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Olvidando por un instante la circunstancia precaria en que se encontraba -fugitivo hacia el destierro y con peligro de su vida-, el anciano don Juan Alfonso tuvo una tentación de risa al recordar el cúmulo de prevenciones de aquella célebre conjuración palatina, y cómo el brío natural de don Pedro, esa vez revestido de astucia, desbarató de un golpe todo su calculado aparato, y burló el oficioso desvelo de sus parientes, empeñados en traerlo a razón. Ahí sí que la tozuda inquina de la reina madre había acertado el pronóstico: "Todo será inútil -había asegurado a su azafata mientras ésta la vestía para acudir al consejo de familia convocado en la ciudad de Toro-: ¡Inútil, Juana! Vengo a esta reunión, no porque confíe en sus resultados, sino porque, siendo quien soy, no podría faltar a ella. Pero sé bien cuán inútil es. Piensan mis parientes que el mal puede remediarse; mucho sería que se aliviara-, yo no lo espero. ¡Si conoceré yo las raíces de ese mal! Raíces muy amargas. Consigan que él vuelva a su mujer, enciérrenlo con ella en su cámara si quieren, átenlo a los pies de la cama: su magín estará junto a la otra, y la cara se le sonreirá como a un bobo, mientras tú te sientes morir una y mil veces a su lado… No…, no" Y meneaba la cabeza.

– ¿No será, mi señora, que le hayan dado algún bebedizo? -aventuró, por decir algo, la azafata que, arrodillada a su lado, le prendía alfileres al justillo.

– ¿Un bebedizo? Sí, pudiera ser: toda maldad es posible. Aunque siendo tan mozo mi don Pedro, ¿qué más bebedizo que las mañas de una mujer artera?

– Cierto, señora; y puesto que ella es tan hermosa…

– ¿Qué estás diciendo, necia? ¡Es tan falsa su belleza como su alma! ¿Lo ves, Juana? ¡También tú caes en el engaño de la fama esa! Hermosa, dicen; y, sin embargo, "¿dónde está su hermosura?”, me pregunto yo. La hubieras conocido de niña, como yo la conocí, corriendo por los jardines del Alcázar mientras que su tío Juan Alfonso, ya desde entonces tan previsor, despachaba dentro los negocios, y no te harías lenguas ahora de belleza tan fementida: era, te aseguro, el visaje de un diablillo. Y ¿qué es lo que ha ocurrido en ella de entonces acá? ¿Se le ha blanqueado la tez? ¿Se han hecho grandes y claros, por ventura, aquellos ojuelos chispeantes? Aquella enorme boca, llena siempre de risa, ¿se ha hecho quizá pequeña y compuesta? Ciego será quien no vea de dónde viene esa pretendida hermosura; hipócrita, quien la celebre. Pues lo que celebran ahí bajo nombre de hermosura tiene otro más propio.

– Muy verdad es, señora, que las facciones de doña María están lejos de ser perfectas, y por supuesto que no pueden haberse mudado en otras. Pero quien no la ha conocido niña, sino sólo después del cambio a mujer, reconoce en el conjunto un algo que disimula…

– ¡Eso; tú lo has dicho: que disimula! Es el demonio disimulado, oculto bajo ricas telas murcianas. Mas, ¿cómo puede llamarse belleza a la estampa de la lascivia, por mucho que una falsa compostura la disfrace? Es algo que yo jamás podré entender. ¡Ay, que esas perras todas son iguales! ¿Qué tienen? ¿Qué dan a los hombres? Un bebedizo, sí. ¡Un bebedizo!

La reina quedó en silencio. Por quebrarlo, observó, compungida, la azafata:

– Pero, señora, ¡es tan joven aún el rey!…

– ¡Calla, mujer; cállate, Dios me valga! -saltó ella con vehemencia al oír esto-. ¿No conoceré yo cómo es esa afición del demonio? Me sé de memoria la cantilena: "¡Es tan joven! Con los años tendrá enmienda"… Que se engañen quienes ignoran de dónde le viene al rey esa condición: yo no me engaño; yo no me puedo engañar… Y ya lo ves: creyeron que todo se arreglaría trayéndole a esa princesa de Francia, y ha sido para más encenagarlo. No contaban con su natural repugnancia a cuanto sea noble y digno.

¡Pobre princesa, pobre criatura inocente, pobre doña Blanca! Ahí lo tienes: huye de su cámara la noche misma de las bodas y, loco de celo, atropellando todas las conveniencias, acude a la alcoba de la concubina. ¿Qué podría ofrecerle a él, estragado por el lujo morisco, las perlas, los perfumes orientales que a manos llenas regala para su propio placer?… Arreglarse todo, sí; pensarán que el mal tiene remedio… En fin, hija: yo he de asistir a este acto, porque así me lo han pedido sin que pudiera excusarme; pero no pienso tomar parte alguna, ni despegar los labios. ¡Amén a todo! Ya verán qué poco puede en este asunto el concurso de buenas voluntades…

Fiel a su dicho, la reina madre había guardado silencio, en efecto, durante toda la reunión. Cuando, atraído a ella con engaño, compareció don Pedro en el salón del castillo de Toro ante sus grandes parientes, fue su tía, la anciana reina de Aragón, responsable por la iniciativa de este irregular consejo de familia, quien hubo de echar también sobre sí la grave tarea de amonestarlo. Reprochóle su preferencia por el trato con gente ruin; le representó los riesgos y daños de su desvío para con los poderosos, y recalcó por último, con frase que la historia recogería: "Más conviene a vuestra dignidad estar acompañado, como ahora lo estáis, de todos los grandes y buenos de vuestros reinos"… Luego, suavizando la severidad de su tono, prosiguió:

– Cierto es que un buen rey debe amparar a todos los hombres; pero, señor sobrino, sabed que vuestra inclinación hacia la gente común ofende a quienes somos vuestros iguales. ¿En quién ponéis amistad, confianza? Avergüenza el decirlo: en judíos, en mercaderes, en conversos. ¿A quién dais los cargos de vuestra real casa? A gente que ayer todavía no era nadie, y ostenta hoy soberbia increíble; a gente cuya sola presencia enoja, ¡qué no, su engreimiento! Y ¿con quién comunicáis todas vuestras intenciones? ¿Con quién aconsejáis todos vuestros pasos? Por Dios, sobrino, que eso se hace harto duro de sufrir. Ni siquiera para concurrir a este nuestro requerimiento habéis podido prescindir de vuestro don Leví, que se enriquece de lo que os da y está gobernando con sus arcas el reino.

Hizo una pausa y, agarradas las manos a los brazos de su sillón, adelantó el pecho para resumir con voz trémula: "A fin de evitar que de todo ello os vengan mayores males y a costa del crédito propio se aumente el de vuestros poderosos enemigos, hemos resuelto los que bien os queremos serviros personalmente en los oficios de vuestra casa y reino. Entended, señor, que esto se hace por amor vuestro, y sin desmedro de una autoridad que hoy se ve mancillada por las indignas gentes de que os rodeáis."