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Cuentan que obedeció para ello a un impulso repentino: la voz del predicador, que tantas veces había oído distraídamente, le taladró ésta los oídos y le escaldó el pecho, invadiéndole con repentino espanto. Estaba -cuentan- perdido ahí entre los fieles, recogido, acurrucado, ausente la imaginación, cuando de improviso sintió que le asaltaba una rara evidencia, tan rara, en verdad, que tardaría un buen rato en rendirse a ella: la evidencia 'de que el Espíritu Santo se estaba dirigiendo personalmente a su olvidada insignificancia, y que los trémolos patéticos de su voz le increpaban a él, a él en particular, a Juan, desde el pulpito del orador… Por lo que uno de sus discípulos -empeñado más tarde en recoger de los labios reacios del santo algún detalle de esta revelación- dejara escrito, sabemos cómo el corazón le había dado un vuelco al apercibirse -eran sus palabras mismas- de que estaba descubierto. Fue, parece, una especie de sobresaltado despertar. Despertaba, sí, ahí, en aquel rincón umbrío, al pie de la columna, bajo el dedo acusador del padre… Quiso entonces poner atención, y apenas si podía, al comienzo, distinguir el sentido de sus atronadoras frases; pero sentía, ineludible, el índice tieso que le apuntaba sin vacilar, a él, precisamente a él, arrodillado allí entre tantos y tantos, señalándolo en medio del rebaño, distinguiéndole, sin que le valiera de nada su intento de disimular, fingir inocencia y hacerse el desentendido: dispuesto a engancharlo, a extraerlo del suelo, izarlo en el aire y -suspendido en medio de aquella luz lechosa que, desde arriba, atravesaba el crucero del templo- exponerlo como un guiñapo al ludibrio, el dedo inexorable volvía sobre su triste insignificancia una vez y otra, irritado, encarnizado, sañudo.

Juan humilló la cabeza y, con ella baja, pudo ahora entresacar algo, alguna que otra frase centelleante, en la abundancia del orador. «A ti me dirijo -clamaba-, a ti, cristiano viejo, que has sucumbido…» Juan de Dios, cristiano viejo del reino de Portugal, había sucumbido, y rodaba por el áspero despeñadero en que cada nuevo paso conduce hacia la oscura sima. Por las puertas de la carne se le había entrado en el alma el pecado mortal. Y así, entregado en cuerpo y alma al halago de las costumbres moriscas, apegado como gozque inmundo a los enemigos de la fe, su criminal amistad le había hecho oír en silencio, de sus bocas venenosas y dulces, atroces burlas contra Nuestro Señor y su Iglesia. Lejos de salir en defensa del verdadero Dios -antes se hubiera avergonzado de confesarlo- había oído las infamias mansamente, con falsas, cobardes sonrisas… Y ¿cuánto tiempo no había vivido en semejante abyección, revolcándose en las flores podridas de aquella ciénaga? «¡Ah, cuan largo, horrible sueño engañoso! Muchos son los que en medio del sueño fenecen. ¡Despierta tú! ¡Despierta, cristiano!…»

Juan de Dios se acercó después a pedir confesión, y Juan de Ávila, notándole en los ojos lágrimas de angustia, accedió a escuchar su culpa. «Durante años y años he vivido con una víbora oculta en el seno y hasta hoy no acordé al pecado mortal. Padre mío, vuestro grito me despierta. ¡Salvadme del pecado! ¡Confesión, padre!»

«Expulsa ya, hijo, esa víbora; habla, confiesa: ¿de qué te acusas?», fue la respuesta. Entonces comenzó Juan a acusarse. Declaró su pecado carnal. Y luego echó también sobre sí las blasfemias en que tácitamente le hiciera consentir su apocamiento: había escuchado, había asentido, había acompañado a las risas. ¿No era acaso un apóstata?, preguntaba, deshecho en lágrimas, el soldado. Y aunque el confesor hizo distingos y le otorgó su absolución sin grave penitencia, Juan no se daba por consolado ni se tenía por limpio: un ansia insaciable de confesión se apoderó de él desde esa hora; quería confesar públicamente; quería proclamar la abominación de su culpa, gritar su crimen a los cuatro vientos, declararse vendedor del Cristo, y sentir sobre su cabeza el horror, la piedad y -si posible fuera- el perdón del mundo entero.

