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Las páginas que siguen a continuación son, a mi juicio, las de mayor interés literario que contiene el manuscrito. No tanto por su estilo, que mantiene invariablemente todos sus caracteres: una caída arcaizante, a veces precipitación chapucera, y siempre esa manera elusiva donde tan pronto cree uno edificar los circunloquios de la prosa oficialesca, tan pronto los sobreentendidos de quien escribe para propio solaz, sin consideración a posibles lectores; no tanto por el estilo, digo, como por la composición, en que González Lobo parece haberse esmerado. El reino se remansa aquí, pierde su habitual sequedad, y hasta parece retozar con destellos de insólito buen humor. Se complace González en describir el aspecto y maneras de doña Antoñita, sus palabras y silencios, a lo largo de la curiosa negociación.

Si estas páginas no excedieran ya los límites de lo prudente, reproduciría el pasaje íntegro. Pero la discreción me obliga a limitarme a una muestra de su temperamento. «En esto -escribe-, dejó el pañuelo y esperó, mirándome, a que lo alzara. Al bajarme para levantarlo vi reír sus ojillos a la altura de mi cabeza. Cogió el pañuelo que yo le entregaba, y lo estrujó entre los diminutos dedos de una mano adornada ya con mi cintillo. Diome las gracias, y sonó su risa como una chirimía; sus ojos se perdieron y, ahora, apagado su rebrillo, la enorme frente era dura y fría como piedra.»

Sin duda, estamos ante un renovado alarde de minuciosidad; pero ¿no se advierte ahí una inflexión divertida, que, en escritor tan apático, parece efecto de la alegría de quien, por fin, inesperadamente, ha descubierto la salida del laberinto donde andaba perdido y se dispone a franquearla sin apuro? Han desaparecido sus perplejidades, y acaso disfruta en detenerse en el mismo lugar de que antes tanto deseaba escaparse.

De aquí en adelante el relato pierde su acostumbrada pesadumbre y, como si replicase al ritmo de su corazón, se acelera sin descomponer el paso. Lleva sobre sí la carga del abrumador viaje, y en los incontables folios que encierran sus peripecias, desde aquella remota misa en las cumbres andinas hasta este momento en que va a comparecer ante Su Majestad Católica, parecen incluidas todas las experiencias de una vida.

Y ya tenemos al Indio González Lobo en compañía de la enana doña Antoñita camino del Alcázar. A su lado siempre, atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, corredores, antecámaras. Quedó atrás la Plaza de Armas, donde evolucionaba un escuadrón de caballería; quedó atrás la suave escalinata de mármol; quedó atrás la ancha galería, abierta a la derecha sobre un patio, y adornada a la izquierda la pared con el cuadro de una batalla famosa, que no se detuvo a mirar, pero del que le quedó en los ojos la apretada multitud de las compañías de un tercio que, desde una perspectiva bien dispuesta, se dirigía, escalonadas en retorcidas filas, hacia la alta, cerrada, defendida ciudadela… Y ahora la enorme puerta cuyas dos hojas de roble se abrieron ante ellos en llegando a lo alto de la escalera, había vuelto a cerrarse a sus espaldas. Las alfombras acallaban sus pasos, imponiéndoles circunspección, y los espejos adelantaban su vista hacia el interior de desoladas estancias sumidas en penumbra.

La mano de doña Antoñita trepó hasta la cerradura de una lustrosa puerta, y sus dedos blandos se adhirieron al reluciente metal de la empuñadura, haciéndola girar sin ruido. Entonces, de improviso, González Lobo se encontró ante el Rey.

«Su Majestad -nos dice- estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel. A su lado, reposaba un perrillo blanco.» Describe -y es asombroso que en tan breve espacio pudiera apercibirse así de todo, y guardarlo en el recuerdo- desde sus piernas flacas y colgantes hasta el lacio, descolorido cabello. Nos informa de cómo el encaje de Malinas que adornaba su pecho estaba humedecido por las babas infatigables que fluían de sus labios; nos hace saber que eran de plata las hebillas de sus zapatos, que su ropa era de terciopelo negro. «El rico hábito de que Su Majestad estaba vestido -escribe González- despedía un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia que le aquejaba.» Con igual simplicidad imperturbable sigue puntualizando a lo largo de tres folios todos los detalles que retuvo su increíble memoria acerca de la cámara, y del modo como estaba alhajada. Respecto de la visita misma, que debiera haber sido, precisamente, lo memorable para él, sólo consigna estas palabras, con las que, por cierto, pone término a su dilatado manuscrito: «Viendo en la puerta a un desconocido, se sobresaltó el canecillo, y Su Majestad pareció inquietarse. Pero al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me precedía, recuperó su actitud de sosiego. Doña Antoñita se le acercó al oído, y le habló algunas palabras. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»

(1944)

El Inquisidor

¡Qué regocijo!, ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.

Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.

Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posterior¿ con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.