– Quiera Dios que así sea -exclamó el ayo.
Antes de que la fúnebre procesión hubiera hecho la mitad del camino, ya la noticia de la muerte del rey había entrado al Alcázar de Sevilla, donde la reina María estaba morando. Y así, mientras el ayo aconsejaba al príncipe real tras el féretro de don Alfonso, la desaconsejada viuda mandaba degollar a su enemiga, doña Leonor de Guzmán. Disponiendo antes el castigo de la concubina que las exequias del esposo, convocó la reina a un grupo de sus adictos, y les dio instrucciones apresuradas y furiosas para que corrieran enseguida a Medina Sidonia, donde estaba doña Leonor, y le trajeran la cabeza de la rival. Todavía, desde la ventana, los despidió con gritos de espantoso apremio: "Pronto, pronto; corred; que me hice vieja esperando, y ya no quiero esperar un día más. Ella, maldita sea, me quitó la vida a pedazos; quitádsela a ella vosotros de un solo tajo. Antes del domingo quiero tener su cabeza entre mis manos."
Las últimas voces habían sonado como un aullido. Transpuesto que hubieron los jinetes la verja, entró la reina a su cámara con los ojos secos y relucientes. Todas las campanas de Sevilla estaban doblando; pero doña María no podía pensar en el rey muerto: sólo tenía pensamientos para la manceba que tantos hijos le había dado, y cuya fortuna y poderío habían ido creciendo con los hijos, mientras que ella, cuitada, criaba a su don Pedro y guardaba la casa del señor, siempre ausente. "¿Por qué -pensaba- he de llorar su muerte, si no ha sido mío en vida? Yo, sí, he vivido para él; él, para la otra. Ella me ha robado mi propia vida; no, no paga con este solo y súbito golpe…" Y repasaba los años de esa vida anhelante, siempre al acecho, inquiriendo siempre, siempre atando cabos, siempre pendiente de don Alfonso que, por su parte, se mostraba para con ella cada vez más ceremonioso, más deferente y más distanciado. En todas sus maneras, gestos y palabras creía descubrir rastros de la otra mujer, a la que nunca veía, pero de quien siempre le llegaban informes que le hacían palidecer y llorar. Veintiocho años habían pasado desde aquella ocasión única en que hubo de encontrarse con doña Leonor, y no podía olvidar su sonrisa entre forzada y feliz; recordaba el color de su toca, su aderezo, el brocado de su manto, la cinta negra de su garganta, la estatura elevada que, al inclinarse ante la reina, destacaba todavía su ventaja frente al breve talle de ésta… Y ahora, mientras aguardaba el cumplimiento del terrible mandato, acudía a su memoria una y mil veces, y cada vez con más distintos detalles, esa remota escena que impacientaba su odio… Ni dormir pudo, hasta que, de regreso, le entregaron sus emisarios la prenda sangrienta.
Doña María despidió a todo el mundo, y se quedó a solas con el espantoso envoltorio sobre el regazo; su peso parecía doblarle las piernas. Después de un rato desanudó las puntas del pañuelo y, poniéndose en pie, levantó a la altura de la suya la cabeza exangüe de doña Leonor: desencajada la boca, pegadas con cuajarones las grises mechas de su pelo… La reina -entre sus manos aquella cabeza extrañamente chica, gastada, borrosa- rompió a llorar de fatiga. Pero en ese mismo instante comenzaron a tocar las campanas anunciando la llegada de la procesión que traía al rey difunto. Se repuso; depositó el despojo sobre la mesa, echóse agua fría en la cara, y tañó una campanilla de plata para dar órdenes.
Por una puerta entraba en Sevilla el cuerpo del rey muerto, y por la otra llegaba noticia de que sus hijos, los bastardos, se estaban fortificando en sus castillos. Cuando -ya en la catedral, y durante el oficio divino- supo don Juan Alfonso las temibles novedades, sintió que con ellas se abatía sobre su cargado corazón el barrunto que por el camino no había dejado de revolotear por encima de su cabeza: entre las nubes de incienso y los graves tonos del canto ritual vio cómo se alzaba ya, inexorable, el final desastroso de este reinado.
