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La muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió: -La oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.

– Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los condenados?

Ella movió la cabeza:

– ¿Cómo saber quién está condenado, padre?

El teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.

Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que no le hacian caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, m suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…

El señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.

Dictándole estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia – del subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria: -¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó en un silencio tenso.

Los ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta: -¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser… va a rendir una declaración. Todos deseamos que no haya motivo…

Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-, ¿qué significa esto, Marta?

– Lo han preso; está preso. ¿Por qué está preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.

Entonces, el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:

– No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.

– ¿Qué quieres decir con eso? -chilló, alarmado, el obispo.

– No juzguéis, para que no seáis juzgados.

– ¿Qué quieres decir con eso? -repitió, desconcertado.

– Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.

– ¿Qué quieres decir con eso? -amenazó, colérico.

– Me pregunto -respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta como la primera.

Esta vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras: -¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la cabeza.

– Calla -ordenó el prelado desde su sitial.

Y ella, crecida, violenta:

– ¿Cómo saber -gritó- si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?

– ¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.

Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?

– Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.

– Estás loca; vete.

– ¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.

El señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las uñas.

(1950)

El abrazo

"Tierra de sal y de hierro; tierra violenta, sedienta, áspera; tierra ocre; flor de romero, amarillos jaramangos, pinares de verde perenne y amargo; caballos, toros, cabras, sucias ovejas, pastores de ojos duros; breñas, espinos, peñascos, sangre, greda, polvo: tierra mía, ¡adiós!" Eran los ojos de don Juan Alfonso quienes se despedían; sus labios, temblaban en silencio. Había detenido allí, junto al río, su cabalgadura para tomar aliento: bajo la barranca, la corriente bramaba en la angostura, como el corazón en la garganta del jinete. Había galopado desde la medianoche hasta el alba, la blanca barba flotando sobre el hombro. No bien advirtiera que su señor sucumbía, apenas hubo visto la mano de don Pedro abrirse en el suelo y soltar el cuchillo reluciente, se había escurrido y, saliendo del castillo, saltó sobre un caballo, cruzó el campamento y huyó a campo traviesa por tierras de Toledo. Había visto caer al rey, y escapaba a las gentes del Bastardo antes que la noticia se le adelantara hacia las fronteras del reino. Temía al miedo de los indecisos que ahora querrían acudir al remedio de las vacilaciones pasadas con algún apresurado testimonio de celo. Y ¿cuál mejor -pensaba-, qué tributo más agradable para el nuevo rey, que entregarle, atadas las manos a la espalda, al hombre venerable que durante los veinte años de guerra había sido consejero y guía sagaz de su recién vencido hermano?…