar -añade- que no sería cosa llana entrar a su presencia. El poder de los magnates se mide por el número de los pretendientes que tocan a sus puertas, y ahí, todo el patio de la casa era antesala.»

De un salto, nos transporta el relato desde la Residencia jesuítica -tan silenciosa que un campanillazo puede caer en su vestíbulo como una piedra en un pozo- hasta un viejo palacio, en cuyo patio se aglomera, bullicioso, un hervidero de postulantes, afanados en el tráfico de influencias, solicitud de exenciones, compra de empleos, demanda de gracia o gestión de privilegios. «Me aposté en un codo de la galería y mientras duraba mi antesala, divertíame en considerar tanta variedad de aspectos y condiciones como allí concurrían, cuando un soldado, poniéndome la mano en el hombro, me preguntó de dónde era venido y a qué. Antes de que pudiera responderle nada, se me adelantó a pedir excusas por su curiosidad, pues que lo dilatado de la espera convidaba a entretener de alguna manera el tiempo, y el recuerdo de la patria es siempre materia de grata plática. Él, por su parte, me dijo ser natural de Flandes, y que prestaba servicio al presente en las guardias del Real Palacio, con la esperanza de obtener para más adelante un puesto de jardinero en sus dependencias; que esta esperanza se fundaba y sostenía en el valimiento de su mujer, que era enana del rey y que tenía dada ya más de una muestra de su tino para obtener pequeñas mercedes. Se me ocurrió entonces, mientras lo estaba oyendo, si acaso no sería aquél buen atajo para llegar más pronto al fin de mis deseos; y así, le manifesté cómo éstos no eran otros sino el de besar los pies a Su Majestad; pero que, forastero en la Corte y sin amigos, no hallaba medio de arribar a su Real persona. Mi ocurrencia -agrega- se acreditó feliz, pues, acercándoseme a la oreja, y después de haber ponderado largamente el extremo de su simpatía hacia mi desamparo y su deseo de servirme, vino a concluir que tal vez su mentada mujer -que lo era, según me tenía dicho, la enana doña Antoñita Núñez, de la Cámara del Rey- pudiera disponer el modo de introducirme a su alta presencia; y que sin duda querría hacerlo, supuesto que yo me la supiese congraciar y moviera su voluntad con el regalo del cintillo que se veía en mi dedo meñique.»