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Esos quince días vieron cambios muy profundos en el ánimo de nosotros tres: no hablaré de los sentimientos de ella, pues lo que en otras circunstancias hubiera sido para mí ocasión de justificado engreimiento, lo es ahora de dolor acérrimo; en cuanto a mí mismo, baste decir que una pretensión y boda premeditadas por ambicioso cálculo se trocaron a presencia de doña Elvira en pasión tan frenética como para sacrificar en un momento, si preciso fuera, cuantas riquezas había conquistado con penoso tesón en largos pleitos. Mi primo don Fernando por su parte, que ya -mal disimulado el encono bajo actitudes de caballero- se había visto despojado de bienes tenidos por suyos como herencia de su padre, no pudo sufrir que, sobre aquella vejación, cayese ahora esta otra, en verdad insoportable: la señora de sus amores, prefiriéndome en matrimonio. Y así, cuando yo le comuniqué la noticia cuyo efecto saboreaba anticipadamente, no dejé de vislumbrar su ardiente rencor en el gesto que puso al felicitarme por mi nueva fortuna. Se mostraba efusivo y contento; pero en la estrechez del abrazo pude divisar el relámpago cruel de su pupila. Ese rencor debía trastornarle el juicio, a él que ya de por sí era tan atravesado y torvo: loco de despecho, emprendió una acción indigna de las maneras gentiles que tanto se esforzaba por afectar, y en la que de un modo abierto vendría a mezclarse su afición a doña Elvira en su deseo de ofenderme. Ello fue que, saltando una ventana de su casa en ocasión que la dama se estaba probando un vestido de fiesta para la de nuestros desposorios, la abrazó por la espalda y, cruzándole el busto, estrujó sus pechos con las manos mientras que las criadas, atónitas, perdida el habla, no se atrevían siquiera a moverse. En seguida huyó por donde había venido.»No bien lo supe -que tales desazones no carecen nunca de mensajero-, me puse a cavilar cuál podría ser la reparación adecuada a la ofensa, y vine a concluir que ninguna lo sería tanto como, cortadas las atrevidas manos, hacer de ellas regalo a doña Elvira en nuestros desposorios. Sólo esta idea me satisfacía. Resuelto ya a ponerla en obra, averigüé la oportunidad y dispuse las cosas de la mejor manera. Supe que, por hurtarse a las celebraciones familiares, se proponía don Fernando retirarse el día de la fiesta a una finca que le ha quedado en la vega, más allá del pueblo de Maracena; y sobornando a uno de sus criados, aposté los míos en el camino, todo en orden para que mi venganza fuera cumplida. Esto era, digo, el día mismo de los desposorios; y, junto a los ejecutores del castigo, esperaba el emisario que había de traerle a mi esposa, en cofre de plata labrada, como recién cosechados frutos, las manos infames que se habían atrevido a su pudor.

«Comenzó, pues, la celebración y, durante su transcurso, me desvivía yo esperando la llegada del terrible obsequio. A nada podía atender; estaba lleno de ansiedad; y aun las palabras de mi esposa eran incapaces de forzar las puertas de mi oído, puesto en los ruidos de la calle. Preguntóme, en fin, doña Elvira que qué me pasaba para mostrar tal desasosiego, y yo, por calmar su inquietud sin desmentir la mía, demasiado visible, repuse que esperaba hacerle un presente digno de ella y de mí, y que me sentía impaciente por su tardanza.

»-Pues ¿no son suficientes acaso los regalos que ya me tenéis hechos? ¿Qué otra cosa queréis darme, y qué importa que llegue a tiempo o se retrase? -inquirió, alarmada sin duda por la oscuridad de mi respuesta.

»-Importa -repliqué-, pues sin ese presente no me consideraré a la altura de vuestros ojos, ni lo bastante honrado en esta fiesta. – ¡Imprudentes palabras, que no sé cómo no supe contener! Y todavía, lanzado ya: – ¿No habéis reparado -agregué- que falta a ella uno de mis parientes?

