Dispuso el rey: "¡Cada cual a su puesto!" Luego se aproximó al cuerpo del maestre e inclinado sobre él se puso a contemplarlo con estupor: en la magullada sien veíanse, amasados en sangre y sudor, unos rizos rubios, muy semejantes a los que se enroscaban sobre sus propias orejas; y también la boca, ensangrentada, contraída, presentaba aquel mismo trazo carnoso que, en la faz de don Pedro, era copia de la boca del difunto rey Alfonso. Pero, en cambio, aquella mano pequeña, delicada, pulida, del maestre, donde brillaba una sortija y el puñal parecía un juguete, nada tenía de común con las anchas, cortas y recias manos de don Pedro… Apartando la vista de la destrozada cabeza, el rey concentró su atención sobre esa mano mujeril y extraña, cifra de la traición. "¡Bien muerto, el maestre don Fadrique!", murmuró entre dientes, al tiempo que se retiraba.
Con eso, los puentes habían quedado rotos; ya los hermanos tenían que ser por siempre enemigos. Hubiera él sabido refrenar su cólera, cubrirla de disimulo… Pero ya no había remedio: cual incendio que después de haber arrastrado algún tiempo su pereza a ras del suelo se alza hasta los cielos con repentino ímpetu, así creció entonces la violencia en Castilla para arrasarlo todo… Apoyando la cabeza en el tronco de la encina sobre que estaba recostado, tendió su cansada vista don Juan Alfonso por las tierras que se disponía a abandonar; pesados los párpados, irritados los ojos, el incendio de las pasiones que durante años y años asolaron el reino se le aparecía bajo la imagen tantas veces contemplada de los campos ardiendo: mieses arruinadas, el sudor de una aldea entera quemado en espigas, humo, negras heridas de los rastrojos, piedra calcinada en las eras… ¡Ay, mi don Pedro, ya caído para siempre! El viejo ayo conocía desde un principio este final que, sin embargo, tanto bregó por impedir. ¡Ay, cuántas advertencias, cuántos ejemplos, cuántos desvelos, cuántas angustias! Te afanas, sudas, pasas trabajos: ¡en vano! En vano se había esforzado don Juan Alfonso por cumplir el encargo que en su agonía le diera el señor rey. Con el peso todo de sus artes de gobierno, de sus letras y de su buena voluntad, había podido tan poco y nada, como desde su tumba el propio difunto cuyos hijos desgarraban el país hasta dejarlo hecho sangrientos jirones; tan poco había podido remediar en vida de don Pedro, su pupilo, como podía ahora que ya don Pedro mismo había caído bajo el puñal de don Enrique y él, fugitivo de la muerte, desterrado, evocaba las sombras inconsistentes de lo que fue.
"¿Quién sujeta -pensaba el anciano-, quién sujeta a las bestias desbocadas, ni qué fuerzas mandan las palabras razonables? Calculas tu jugada, preparas cuidadosamente alfil y torre; has trazado un plan, y gozas imaginándote al adversario que se debate y sucumbe bajo el poder sutilísimo de tu juego… Pero un manotazo impaciente viene a romper los combinados movimientos, si no es que derriba el tablero en un fracaso de reyes y damas. Entonces, ¿qué hacerle? ¡Vuelta a empezar!" Don Juan Alfonso recordó trazos, perfiles sueltos de una lejana y vaga escena en que, jugando al ajedrez con el joven rey, éste había destrozado la partida a punto de perderla: veía su mano ancha y pecosa caer torpemente sobre los dos trabados ejércitos y barrerlos juntos, entreveradas las piezas blancas con las piezas rojas; y veía las rodillas del rey empujar la mesita liviana, alzarse su cuerpo y, en pie ya, iniciar una paseata a lo largo de la sala: paseos coléricos, rabiosos, ante la expectación silenciosa… ¿Quién era el otro hombre que, parado junto a la mesa de juego, seguía a la par suya los movimientos furiosos del muchacho? ¡Era don Samuel Leví!. Ahora, de golpe, le acudía a la memoria la escena cabaclass="underline" don Samuel, el tesorero, había llegado con sus pasos de gato junto al rey don Pedro, y se había detenido a seguir en silencio el curso de la partida, dejando oír tan sólo algún que otro suspiro; hasta que, a favor de una pausa, consiguió interesarlo con una frase suelta en lo que se proponía decirle. Le traía al rey el informe del asalto dado a la judería de Toledo por las gentes de don Enrique, según lo había recogido hacía un momento de labios de su sobrino, José Leví, una criatura de quince años, que llegara hasta él escapándose del desastre. Don Samuel empezó su relato en forma impersonal; pero pronto no hacía sino describir, juntas las manos, lo que el muchacho le había contado, y tal como si él mismo lo hubiera visto con sus propios ojos. Acababa la familia de tomar su almuerzo y seguían aún a la mesa, entretenidos en comer dulces y en conversar, apaciblemente, cuando, de golpe, se abrió la puerta y, despavorida, apareció en su marco una de las criadas con las manos sobre la cabeza: "¡Vienen, llegan!" Antes de que pudiera explicar la causa de su miedo, ¡el tumulto que se precipita, y que lo arrasa todo en un instante! Desde el fondo del armario en que fue a esconderse, divisó el muchacho la cruel escena: paralizado de terror vio José el hacha que hendía la cabeza venerable de su padre; y aquellas manos velludas que empuñaban el mango eran las de otro José, José Rodríguez, el oficial talabartero que, sin lograrla, había pretendido durante dos años la mano de su hermana Estrella: ahora la tenía postrada a sus pies, más blanca y pálida que su nombre, y se disponía a violar el desmayado cuerpo, mientras otros