Y, sin embargo, ese destino debería avanzar a lo largo de los años, lento, fatigoso, pesado, mediante episodios tortuosos -tortuosos, e inútilmente crueles- en los que tendrían su parte, no sólo las furias de la sangre, sino también, de modo bastante misterioso, los empeños mismos de la buena voluntad. ¿De qué hubieran podido valer contra un tal destino los cálculos de la prudencia, las diligencias discretas, las mañas del político? ¿De qué valió, en efecto, el trabajo emprendido y continuado durante meses por la buena voluntad de don Juan Alfonso para ver de disipar el horror que la insensata reina infundiera con su venganza en las gentes de la casa de Guzmán? ¿De qué, las demoradas negociaciones, las protestas, las promesas y gajes? ¿De qué, el empeño de muy buenos varones del reino? Las más ruines ocurrencias venían siempre a envenenar el fruto de los mejores deseos. Y así fue cómo, no mucho tiempo después, el maestre don Fadrique se encaminó hacia la muerte por los mismos pasos que debían conducirlo al favor del rey; pues éste, persuadido al fin, lleno de benevolencia, lo había llamado a presencia suya para arreglar mano a mano, amigablemente, la enfadosa porfía del maestrazgo; a su espera estaba en el Alcázar, dispuesto a estrechar contra su corazón y besar la mejilla de aquel hermano a quien nunca había visto antes y cuya gentileza tanto le habían ponderado, cuando alguien le trajo, a última hora, delación de su falsía; supo a ciencia cierta que, antes de acudir a su llamado, el maestre de Alcántara había concurrido a deliberar con los otros bastardos y, lleno de irreconciliable rencor, se había quejado ante ellos contra el rey que cercenaba sus fueros; hasta pretendían poderle repetir a éste el tenor exacto de sus amargas palabras: "¿Qué maestre soy yo?", decían que había dicho. "Una a una, me ha despojado él de todas mis prerrogativas. Ni siquiera se me deja ya entrar en los castillos de la Orden sin anuencia suya… La cruz del hábito se ha convertido sobre mi pecho en baldón de ignominia." Y así, había recapitulado la enconada querella con infatigable prolijidad. Lágrimas de rabia y de vergüenza llegaron a brotarle de los ojos recordando la escena de desacato en que una guarnición, por obediencia al rey, se la negaba al maestre, su señor natural. "Exhortaciones, amenazas: ¡nada! Tuve que volver las espaldas, humillado." "¿Cómo puedo saber -concluyó- para qué soy llamado al Alcázar? ¿Debo ir allá?" Parece que los hermanos habían acordado, tras muchas discusiones, que don Fadrique acudiera a Sevilla fingiendo ánimo de conciliación y, después de haber obtenido las concesiones posibles de don Pedro, las empleara quizá más tarde contra su tiranía. -Esta fue la confidencia que le trajeron: la noticia había corrido más veloz que el propio maestre hacia la cámara del rey. Y cuando le anunciaron su llegada y lo tuvo ahí, en persona, ante las puertas, ya estaba cambiada la disposición de su voluntad, y ardía en su pecho la ira, alimentada por la revulsión de su anterior benevolencia. ¿Ahí estaba, pues, el falso?
Don Pedro se asomó a la ventana y pudo ver abajo la compañía del maestre, todos jinetes en caballos blancos de jaeces escarlata. Los hombres de la escolta habían quedado aguardando en el patio, mientras don Fadrique echaba pie a tierra y penetraba, solo, en el palacio… Aún no había subido el primer tramo de las escaleras, cuando oyó -y en sus labios quedóse cuajada la sonrisa- el vozarrón que, desde lo alto de la balaustrada, lanzaba contra él una orden de muerte. "¡Maceros -gritaba-: muerte al maestre de Alcántara!" Alzó la cabeza don Fadrique y por vez primera, aterrorizados, se encontraron sus ojos con los iracundos de su hermano Pedro. "¡Traición!", exclamó el maestre, ronca la voz de espanto. Y la voz enfurecida y temblona del rey lo persiguió escaleras abajo: "¡Sí, bastardo! ¡Sí! Contra la traición, ¡traición!" De todas partes acudían maceros atajando el paso al fugitivo. Ya lo aguardaban unos al pie de la escalera, cuando otros descendían tras él, cerniendo sobre su cabeza la férrea cabeza de sus mazas… Saltó el maestre, en la diestra el desenvainado puñal, y pudo abrirse paso por entre los grupos que lo asediaban, huyendo por corredores y galerías. Acosado, se refugió en un aposento; un hilo de sangre, fluyendo de la rota ceja, le manchaba la barba, rubia y rizosa. Allí, apurado en un rincón, la cabeza cubierta con el brazo izquierdo y en la mano derecha el fino puñal, todavía pudo, blandiendo su hoja, escapar de nuevo hacia la sala. Pero no le quedaban más fuerzas: se detuvo, y cayó desplomado. Ya en el suelo, un último golpe le hendió el cráneo.
Todo esto había pasado con rapidez y en silencio, sin que trascendiera cosa alguna a la escolta que esperaba fuera.