»Oyendo esto, palideció doña Elvira por el temor de lo que ignoraba; me tomó las manos y, entre suplicante y conminatoria, apremió: -Vamos, Felipe, decidme de qué se trata; decídmelo; sepa yo de qué se trata.

«Intenté reírme con evasivas; pero me cercó y estrechó en modo tan vehemente que, no pudiendo resistir más, cedí y le dije lo que tenía urdido y qué venganza había dispuesto para rehabilitar mi honra.

«Hubiera querido yo que me tragase la tierra al ver cómo su belleza expresaba el horror; sólo en-tonces comprendí que el repugnante obsequio no debería llegar nunca a poder suyo. Con los labios exangües, y un tono de severidad que nunca hubiera sospechado en su garganta, me dijo: -Sabed, don Felipe, que si esos proyectos se llegan a cumplir no seré jamás mujer vuestra. -Y luego, anhelante, añadió: -Corred, corred, por Dios, a impedir la infamia.

»Salí de la fiesta, salté sobre mi caballo y, a galope tendido, acudí al sitio donde había apostado a mis criados, ansioso ahora de que aún no hubiera llegado mi primo para poder darles contraorden. Pero cuando ya frenaba a la bestia, salieron a atajarme de la oscuridad, me agarraron, cubriéndome la cabeza con un paño, me sujetaron las muñecas, y en un instante habían caído mis manos, segadas por sus alfanjes. En medio de la turbación espantosa y del dolor, todavía pude distinguir el galope del caballo del emisario que llevaba a mi esposa, en caja de plata, no las manos de don Fernando, sino las mías propias, con el anillo de desposado al dedo.»

Hizo una larga pausa. Luego concluyó: -Ésta es, Juan de Dios, la historia de mi desventura. Durante muchos días he estado dando vueltas en la cabeza a los designios del destino, sin poderme explicar por qué tenían que caer las manos del esposo, en lugar de las manos alevosas y lúbricas del ofensor. Mi cerebro estaba obcecado por la desesperación; no me era posible comprender lo que hoy ya comprendo con entera claridad: que el verdadero criminal era yo, que lo he sido siempre, que lo he sido contra mí mismo, que he sido yo quien me he mandado cortar mis propias manos… Y ahora veo bien cuál es mi deber y la única vía de purificación que me resta: estoy obligado a hincarme ante Fernando, y suplicarle que me perdone… Sin embargo, ¡ay!…, ¡no puedo hacerlo! ¡Aún no puedo! Cien veces me he acercado a su puerta, y otras cien me he retirado de ella. Tendré que dar un rodeo, quizá muy largo, cuanto más largo mejor: tendré que hacerme perdonar primero de cuantos otros he ofendido o violentado. Por eso te pido perdón hoy a ti, Juan. ¿Recuerdas al caballero que -hace ya tiempo: un tiempo, sin duda, más largo en la cuenta de mis desgracias que en la del almanaque- te golpeó cuando le pediste limosna en el Zacatín? Es el mismo hombre que hoy se humilla a tus plantas.

– ¡Regocíjate, hermano, y da gracias a Dios, cuya terrible cirugía ha amputado tus miembros para salvarte la vida!

Esta fue la exhortación de Juan cuando hubo terminado de escuchar la historia asombrosa de don Felipe Amor.

– ¡Regocíjate!

Luego, le sostuvo el ánimo:

– ¿Qué es lo que te impide, ahora que tu corazón lo ha reconocido, seguir el camino justo? ¿Quién te desvía de él, di, hacia falsos y artificiosos vericuetos? ¿Qué voz insidiosa quiere disuadirte, entretenerte, ganar tiempo a tu perdición? ¡Cumple tu propósito sin demora! Piensas que vienes a pedirme perdón; ¿no será ayuda lo que de mí pretendes? Creo que sí. Pero ayuda, ni yo ni nadie podría dártela; te daré compañía. Compañía, sí te la daré. Vamos, hermano; vamos juntos a la puerta de don Fernando, y esperemos allí hasta que entre o salga: cuando lo veas, te adelantas y le pides perdón, sencillamente.