facinerosos saqueaban la casa y llenaban de platería tintineante bolsas y pañuelos… Todo esto tuvo que presenciar el joven desde el fondo de su escondrijo. La encanallada turba resollaba azacaneada, lanzaba exclamaciones de codicia y, a ratos, quedaba en un silencio increíble… ¿Cómo no lo habían descubierto a él todavía, ahí en su escondrijo? No pudo aguantar más. Salió del armario, fue a arrodillarse ante el talabartero y humilló la cabeza en espera de la muerte. Pero, en lugar de otorgársela, aquella mano tosca separó sus greñas con levedad inverosímil, casi con cariño… Ya comenzaban a arder los fondos de la casa: huyó el tropel, y la pobre criatura escapó también corriendo. Nadie quería reparar en él; nadie. Anochecido, fue a dormir bajo el puente del Tajo, y con la madrugada emprendió camino hacia Sevilla, en busca de su poderoso tío…
Al oír estas noticias relatadas con monótona quejumbre don Pedro se había inflamado de furor; y derribó el tablero, mientras el tesorero y el ayo, consternados, se consultaban con la vista. ¿A dónde iría a parar aquella cólera? Los arranques del rey eran incalculables y sobrepujaban a cualquier previsión. Tan pronto se encogía de hombros, desentendido, como hacía ejecutar castigos que dejaban espantado al mundo. Con hielo en las venas recordaba don Juan Alfonso el escarmiento del arcediano a quien mandara enterrar vivo junto al cadáver del pobre zapatero que la codicia clerical tenía insepulto. ¿Ante qué respeto se hubiera detenido aquel insensato? ¿No llegó una vez, incluso, a levantar la mano a su propia madre para defender contra ella el nombre de su amante doña María de Padilla?… Mucho tiempo había pasado; habíase desvanecido el objeto de muchos afanes en que se consumió la vida, y las querellas de antaño estaban resueltas y decididas sin recurso; pero el recuerdo de esa vergonzosa disputa palatina durante la cual don Pedro amenazara a la reina trajo consigo en un momento el cortejo todo de su asco, indignación, desaliento e inquietud: el viejo ayo volvió a sentir otra vez el terror que entonces lo había paralizado, cuando -ante la osadía loca del joven- comprendió una vez más que aquello sólo podía tener un final malo. Malo para todos; malo, ¡ay!, antes que nada, para él mismo, para el desvelado y fiel Juan Alfonso que, sin ningún apoyo firme, sin fuerza propia en qué fundar su posición, se empeñaba en infundir prudencia a la conducta de tan soberbio pupilo. Pues hasta don Samuel Leví era más poderoso que éclass="underline" tenía el oro; ésa era su fuerza. Pero él no contaba sino sobre la benevolencia del rey, y la única brida al capricho de su mudanza era el amor de don Pedro hacia doña María de Padilla, aquella su sobrina carnal, para quien él, Juan Alfonso, había hecho en su orfandad veces de padre. Sólo de esta dama pendía su privanza con el rey. ¡Cómo no había de temblar cuando advirtió que el bárbaro la jugaba así, desenfrenado, contra la vieja reina, que era tanto como oponerla a toda la Corte! Pues, ¿no bastaba acaso la hostilidad de sus hermanos, los poderosos bastardos dueños de media Castilla? ¿Había que concitar todavía discordias dentro de la casa?
No, su discreto seso, el tino y moderación que ponía en sus dictámenes, nada podían en verdad contra el concurso de tanta y tanta insensatez. Pues, si de una parte -de la parte del rey- había sido desaforada e imprudente la manera con que siempre sostuvo contra todos a su María de Padilla, no fue menos descabellado por parte de la reina y sus parientes el remedio de las bodas con la princesa de Francia que pretendieron aplicarle al supuesto mal. El, don Juan Alfonso, había querido oponerse con todas las energías de su alma y con recursos de todas clases, incluso -¿por qué no?- los de la intriga, al desdichado proyecto. "¡Interés turbio!", le gritaron enseguida. ¡Cuántas calumnias no habían derramado entonces sobre su cabeza! Interés turbio, ¿por qué? Una alianza política -y no otra cosa era a la postre aquel casamiento- ¿qué hubiera podido perjudicar a los amores, ya antiguos y asentados, del rey con su amiga?; y, en último término, a él ¿qué le importaba eso? Por ser sobrina suya la concubina de don Pedro, la gente le hacía a él fácil la vida. ¡Sí, facilidades nos diera Dios!… Sólo que él conocía bien al potro indómito. Y, por conocerlo bien, había tratado, aunque en vano, de contrariar esas bodas. Que tenía razón, el tiempo no tardó mucho en demostrarlo. Llegó de Francia doña Blanca: mirada altiva, labios apretados…, ¡una criatura! Lástima tuvo de ella al verla, Dios lo sabe. Y ¡qué temple, a sus años; qué no decir ni una palabra, ni una sola, jamás! ¡Señor, cómo sostiene el orgullo en la desgracia! El resultado fue que la vieja reina, después de tanto haberlo injuriado por estorbar las bodas (sí, la gran arpía era quien más había hincado las garras en su reputación, quien fulminó contra él las más soeces injurias), después de esto, tuvo que apresurarse en busca de paliativos al daño que él había querido evitar, con los cuales enmendase las consecuencias del proceder rudísimo de su hijo. Y como ella, todos los que antes se habían afanado tanto para urdir el casamiento, corrían ahora, desalados, a prevenir el que amenazaba ser, como lo fue, único fruto de aquellas bodas: un monstruo de nuevas discordias. Ante todo, quisieron forzar la conducta de don Pedro uniendo a las súplicas la coacción para que corrigiera sus yerros…