Se desprendió de sus humildes haberes y, después de muchos llantos y congojas, un domingo, a la hora de misa mayor, alzó su voz en la iglesia colegiata. Hincado en el centro de la nave, sus brazos en cruz parecían sostener con inaudito esfuerzo el fardo de sus pecados. Y los fieles, sacados de sus devociones por aquella voz áspera que se incriminaba sin descanso, miraban para el penitente, más tomados de sorpresa que de edificación: entre el esplendor del oro y los brocados, sus andrajos; en medio de tanta digna compostura, su cabeza rapada, su garganta reseca, sus manos implorantes. Con extrañeza lo contemplaban, casi con escándalo. Pero él seguía acusándose: castigaba su flaqueza, golpeábase la cara con los puños, se arañaba el pecho… ¿Hasta dónde habría de llegar en su frenesí? Ahora reconocía haber menospreciado a Dios por idolatrar en criaturas humanas: reconocía que, empujado por tal idolatría hasta la última debilidad de la razón, había llegado a poner en duda la Santísima Trinidad… Crecían sus lamentos y, con ellos, la gravedad de las culpas pregonadas y la estupefacción de los fieles. Hasta que, por fin, tras muchas vacilaciones y no sin algún revuelo, un diácono y dos acólitos se acercaron a rogarle con firmeza que saliera del templo, pues que aquella penitencia pública más podía -como le explicaron- ser ocasión de escarnio que de piedad.

Pero ¿cómo hubiera podido contener el infeliz la abundancia de su corazón? Una semana más tarde aparecía en plena Puerta Real gritando ante la multitud el dolor de su infamia. En medio de espeso corro, se tundía los costados y lloraba: ¡en apostasía había incurrido, abjurando de la religión verdadera para seguir la del falso profeta!… La gente reunida a escucharle pasó pronto de la curiosidad a la burla, y comenzó a alimentar su excitación con preguntas malignas. Y después de aquel día era frecuente hallarlo exponiendo sus tribulaciones en cualquier lugar público de la ciudad: ya en el mercado, ya en una placeta, y aun ante el palacio episcopal mismo. Por último, fue recogido e internado en una casa de orates.

Mas he aquí que su mansedumbre rompería luego sus cadenas, y su resignación no tardaría en quebrar los cerrojos del manicomio: supo hacer de la prisión escuela de caridad; y cuando le abrieron sus puertas, no tuvo ya otra mira en el mundo que la de fundar con su trabajo un hospital de pobres. A esta obra consagró el resto de su vida.

El pasaje de esa vida santa que se propone sacar a luz el presente relato tiene comienzo una mañana de verano en que Juan de Dios había salido, como de costumbre, a recorrer las calles implorando piadosa ayuda. Cerca ya del callado, desierto y cálido mediodía, sintió, pues, acercarse por el Zacatín, a cuya entrada estaba apostado, un caballo que con recortado paso hería las piedras del suelo. El bienaventurado mendigo le salió al encuentro y, tomándolo por la brida, suplicó al jinete con su habitual letanía: «Socorred, señor, a los pobres de Jesucristo. Una limosna para…» Mas el caballero, dando un tirón a la brida, levantó el rebenque y descargó un golpe sobre la cabeza rapada del pordiosero: «Señor, por el amor de Dios, ¡una limosna!», repitió Juan, caído a los pies de la encrespada bestia. Con el arrebato de la ira, el caballero se había empinado en los estribos, dobló el cuerpo e, inclinado hacia adelante, golpeó y golpeó al mendigo hasta dejarle cruzada la cara de sangrientos surcos. Juan se cubría los ojos con las manos, defendía con los codos sienes y orejas, en espera de que la furia se apaciguase; pensaba, al ver la bota del jinete tensa en el estribo: Con mi imprudencia lo asusté; venía desprevenido. Pensaba: Ya, ya va a cesar de maltratarme… Y antes de que hubiera acabado de pensarlo, volvió a oír las herraduras del caballo, que se alejaban batiendo el empedrado calle arriba.

Recogió Juan de Dios sus alforjas, calzó una alpargata que se le había salido del talón y, secándose la frente con la manga, echó a andar despacio, al arrimo de las paredes, hacia el carril, en busca de agua limpia con que lavarse las heridas. Más allá de las últimas casas la acequia se juntaba al camino para luego alejarse, siempre a su vera, campo afuera. Ahí se detuvo Juan a tomar descanso, en el espacio que el carril abría a un vertedero de basuras; bajo el montón de estiércol, encendido en un chisporroteo de insectos, el agua se arrastraba, mansa, clarísima y fresca… Sentado en una piedra, el infeliz se distrajo un momento del dolor de sus magulladuras con observar los afanes de un muchacho que, obstinado contra la terquedad de un asno, sudaba por sacarlo del estercolero, en la atmósfera caliginosa del mediodía estival. «Ese triste animal -pensaba el mendigo ante la silenciosa pugna- ha de haber ido cayendo año tras año en manos cada vez más pobres y más duras, hasta que, del todo inútil, quedó abandonado ahí en el baldío, sin aparejo, sin ronzal; y ahí está ahora, olvidado de la muerte, la cabeza baja, secas las patas, hinchado el vientre, mientras las moscas, obstinadas y crueles sobre sus mataduras, chupan su vieja sangre. ¡Bien podéis vosotras, florecillas celestes crecidas junto al agua, bien podéis sonreíros con picardía de chicuelas, al alcance de su hocico inapetente! ¡Y tú, muchacho bárbaro, vano es que le tundas el espinazo: ya no hay nada que le haga andar!» Del fondo de estas reflexiones, su voz se levantó para persuadirle: