– ¿No estás viendo acaso que no puede ni moverse? ¿Por qué no le dejas en paz, muchacho?
– Ha de poder, ¡me!… -respondió su cólera, al tiempo que un nuevo garrotazo caía sobre los lomos de la escuálida alimaña.
Juan no le replicó nada. Lo vio separarse unos pasos, y agarrar un pedrusco, y lanzarlo contra las costillas del impasible asno.
– ¿Ves cómo no puede, criatura? -insistió ahora.
– Pero es que yo me lo quería llevar…
– ¿Para qué, hombre?
– Pues para llevármelo.
– Anda, criatura: déjalo ahí, y ven por caridad a darme un poco de ayuda.
Desprendiéndose con alivio de su empeño, por primera vez dirigió ahora el muchacho una mirada
El autor puso aquí, en la boca inocente, una blasfemia simple, directa, proferida con nuevo valor de interjección.
A su interlocutor, para encontrar en él aquella cara manchada de sangre y polvo.
– ¿Qué fue ello, buen hombre? -le preguntó con susto.
– Bueno, sólo Dios lo es. Anda, ven, acude, acércate, moja en agua este trapo, y me limpias la cabeza.
Obedeció el chico. Bajó a la acequia, empapó en su corriente el paño que le tendía Juan, y volvió con él chorreando a humedecerle la frente. El herido apretaba los dientes; le escocía.
– Despacio, hijo; con tiento. Dime: a ti ¿cómo te llaman?
– Antón.
– Despacio, Antoñico.
En esto, al fondo del camino, entre una polvareda y como suspendido en el aire cálido, vieron aparecer un coche, que avanzaba y crecía en la soledad del campo. Ambos, hombre y niño, se quedaron fijos en su lejanía: con el campanilleo de las muías, todo se agrandaba y adquiría volumen ante ellos en la densa atmósfera, todo medraba hacia su tamaño natural. Llegó, por fin, el coche al punto donde estaban, y acordó la marcha en el recodo; pero, en vez de reanudarla con nueva aceleración, se detuvo un poco más allá. ¿Qué les gritaba ahora, erguido en lo alto de su asiento, el cochero? -Preguntábales por orden de su dueña si acaso les había ocurrido algún accidente.
El santo mendigo corrió entonces hasta el coche para pedir su limosna. «¡Por amor de Dios, señora!», imploró con la mano extendida. No cayeron en ella, sin embargo, las esperadas monedas; suavísimas palabras tintinearon en su oído: «¿Cómo te has hecho esa herida, hombre?», a cuyo son acudieron en seguida los ojos. Y hallaron, por cierto, de qué maravillarse: en el marco de la ventanilla se veía, adornada de perlas y granates, una cabeza cuya hermosura era reflejo fiel de un corazón amable.
– Nada fue, por Dios. Eso no vale ni mi propio cuidado, cuando menos la atención de la señora -respondióle el mendigo-. Este muchacho me ha lavado ya la herida -añadió señalando a Antón, que se mantenía rezagado a sus espaldas-, y ahora debo seguir procurando para el alivio de mis enfermos. ¿Querrá la señora socorrerlos?
– Quiero, sí. Más ¿de qué enfermos se trata y qué socorro necesitan? -volvió a interesarse la dama.
– ¡Ay, mi señora! Son enfermos que nadie piensa en cuidar, porque no tienen otros allegados que sus males y su pobreza. A éstos recojo y cuido yo en la casa donde quiero curar, junto con sus plagas, mi alma. Algunos señores que lo saben y pueden, me prestan diaria ayuda; y los que al pasar se mueven a mi súplica, dan para el resto.
– De los primeros deseo ser yo, amigo; no de la especie pasajera. Mándame cada día a ese mozuelo, y cada día mandaré algo con él a tus enfermos.
– El mozuelo no es mío, señora. Lo encontré aquí mismo vagabundeando; me ha hecho esa caridad que digo, y cuando vuestra señoría acertó a pasar cavilaba yo, precisamente, llevármelo conmigo; pero…
– En tal caso -atajó ella- he de ser yo quien lo tome en mi compañía, si es que a él le conviene ser mi paje; de ese modo, te lo podré enviar con el socorro diario, mientras él se nace hombre en mi casa.
– ¿Oíste muchacho? ¿Qué haces que no corres a besar la mano de la señora?
Besó Antoñico los dedos de la dama, tan finos que el peso de las sortijas parecía abrumarlos, y lleno de alegre presteza se encaramó junto al cochero, al tiempo que grababa en su mente las señas del hospital, muy recomendadas a su memoria por Juan de Dios. Un momento después, éste se había quedado solo: el coche se desvaneció en una nube de polvo; y cuando el santo tornó la vista a su alrededor, hasta el decrépito asno había desaparecido del estercolero.
Fue necesaria la presencia del muchacho que -todo alborozado y con ropa nueva- golpeó al otro día a su puerta llevándole en nombre de su ama una yunta de gallinas, para confirmarle que todo aquello no había sido un sueño, como otros que en ocasiones confundieron su magín. No; allí estaba Antoñico, importante y protector; y mañana volvería a venir, y seguiría viniendo una semana
Tras otra, un mes tras otro, con el testimonio, siempre renovado, de una noble y lejana existencia.
– Mira, Juan, ¿ves? Ya mis manos no volverán a castigarte.
Juan levantó del suelo la turbada vista. Había salido a respirar: apoyado en el quicio de la puerta, daba al aire fresco del patio sus mejillas palidísimas, fatigadas del vaho insidioso que, ahí dentro, lo impregnaba todo, sábanas, esterillos, vasos, ropas y manos. En ese instante, cuando, casi desvanecido, trataba de recobrarse, le vino a sacar de su oscuro estupor la invocación inesperada de este infeliz tullido que, presentándole los muñones todavía rojizos de unas recién amputadas manos, le decía con énfasis colérico, amargo, soberbio, desamparado:
– ¿Ves, Juan? Ya no te castigarán más.
Juan le miró, espantado:
– ¿Cómo has perdido tus manos, hombre?
– Las he perdido en el camino de mi soberbia. Y ahora, desdichado de mí, aquí vengo a implorar tu perdón.
Mientras hablaba así, Juan de Dios había estado escrutando la cara del llegado: una cara afilada, nerviosa, móvil, cuyos ojos ardientes se inundaron de lágrimas al tiempo de pronunciar su fina boca la última frase.
– No te conozco, hombre; nada tengo que perdonarte. Perdóname tú a mí, si te veo afligido y no acierto a consolar tu duelo. Pasa, hermano; entra a beber conmigo un trago de vino, y dame parte de tu cuita.
El hombre le siguió, baja la cabeza, hasta la cocina, donde se sentaron juntos a una mesilla de madera sobre cuya tabla había un jarro de vino.
– Tú habrás de llevarme el vaso a los labios, Juan de Dios, o tendré que beber como las bestias, pues aún no he aprendido a remediar mi invalidez.
Bebió el tullido, y cuando se hubo serenado su ánimo, contó la historia de su desventura, explicando cómo había venido a caer, por terrible designio de la Providencia, en la trampa que él mismo, con tan prolijo cuidado, dispusiera para otro.
«Mi nombre -comenzó a decir- es don Felipe Amor. Provengo de una antigua familia granadina que, por viejas discordias de este reino, pasó a tierra de cristianos y fue a radicarse en Lucena, donde yo soy nacido. ¡Nunca saliera de allí! ¡Nunca hubiera vuelto a este viejo solar de mis padres! Lo hice, impulsado por las dos alas de la ambición y de la soberbia. Soberbia, porque no me resignaba a la pérdida de fortuna que mala suerte o mala cabeza había infligido a mi casa, por más que lo restante bastase como bastaba para llevar una vida honrada y decorosa; ambición, porque estaba resuelto a reclamar de mis parientes granadinos los muchos bienes de que se habían apoderado tiempo atrás, cuando mi familia se vio forzada a abandonar la tierra. Fijo en mi idea, nada excusé que pudiera llevarme al fin perseguido. Y aun los vicios de mi educación: el haber sido criado como hijo de señores, cuyos deseos son antes servidos que adivinados; el menosprecio hacia mis semejantes; la desconsideración al prójimo y la sola consideración de mis propósitos, me ayudaron a salir adelante con mi empeño. Hoy sería rico y poderoso, y respetado como tal a despecho de insolencias, atropellos y crueldades, si la dureza de mi corazón no hubiera sido asaltada y rendida por aquella única parte de él que es vulnerable. Quiero decir que, en la carrera de mis logros, y habiendo ya conseguido rescatar los antiguos bienes de mi casa, todavía quise redondear mi fortuna con la de una heredera noble a quien venía cortejando el mayor de mis primos, y de cuyas prendas había tenido yo noticia de sus propios labios. No contento, pues, con haber privado a este pariente mío, don Fernando Amor, de una parte de su fortuna, resolví también privarlo de su dama; y ello se cumplió con tan buena, digo: con tan mala fortuna para mí, que el destino parecía complacerse en allanar y hacer floridos los caminos por donde, sin saberlo, caminaba a mi perdición: lo que Fernando no había podido alcanzar en años de galanteo, lo alcancé yo en días. No más de quince habían pasado desde que pude conocer por vez primera a mi doña Elvira, cuando ya nos habíamos prometido en secreto como esposos.